jueves, 27 de septiembre de 2007

Escapar

El domingo agoniza, y el miedo comienza a chorrearle por el cuerpo, despacio, despacito, así tan lento como se va escurriendo el sol, detrás de los lejanos edificios.
Qué extraña conexión se establece entre ese atardecer igual a otros, y el desenfreno de su pena que la invade inexorable, mientras el demiurgo cruel y despiadado, entreteje una trama siniestra de locura, miedo y oscuridad.
Las manos se le elevan como palomas asustadas y se cubre los ojos, mientras un desenfreno de ideas invade sus espacios.
El ojo azul que se mece de su cuello, talismán ajeno, no puede apartarla del destino del que busca escapar.
Mira la profundidad engañosa, que se ondula como olas, como el andar voluptuoso de una serpiente, como la arena deslizándose sutil, médano abajo, y abre sus brazos en un vuelo único, irrepetible, reparador.
El aire, cuidadoso amante, la envuelve en un manto sedoso, y la acuna y la acompaña, en el breve, brevísimo vuelo nupcial.
A lo lejos, una sirena deja escapar su angustioso alarido.
El ojo azul, asombrado, mira el cielo teñirse de fuego con las últimas llamaradas del sol, y a la gente arremolinarse curiosa, junto a la sombra desarticulada, que se recuesta blandamente sobre el enlutado pavimento.

viernes, 21 de septiembre de 2007

Hendija


Sacó de su bolsillo un paquete arrugado de Malboro y prendió el último cigarrillo que le quedaba con el único fósforo que había encontrado en toda la casa y se acercó pausadamente hasta la ventana del living. Cerró las cortinas dejando sólo una hendija, tosió y escupió la flema que le molestaba en la garganta mientras miraba la vereda, esperando que algo sucediera. Pensó en la guerra, en las piernas que había perdido escapando de aquella emboscada, en los amigos caídos.
Vivía en un caserón antiguo con piso de madera y techos altos; las telas de araña se acumulaban en las paredes y las boletas de los servicios públicos hacía rato que se habían dejado de pagar.
Empujó su silla de ruedas hasta la cama, entre diarios viejos y revistas pornográficas baratas encontró su petaca de plata; la movió rápido, ansioso, esperando oír algo de líquido en su interior; era su día de suerte, aún quedaban unos pocos sorbos y los tragó sin pausa mientras pensaba en sus viejos camaradas, aquellos buitres que lo rodeaban cuando era exitoso, esos supuestos amigos con los que bebía los licores más finos cuando había tenido aquella mágica e histórica racha en el hipódromo... ¿Dónde estaban ellos ahora? ¿Los necesitaba? No. Con su pequeña botellita de alcohol puro rebajado con agua, era feliz; no necesitaba marcas caras de las bodegas más selectas, sólo algo que le llegue rápido al cerebro y se lo maltratara por un par de horas.
Miró el reloj, eran casi las 16:30 y se arrastró en su silla hasta la hendija que había dejado en la ventana. Fumó en silencio intentando controlar el rechinar nervioso de sus dientes. Sus ojos se reposaban en el asfalto, y sobre todo en la puerta de madera del edificio de la cuadra de enfrente.
Por fin aparecieron como todos los días, casi al atardecer y comenzó el show, su show. De un lado ellas, las dulces nenas del colegio católico, saliendo apuradas con sus polleritas minúsculas rumbo a sus hogares. Del otro lado él, borracho sin talento, abandonado por su familia, espiándolas desde una silla de rueda a través de la hendija de una ventana, con el cierre del pantalón bajo, su cigarrillos a punto de terminarse en la boca, olvidándose del pasado, sin pensar en el futuro y viviendo al ritmo de sus inquietas manos, un presente de fantasía.

martes, 18 de septiembre de 2007

Sin destino en la ciudad

Sin destino en la ciudad
Caminar sin destino en la ciudad
es una forma de recuperar estampas,
vacíos antiguos, veladas ruinas.

La luz de una vidriera
nos dice quienes fuimos,
ajustamos el paso a las baldosas blanquinegras
que adornan las aceras,
todo retorna a su vieja asimetría.

Caminar sin destino entre las gentes,
bajo el ruido que reina en la ciudad,
es una forma de saber que estamos vivos.

A nuestro alrededor los rostros deambulan,
en los gestos hay un rastro de armonía,
puede sentirse el calor entre las calles.

Pero alguna vez todo calla de repente:
cesan las conversaciones que nunca sucedieron,
se apaga el brillo de los escaparates,
nadie ríe, nadie celebra, nadie canta,
nadie grita sobre el silencio del asfalto.

Y entonces uno sabe
que todo forma partedel mismo sueño
que incesantemente se repite
(como una siniestra tortura de los dioses)
sobre las turbias almohadas de la noche.

sábado, 15 de septiembre de 2007

La otra

En dos oportunidades, mientras tomaba un café en el bar de siempre, la había visto pasar entre el gentío, como la imagen de mi imagen, copia fiel, duplicado exacto de mí.
Primero fue extrañeza que paraliza, y luego curiosidad que me impulsó a buscarla entre la multitud que avanzaba por la avenida, donde finalmente se perdió, sin que pudiese alcanzarla, aunque sabía que volvería a verla.
A partir de entonces, día tras día y en el mismo horario, esperé pacientemente sentada en el bar, hasta que la vi llegar cruzando con rapidez la calle. Y fue verla y verme, de manera tal que si yo no supiese que en ese momento estaba sentada junto a la ventana del café, pensaría que era aquella mujer que con pasos ligeros pasaba junto a mí sin percatarse de mi presencia.
Rápidamente salí tras ella, sin tener muy claro qué actitud adoptar. La fui siguiendo desde una discreta distancia, y desde allí la observaba buscando descubrir algún detalle que me diese la pauta de que estaba equivocada y que esa mujer no era tan idéntica a mí, hasta el punto de provocarme tal confusión.
Sin embargo su andar era el mismo, al igual que su cuerpo, el color y corte de su cabello, la forma que movía sus brazos al caminar, la posición de su cabeza, la curvatura de su cuello, y su rostro, que era de una similitud angustiante. La única diferencia estaba dada por su aspecto cansado, lo ajado de la piel de sus manos y su rostro, y el humilde vestidito blanco que llevaba.
Mientras por mi mente cruzaban alocadas ideas, historias de hermanas perdidas, separada por quién sabe qué extraña circunstancia, fuimos alejándonos del ruido del centro y adentrándonos en los suburbios, mientras anochecía.
La gente que circulaba por la calle cada vez era menos y sentí temor de ser descubierta persiguiendo o persiguiéndome.
Nos internamos por una callejuela solitaria y oscura, que separaba modestas casas, de las que salían voces, música y gritos. La mujer ingresó a una de ellas y yo me quedé sola en medio de la oscuridad. Sin saber qué hacer, regresé al centro.
Pasó más un mes desde el día que descubrí a aquella mujer y el encuentro no se había vuelto a repetir. Sentía cierta inquietud pensando que alguien con tanta similitud conmigo se desplazaba libremente por la ciudad haciendo quién sabe qué. En realidad, el conocer su existencia me turbaba y se había transformado en una obsesión por querer saber de sus movimientos.
Llevada por estos pensamientos, decidí volver a su barrio y tratar de saber algo de ella. Repetí todo el trayecto de la vez anterior, bajo una persistente llovizna, hasta llegar a la casa donde la había visto entrar.
Me sorprendió el silencio, que daba una característica distinta al lugar, y sin pensarlo golpee la puerta Esperé unos minutos y al no tener respuesta insistí. Finalmente la puerta se abrió. Una anciana se asomó y , al verme, un grito ahogado escapó de su garganta y retrocedió murmurando algo, que sonaba como una maldición o un conjuro.
Avancé hacia el interior de la vivienda, que estaba atestada de velas, imágenes paganas y de santos. En un rincón, una mesa oficiaba de altar y sobre ella había velas encendidas, flores, frutas y un recipiente conteniendo un líquido rojizo rodeaban una fotografía, en la que se podía observar de cuerpo entero a la mujer a quien yo había ido a buscar.
Pasados los primeros momentos de estupor, pude hacer que la vieja me contara que la mujer de la foto había muerto un año antes, pero que alguien aseguraba haberla visto en la zona del centro, sentada por la tarde a la mesa de un bar.
Al día siguiente se cumpliría el primer aniversario de su muerte y la anciana le había prometido a la familia de la difunta que ella regresaría para estar con los suyos; que en eso había estado trabajando, y que yo era la respuesta.
No quise escuchar más. Me eché a correr bajo la lluvia, sintiendo que la frontera entre la vida y la muerte, entre la realidad y lo imaginario, el aquí y el allá, entre ella y yo, formaba parte de un orden inexplicable, que no debía alterarse por nada ni por nadie.
Desde entonces no he vuelto al bar.

sábado, 8 de septiembre de 2007

El trabajo del tiempo

Provenimos del tiempo
para el tiempo
Nos dejamos corromper por su cortejo sin retorno
Es la estela que deja
la que acaba con la materia efímera
de que estamos hechos
El tiempo y su vestidura de arenas
volviéndose alimento inútil para los soldados
De fragmentos fueron los primeros hombres
formaron de barro el sillón que los sostuvo
se transformaron en plantas y en la tierra misma
Gobernados quedamos a jugar ruleta rusa
entre nuestros hermanos
Fuimos expulsados del tiempo
para sucumbir en el aire líquido
de los insectos en el verano
testigos sin aura de un destino agónico
que nadie supo ocultar ni revelar
El país completo fue dado de baja
se oscureció para todos los paisanos
como la noche eterna del ocaso
No sé de dónde vinimos a dar
La hoguera de nuestros padres se detuvo
musitándonos apenas
el final de los inviernos
fue un asalto terrible a toda
una inmensa confianza
Nos destituyeron de la comandancia
para vivir desamparados
como topos entregados al subsuelo
En todo pequeño detalle hay oportunidad
para que el tiempo prosiga su trabajo.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Crueldad

Todavía el sol dormitaba en esas mañanas frescas de invierno, cuando los obreros llegaban —enfundados en viejos, pero abrigados gabanes, gorros y guantes de lana— algunos en bicicleta, otros caminando, los restantes en tren.
Eran tiempos en que el trabajo no era un bien escaso, aunque como siempre, desde que el hombre es hombre y tiene memoria, era un instrumento de coerción.
Tiempos en los que las máquinas rugían voraces, echando humo y enormes llamaradas, como dragones mitológicos. Hasta que promediando la tarde el timbre de salida, renovaba las ilusiones de los trabajadores que, cual caballos desbocados salían en tropel a respirar el aire. Ilusiones cortas, efímeras.
Durante la jornada, el capataz recorría la planta, impartiendo órdenes, gritos e insultos por igual.
En la fábrica no había tiempo para hacer amistades, sólo era un lugar para trabajar y ganarse el pan del día. Existía sí, una suerte de camaradería, de compañerismo, aunque siempre se filtraban batidores y obsecuentes de la patronal.
El hecho es que fue en aquellas épocas de oro cuando Mario ingresó como peón. Con tan sólo catorce años, de pantalones cortos (ni se conocían los mínimos principios —o se conocían y no se aplicaban— de seguridad laboral), y su cara de bobalicón. Los brazos desproporcionadamente largos le daban un aspecto ridículo, complementado por unas orejas de Dumbo que resaltaban debido a su pelo cortado al ras, estilo militar. De una estupidez tan extrema como tierna e inofensiva.
Desde su llegada fue el blanco de chanzas y cargadas, pero él no se daba cuenta. Tenía algún tipo de retraso mental que le impedía dicernir la realidad de la fantasía.
Cuando en el mediodía paraban para comer y salían al patio a tomar un poco de aire, alguno solía decirle:
—¡Mirá Mario! ¡Una vaca volando! —y el pobre giraba la cabeza y miraba hacia el cielo, buscando el prodigio.
—Qué inocente —decían sus antiguos compañeros.
—Qué imbécil —dirían los últimos, pero esa es otra historia a la que ya vamos a llegar.
En él solían descargar su bronca y sus miserias los obreros que antes habían sido denostados por el capataz y también el capataz, cuando no podía contra algún trabajador rebelde pero de contextura fornida.
Durante los años de esplendor de la fábrica, Mario trabajó siempre como peón, alcanzando herramientas, pasando el lampazo, limpiando de grasa las máquinas. Nunca le dieron mayores responsabilidades porque nunca demostró tener cualidades para asumirlas y a él parecía no importarle: siempre en su mundo abstracto e irreal.
Años de trabajo. De personajes pintorescos. Como el Negro José Luis que se cortó la mano derecha con una sierra sin fin y a los tres o cuatro meses ya estaba trabajando nuevamente, con un gancho unido a su muñón y dejó de ser el Negro para convertirse en el Pirata José Luis. O como Alí, el argelino, del que se burlaban por su castellano primitivo, hasta que un día dijo: "Basta de cargada, a mi no importa meter cuchillo en panza de cualquiera" y así se ganó el respeto de sus compañeros. O el Alemán, encargado de la grúa, que subía por la mañana temprano a las alturas, escondiendo unas cuantas botellas de cerveza entre la ropa, y bajaba con el sonido del silbato de fin de jornada, totalmente borracho, pero con el trabajo realizado en forma increíblemente impecable, hasta el día en que un cable se desprendió del guinche y unos tubos de acero cayeron al vacío sin golpear milagrosamente a nadie, aunque le valió un despido con causa.
Esos años pasaron. El trabajo fue mermando. Algunos trabajadores murieron de viejos, otros por sindicalistas en épocas difíciles y todavía no digeridas. Los más, fueron despedidos.
Y quedó la fábrica. Como un elefante agonizante. Triste vestigio del pasado.
Los horarios cambiaron. Ya no era necesario comenzar tan temprano con la producción. Los trabajadores eran pocos, no llegaban a la veintena. De aquellos, de los antiguos, solo uno, Mario. De pantalones largos, claro, pero con las orejas tan grandes como siempre. El pelo ahora lo tenía un poco más largo y más blanco. Siguió siendo objeto de burla, pero ya no eran inocentes bromas. Algunas veces llegaban hasta el escarnio. Pobre Mario y su mundo mágico.
En una tarde de aburrimiento y hastío, sin trabajo y sin ganas de limpiar la mugre que se juntaba por cada rincón, los trabajadores, abúlicos, esperaban pacientemente la hora de salida, cuando vieron pasar una rata que salía por detrás de un torno, perdiéndose entre virutas y aserrín.
Decidieron construirle una trampera, enganchando un pedazo de queso para atraer al animalejo a la perdición.
Cuando sonó el silbato de salida, se retiraron hacia las duchas olvidándose de la rata y la trampera. Sólo Mario, se quedó observando el objeto con la mirada perdida.
Al otro día, llegaron los trabajadores a comenzar sus tareas, cuando repararon en que la trampera estaba sin el queso y sin su presa. Todos festejaron la astucia del roedor.
Uno de los muchachos, tal vez sin malicia, pero seguro que sin tacto, le comentó a Mario:
—Viste viejo, la rata se llevó la comida burlando la trampa que le pusimos.
Viendo la cara de Mario, mezcla de asombro y temor, otro de los obreros agregó:
—Yo la ví cuando se llevó el queso. No era una rata común, era como un bicho asqueroso vomitado desde el mismo infierno, con colmillos enormes y ojos de fuego. Y en el momento de llevarse la comida juró venganza a quienes quisieron atraparla y dijo que como éramos muchos, vendría a buscar al más viejo.
—¿Cómo? —preguntó Mario asustado.
—Sí, tené cuidado viejo, la rata te va a venir a comer —le decía el obrero muy serio, mientras el resto se descostillaba de risa.
—Pero si yo no hice nada; yo no armé la trampa, ni le puse el queso —imploraba Mario, lloroso.
—Ah, no sé; la rata dijo eso, no me preguntes por qué —insistió ya sin contemplaciones.
A partir de ese día la monótona vida de Mario cambió para siempre. Ya no podía dormir. Tenía horribles pesadillas donde una rata lo tomaba por el cuello impidiéndole gritar o pedir socorro, llevándoselo a la rastra a los confines del infierno. Se despertaba sofocado, con palpitaciones, transpirado y con mucho miedo.
Llegaba al taller con profundas ojeras. Los demás murmuraban a su paso: "ayer la rata dejó un mensaje: la hora se aproxima".
La crueldad de sus compañeros llegó a límites extremos. Un día le dijeron que la rata lo esperaba dentro del baño, armada con cuchillo y tenedor, con lo cual el pobre se aguantó durante casi toda la jornada, hasta que su vejiga hinchada no pudo más y terminó orinándose encima.
Con un lamparón entre los pantalones, Mario pasó el resto del día entre cargadas y bromas de mal gusto.
La paranoia llegó a tal extremo que Mario dejó de utilizar el baño de su propia casa por miedo a que una rata diabólica lo estuviera acechando del otro lado de la puerta. Caminaba por la calle como un autómata, mirando hacia el suelo, buscando a la rata que lo llevaría a la tumba.
Y en la fábrica las cosas iban cada vez peor. Todos se burlaban sin piedad. Su vida era una calamidad. Sus compañeros eran crueles, tanto como aquel antiguo y olvidado capataz de tiempos pasados.
Un buen día, Mario no apareció a trabajar, ni al día siguiente, ni al otro.
Los otros obreros lo echaron de menos los primeros tiempos, porque no tenían de quien burlarse. Para los patrones fue una excelente noticia, ya que se ahorraron una jugosa indemnización por antigüedad a un trabajador que no les reportaba ningún beneficio. Luego fueron olvidándolo.
El hecho es que nadie se preocupó por él.
Tampoco nadie se enteró de ese pobre loco que ingresó a la guardia del hospital, con el estómago reventado, lleno de veneno para ratas y que gritaba como un poseído:
—¡Si me vas a comer, no te la vas a llevar de arriba!

domingo, 2 de septiembre de 2007

La sorpresa.

De pronto un fuerte golpe me hizo reaccionar. La dura mano del invierno me golpeaba con su aliento. Había atardecido y el crepúsculo era un manto gris con destellos fosforescente; la calle, una larga tristeza con rostros de rebaños.
Yo pisaba firme, con inusitada fuerza, aunque el cansancio me pesaba. Algo más helado aún, como un áspid mordiéndome el cuello, me detuvo en seco. Y una voz imperativa estalló en mi oído:
—No hagás ningún ademán y caminá tranquilamente. ¡Ah!, y de vez en cuando sonreíme.
Me tomó escondiendo el arma; lo intuí en su ademán, aunque no me atreví a mirarlo. La sorpresa me omnubilaba; entonces, obedecí.
—¿No reconocés mi voz?
—No —le contesté lacónicamente.
—¡Sabés cuánto hace que espero este momento? Te veo pasar todas las tardes y vos ni me mirás. Pero me volvés loco, ¿sabés? Invento las palabras más lindas para decirte, pero nada.
Perpleja y aterrada pregunté:
¿Qué querés?, plata no tengo.
—No me importa tu dinero, ¡preciosa! Me importás vos.
De repente, dirigiéndose a un edificio antiguo, corroído por el tiempo, me dijo:
—Dale; ¡entrá!
Luego no recuerdo qué pasó exactamente, pero si veo su viscoza mirada, su mano tapándome la boca y su baba de caracol repugnante por mi cuerpo menudo en total desnudez. Su rostro aparecía confuso, cuando creía reconocerlo se volvía una total nebulosa. Pensaba: ¿cómo podría realizar su identikit?
Logré relajarme y azorada comencé a sentir una gran exitación. Sus manos eran un molinete dislocado recorriéndome, deteniéndose en mi sexo a cada instante. Mordía mis pechos de manzana pequeña y su lengua me bebía sin piedad. Con horror de mí misma lo disfrutaba sin poder evitarlo.
No logró penetrarme. En ese tornado de impulsos se derramó rápidamente por mis piernas con un jadeo entrecortado y quemante. Luego cayó pesadamente sobre mi cuerpo.
Un esperma anaranjado chorreaba desde mis muslos y en una gran mancha se esparcía sobre las sábanas, cada vez más y más.
Grité. Y un vómito desconsolado subió a mi garganta. Sobresaltada vi la claridad del amanecer inundando el cuarto. Como pude, miré el reloj. Eran las ocho. Mi corazón palpitaba aturdido.