sábado, 4 de julio de 2009

Encuentro // por Elina Escudero

Solía venir a buscarlo cada semana a calmar mis ansias en él. Sólo por la debilidad de mi cuerpo caía una y otra vez. Cuando me veía llegar, preparaba un dulce y apasionado beso, y al despedirme, un amargo y desdichado abrazo.
No éramos libres, esa era la cuestión. Aunque esto no impedía que voláramos juntos, que me fundiera en sus profundos labios.
Su piel era de satén y me estremecía el cuerpo de sólo rozarme.
Aquél martes, él esperaba ansioso mi llegada, yo, me retorcía acosada por las mariposas que revoloteaban en mi panza.
Me besó. Puso mi bolso sobre el sillón, desabrochó el abrigo marrón que traía puesto y lo dejó caer al suelo. Con la blusa a medio abrir, tomando su nuca con mis manos, le indiqué el camino que debía seguir para hallar a mis pechos impacientes de ser recorridos por su lengua de fuego y miel.
Mis dedos buscaban torpemente desabrochar su cinto de cuero negro, luego el pantalón de jean azul amarrado a su cintura por un cierre y un botón. Un minuto después, fue el turno de su camisa «¡Cuántos botones!», pensé; parecían eternos peldaños hacia el cielo de su pecho firme y caliente.
Despojados ambos de la inútil ropa que cubría nuestros cuerpos, nos recostamos en la cama, en total silencio nos miramos a los ojos sin pronunciar palabra. ¿Para qué? Éramos tan sinceros cuando no nos decíamos nada.
Salté sobre él robándole el control. Con mi mano derecha, tomé su miembro rígido y suave, y lo introduje dentro mío al tiempo que soltaba en un suspiro, todo el aire contenido en mis pulmones. Comencé a moverme encima de él como un gato sobre el tejado. Sigilosos y bruscos movimientos se alternaban al mismo tiempo que el corazón galopaba y las palabras sobraban.
Agarré sus manos que estaban entrelazadas con las mías y las puse sobre mis senos. Luego, una de ellas se escapó de mi pecho, recorriéndome el cuello, el mentón y los labios. Su dedo índice se introdujo en mi boca sin pedir permiso hasta que halló mi lengua y la acarició. En ese momento dejé caer mi torso sobre el suyo y pude sentir cómo su corazón se le salía del pecho por completo. En mis venas el torrente de sangre se hacía más ligero y más espeso.
Cabalgaba sobre él a pelo y sin montura, sintiéndolo muy adentro, tan viril, tan excitado, y yo, tan hembra, tan mujer.
Ambos queríamos prolongar ese momento de dicha hasta la eternidad, pero el calor irresistible amenazaba con arder, como si fuera lava de un volcán que se preparaba para hacer erupción y que finalmente explotó, en un gemido que se hizo eco en el silencio de la habitación.
Me quedé recostada sobre su cuerpo, escuchando sus latidos. Desde ese lugar, alcé los ojos, lo miré fijamente y le dije:
—Volveré a buscarte, como siempre, el próximo martes.



Elina Escudero. Joven escritora y poeta. Reside en la Ciudad de Buenos Aires.

lunes, 11 de mayo de 2009

Vital llegada // Poema de Mirta Eva Ruíz

Me asomé
a la mirilla vertical
de tus pupilas
y palpé
la esencia/
la inmaterial sustancia
en dulce ofrenda/
vos
que de mi corazón
derretiste
/la enfundada/ escarcha
de la tristeza/
que calmaste
aquel viento irascible
que desangraba mis horas
deshonrando la vida/
cuando era mi pecho
un reloj sombrío
y llevaba
ro/to el aliento
cuando medía
la extensión de las noches
con el aguacero//// de las penas/
que apareciste
como un dios invocado
en la nave mayor
de los anhelos/
y desde el tibio cuenco
de tu mano
ascendió
el lenguaje de los colmenares
bebiste
mi calcinada voz
de esperas
alzando un jubileo de campanas/
entonces
encontré la luz
de un sol victorioso engarzada
en tu nombre.

Mirta Eva Ruíz. Poeta y narradora. Nació en Lincoln, Prov. de Bs. As. Es docente en escuelas especiales. Vive en la Ciudad de Buenos Aires.

martes, 28 de abril de 2009

Evocaciones // Poemas de Inés Bianchi

Poema I

Juega en el patio
y su risa desgrana
los pámpanos del parral
desaparece en el jardín
rozando mis manos
verde y limón
el vestido claro se confunde
con el sol del mediodía
pero cae la tarde
la casa se serena
y entonces
todo se vuelve tan viejo.


Poema II

somos manos que esperan
la caricia naranja
de los muérdagos en flor
su perfume de lámparas
bajo una sombra salpicada de luces
cómo duele si el arte
de sus dedos minuciosos
bajo un tejido azul
se enredan en un fondo
de hojas caídas.


Poema III

abro mi vestido
el sol entra por la piel
sobre mi frente
caen gotas sueltas.


Poema IV

lluvia indiferente
telón deshilachado
llueve sobre el pasto
se prende en los cercos
de las ramas sin consuelo
abro la boca y bebo mi sed.
Poema V
querés llevarme a un mundo
aséptico y frío pero
yo amo las penumbras cómplices
donde el verde se esconde
en las ramas
y cantan los pájaros sin saber
que mi mundo es silencio
porque no sé cantar
y nunca sabré.

Inés Bianchi. Poeta y narradora argentina. Nació en Adrogué
(Prov.de Bs.As.). Sus poemas han sido publicados en libros
y revistas en Argentina y España. Reside en Capital Federal

miércoles, 22 de abril de 2009

Grace (Por Viviana Kurmeyer)

Era pleno invierno, el viento helado y la baja temperatura había deshabitado las calles, la gente buscaba en sus casas ese calor de hogar que atempera el cuerpo y reconforta el alma.
Si no fuera porque Nicolás escuchó en el noticiero las condiciones climáticas, hubiera jurado que era una noche primaveral. La cena estaba servida, se sentó a la mesa y se puso a charlar de bueyes perdidos con su amigo Julián; el país, el paro del campo, la suba de precios, la inseguridad, el fútbol, en todos estos temas los dos se explayaban ampliamente. La realidad era que a ambos nada les interesaba mucho, sólo se trataba de una competencia a ver cual de los dos estaba mejor informado. Mientras mantenían la supuesta amena conversación Nicolás echó un vistazo a su alrededor, y ahí estaba ella, Grace, con porte y nombre de princesa, parecía acariciar los cubiertos con perfectos movimientos genéticamente adquiridos. Inclinó la silla hacia atrás para poder ver el perfil de esa diosa encantadora, una espalda perfecta seductora caía recta hasta el sacro donde hacía una curva vigorosa advirtiendo el inicio de unas nalgas blancas y excitantes. Vuelve a mirar su rostro y choca con esos ojos que siempre le recordaron el mar Caribe, no sólo por el color sino también por la fuerza de la mirada, e inmediatamente se da cuenta que Grace lo observaba. Se avergonzó como un niño, bajó la cabeza y dijo:
—¡Sí, sí esto del ministro fue una barbaridad!
—¡Nico te estoy hablando del gol que le hicimos a Boca! —le reprochó Julián.
—¡Perdón, sabes que a veces vuelo! —y ni se le ocurrió volver a mirarla.
Cuando terminó de cenar, se sentó en el sillón a ver televisión. Haciendo zaping comenzó a dormitarse y fue a su cuarto. Se desvistió, se puso el piyama y se acostó. Estaba inquieto, excitado, se sentía envuelto en un calor distinto; su sexo intentaba emerger de entre sus piernas. Escuchó ruidos en la habitación de al lado, se asomó al pasillo, no había moros en la costa, vio la puerta provocadoramente entreabierta se acercó, y observó como su diosa se sacaba lentamente la ropa; no pudo controlarse más y entró. Ella no se sorprendió ni se cubrió; lo esperaba blanca, inmaculada, etérea, de pie, con la cabeza en alto como una diosa tallada en mármol. Nicolás se sacó la ropa y la abrazó, Grace estaba encendida. Sus sexos exultantes se enarbolaban en sus cuerpos demostrándoles que estaban vivos, su libido se aferraba a ese instante de éxtasis. De repente un ruido en el pasillo destruyó la magia, Nico agarró su ropa y corrió a su cuarto, ella se puso el camisón y se acostó
En el geriátrico no era bien visto que los abuelos se visitaran por las noches.

Viviana Kurmeyer. Escritora y poeta. Nació en Buenos Aires. Es instrumentista quirúrgica. Reside en Capital Federal.

lunes, 20 de abril de 2009

Regreso al pueblo (Por Emilia Lopo)

Comenzó a recorrer las calles del pueblo. Tantos años hacía que se había ido, que aquellas imágenes no parecían formar parte de su vida. Cargaba en sus espaldas una pesada mochila y se sentía solo. Respiró el olor de su infancia y una dulce melancolía lo envolvió.
Notó algunos cambios, casas nuevas, calles asfaltadas; pero esencialmente seguía siendo el mismo tranquilo y polvoriento pueblo, ajeno a la problemática del mundo. Era mediodía y los olores recorrieron velozmente el enmarañado laberinto de la memoria y los recuerdos aparecieron, uno tras otro, frescos y actuales. La vuelta de la escuela, el guardapolvo arrugado, las medias caídas, el portafolio que volaba por encima de las cabezas y caía siempre en el mismo rincón, el apetito pantagruélico, las manos limpias, las rodillas sucias.
Se detuvo frente a la casa de doña Otilia. Estaba igual, los rosales en la entrada y la dama de noche trepando por el balcón, donde los malvones se asomaban, erguidos como centinelas, mudos protagonistas del remanso de la siesta. Ahora había una casa al lado, donde antes estaba el potrero. Se preguntó dónde estarían aquellos pibes del equipo del barrio de las ranas, camisetas descoloridas y alpargatas deshilachadas, cuando las zapatillas eran un lujo y el mate cocido con pan un manjar.
Qué sencillo era todo entonces. Ahora el mundo se derrumbaba en una crisis financiera y moral, y él era un hombre con responsabilidades que había llegado al centro del laberinto y su deber era encontrar el camino correcto, mientras un coro de cipayos obsecuentes le daban indicaciones falsas, al tiempo que le lamían los pies.
Seguía parado allí, paralizado en el grito de un gol de media cancha, cuando la puerta de la casa se abrió y la vio salir a doña Otilia, con su batón floreado atado a la cintura, las caderas anchas y los ojos achicados tratando de adivinar quién era. Sonrió como un perro que reconoce a su amo, se arregló el pelo con las manos y caminó hacia él, y con la simple sabiduría de una tarde de verano, le dijo:
¡Ramoncito! Yo sabía que ibas a volver algún día, te veo siempre en la televisión, eso de ser Presidente te tiene muy preocupado, lo leo en tus ojos y en las canas de tu cabeza. Venga m´hijo tómese unos mates y cómase unos buñuelitos, que seguramente en la Casa Rosada no se los hacen.
Desanduvo los senderos y volvió a las autopistas, a ocupar su lugar, habiendo dejado parte de su mochila sobre el mantel de hule enharinado, a la sombra del parral de la casa de doña Otilia.

Emilia Lopo. Narradora y poeta. Nació en Florida (Bs. As.). Es profesora de italiano. Reside en Munro, Prov. de Buenos Aires.

lunes, 13 de abril de 2009

Presencia (Por Pablo Recalde Burón)

Yo sabia que estaba ahí, lo sentía, lo presentía, a veces hasta lo escuchaba. Pero como toda cosa que no es de Dios, jamás podía verlo. Qué más daba, extraña pretensión la mía, como si no bastara con que se me pusiera la piel de gallina de sólo saber que estaba ahí, de saberme observado, invadido.
Me resultaba imposible no trasnocharme, como suele ser habitual en la edad del mal de amores y pesares casi absurdos; que vistos a la distancia, perecen intrascendentes, pero que en ese entonces no dejaban vivir.
Me acostumbré a él, nos acostumbramos, los dos, a la presencia del otro. Quien podría decir quién era el invasor en ese pequeño living de departamento, con olor a cigarrillo y lleno de envoltorios de hamburguesas.
Podría creerse que tantas noches en vela me estaban haciendo mal, tanto como para sentir y escuchar cosas que no estaban ahí. Al punto era lo mismo, yo lo sentía, lo sabía en el cuarto conmigo.
Aquella noche, como para no ir contra la rutina, cambiaba de canal casi sin ver la programación, de forma casi instintiva, cambiaba canales. Lo escuche en la puerta de la cocina, apoyando lo que suponía era su mano, o alguna extremidad o vaya a saber uno qué. Estaba ahí.
Era mas incomodo que atemorizante en ese entonces en el que ya le podría haber puesto un nombre. Se había convertido en un confidente mudo, el sueño de cualquiera al que le resultara imposible no vomitar sus secretos al primero que le demostrara algo de confianza, o a quien también le vomitara los suyos.
—Vení, hacéte amigo —le dije, como insinuando que su presencia ya me resultaba intrascendente; cuando en realidad era su silencio lo que me incomodaba, o el saberlo siempre ahí, a espaldas mías, sin hacer otra cosa mas que ruiditos para delatarse.
Mientras decía esto, cambiaba de canal el televisor. Cuando detuve el zapping, en un canal de cine europeo, de esos que tiene el cable y que solo miran los jubilados nostálgicos o algún que otro personaje que solo recuerda el nombre de la película y el director, para poder lucirse en charlas con amigos de su padre.
Dos niños copaban el plano en blanco y negro. Uno le devolvía una pelota improvisada con trapos al otro, mientras le preguntaba en italiano:
—¿Somos amigos?
En un milisegundo, mi cabeza procesó todo de un plumazo, y no me pregunten ni cómo, ni por qué. Una corriente fría me recorrió la columna, de solo imaginar lo que imaginaba.
—Si —dije, y espere…
Volví a cambiar el canal, como para confirmar tan aterrorizante sospecha.
—¿Sólo me considerás eso, un amigo?
Le decía un lloroso joven a una muchacha que lo desdeñaba en una seria norteamericana. Mi cabeza quería seguir creyendo que solo se trataba de mi imaginación, del desvelo, o de una embarazosa y nada agradable coincidencia.
—Decíme vos, qué te puedo considerar entonces -dije tratando de disimular el tartamudeo. Y volví a cambiar de canal.
—Soy una mujer, la mujer que siempre has esperado, con la que sueñas, esa soy yo —gritaba una actriz en una trillada telenovela venezolana.
Esto es demasiado, pensé, mejor me voy a dormir, esto de trasnocharme empieza a afectarme. Nuevamente cambie de canal casi sin darme cuenta, al tiempo que me levantaba del sillón.
—No te des vuelta —le decía un matón al protagonista de un western.
Flexioné mis brazos muy despacio, hasta reposar mi cuerpo nuevamente en el sillón.
A esa altura, la situación empezaba a asustarme de manera considerable. Qué más podía hacer sino continuar con tan extraña conversación, o lo que yo suponía lo era.
—¿Así que sos una mujer? —pregunté, y cambié nuevamente de canal.
—Sí, como lo oyes —me respondió el televisor.
Tanteé la silla que estaba a un costado, y mi mano temblando buscó los cigarrillos. Encendí uno que se desvaneció de dos pitadas.

Pablo Recalde Burón. Cuentista y poeta. Hijo del Doctor Pablo Recalde Vera, odontólogo de la comunicad Wichis de El Potrillo (Prov. de Formosa). Estudia en la la universidad de Corrientes.

miércoles, 8 de abril de 2009

Testigo en clave (por Celeste Ambrosi)

“El perro sabe más que mover la cola y sacar la lengua”, fue lo último que dijo antes de morir. No fue una muerte natural, fue algo raro, porque si bien su respiración se apagó lentamente, no lo hizo su corazón, porque pese a que no tenía pulsos vitales, sí tenía palpitaciones, vos le veías el corazón que le saltaba por el seno izquierdo. De todos modos, ya estaba muerta, y no era nada de muerte cerebral o eso de andar muriéndose por cuotas. Algo así como las gallinas, como cuando les cortás el cogote y siguen turulequeando un tiempo. Así y todo, tampoco era como las gallinas. Estaba muerta, sin vida, pero el bombeador seguía trabajando y parecía querer hablar después del asunto del perro, porque con cada golpe formaba una letra que con otras letras, conformaban una palabra, pero no le entendí demasiado, la pobre tenía mala letra desde el jardín y su corazón reproducía la misma mierda de dactilografía.
Yo la encontré recostada sobre la almohada, en realidad, abrazada a la almohada, como si fuera el amante. Hasta que cuando me vio se dejó caer al suelo, rodó unos metros, se topó con el placard y se le cayeron encima un par de corbatas. Qué raro, pensé, la Estela nunca usaba corbatas, que era media rara, lo era en serio, pero no tanto como para usar o coleccionar corbatas. La cuestión, es que con las corbatas cayó una boleta con el detalle de la compra, no figuraban los datos del comprador, sólo un par de iniciales. Así son los tiempos actuales, no importan los datos sino la plata. El resto se rellena con letras y a otra cosa mariposa.
Entonces, la pobre parecía una roca maciza, apenas la toqué para darle una mano, la tiré un poco más lejos, daba asco ese fiambril. Sin embargo, la Estela era la Estela. Tomé coraje y con el pie la di vuelta boca arriba. Me miró fijo a los ojos, dijo lo del perro, le salía una baranda putrefacta. Me acerqué a ver qué cuernos había comido y bue, mejor no seguir dando detalles de esa escena espantosa.
Fui a la cocina, observé las cacerolas, el tacho de basura. Al parecer había hecho puchero, un pedazo de osobuco flotaba en una olla. Y sin ninguna duda, se encontraría con alguien en la pensión, porque en la mesita del comedor estaba todo listo, con vela de cebo barata incluida. Estaba encendida, ya casi por consumirse completamente, así que la pobre estaría desde temprano cavando su propia tumba. Para colmo, la Estela no tenía teléfono, ni celular, ni tampoco agenda, donde por lo menos dejara asentados sus movimientos. Y era obvio que tenía cita con alguien conocido, no había ningún elemento violentado.
En la pileta, estaban los dos juegos de platos y cubiertos, por lo visto llegaron a comer los dos. El postre quedó en la heladera, era gelatina con trocitos de manzana verde, probé un poco, no iba a quedarme con la duda. También, alguno de los dos llegó a ir al baño, eso me di cuenta porque no andaba la cadena, y la tapa, como el apoya culo, estaban levantados. Eso me dio a pensar que el que fue al baño no fue Estela, aunque enseguida se me vino a la mente el temita de la Estela, ese que todos sabemos. Tiré la cadena y para sorpresa, ya había agua, motivo que me hizo seguir buscando pistas.
La Estela, al momento en que abrazaba la almohada, lucía un vestidito negro al cuerpo que marcaba demasiado sus atributos naturales. Al parecer, se probó uno rojo y otro azul que dejó tirados debajo de la cama, aunque tal vez haya usado los tres, sacándose primero uno, después otro, hasta quedarse con el negro. Me pareció que era el mío, uno que me había desaparecido un par de meses atrás. Dudé, creí que el mío era más angosto de cintura, porque la Estela tenía cintura de pollo. De todos modos, podría no ser por la sencilla razón de que la Estela no era de agarrar cosas sin pedir permiso.
Miré con detenimiento las corbatas, eran todas de la gama del violeta, color que la Estela detestaba porque le recordaba el olor a muerte. Eran todas de calidad, tal vez traídas de Italia por las etiquetas. O la mejor de Francia. Plata no faltaba, tampoco joyas. Todo estaba ordenado y extremadamente limpio.
Cuando llegué a la mesita de luz, algo empezó a hacerme ruido en la cabeza. La Estela era fanática de la cocina de Blanca Cotta. Receta que salía, receta que ponía en práctica. Tomé el recorte de la revista Viva y oh casualidad. El puchero de la olla, era el que figuraba en la receta. Volví a la cocina y saqué todos los restos del basurero. Observé los ingredientes utilizados porque seguían en la mesada. No faltaba nada, ni siquiera la gelatina sin sabor, de ahí que el puchero fuera espeso. La Estela no mezquinaba en absoluto. Pero algo no andaba bien, ese mal aliento que tenía, justo ella, que era tan coqueta. Y cuando estaba por abrir la heladera, me percaté de que a la receta le faltaba el secreto, ese secretito de la abuela que da Blanca Cotta. Estaba cortado prolijamente, a lo mejor con una regla. Volví al dormitorio, miré cautelosamente y no encontré nada comprometedor que me llevara al secreto.
Quedé unos minutos en silencio, sentada sobre el borde de la cama, con Estela enfrente, tirada en el suelo. Miré con recaudo el piso, no había rastros de pisadas, estaba todo reluciente, como a la Estela le gustaba. Con cera y bien lustrado. Los patines estaban al lado de la cama, hasta en última hora la Estela había sido cuidadosa.
Mientras yo buscaba de un lado para otro alguna explicación, el perro movía la cola, sacaba la lengua, sin ningún sobresalto. Estela tenía razón, el perro sabía más que mover la cola y sacar la lengua. Como era de contextura pequeña —casi entraba en la palma de una mano—, lo tomé del lomo, le di una caricia en la cabeza y lo metí en mi cartera. Me di una vuelta por la habitación, la Estela seguía en el piso boca arriba, algo parecía salirle de la boca, no ya el corazón por los senos siliconados. Entonces agarré y se la cerré, como hacen en los velatorios. Pobre Estela, pensar que nadie vio ni sabe nada. Que en paz descanse y Dios la tenga en la gloria. Era tan buena…

Celeste Ambrosi. Es narradora y poeta. Estudia
antropología en la UBA.Vive en Buezaco(Prov. B.A.)

sábado, 4 de abril de 2009

Comunidad de llaves (Por Susana Ragatke)

Fueron a dormir un largo sueño, todas juntas, dentro de una bolsa de Coto, de cuando eran resistentes; en un rincón del antiguo armario.
En uno de esos días de rememorar el pasado, Don Jerónimo abrió el mueble con intención de sacar a la luz algunos adornos. Natalia, su nieta, aficionada a las antigüedades, se lo venía reclamando.
Mientras retiraba, con todo cuidado, dos jarrones de porcelana decorados con damas antiguas, bordes dorados y una bombonera de cristal tallado, que estaban en el fondo del estante, sus movimientos tocaron la bolsa de Coto, y los sonidos metálicos revelaron su contenido, ya olvidado por el dueño de casa.
El movimiento, con pequeños choques y sutiles roces, despertó a las llaves. No a todas al unísono, estaban las de despertar pronto aunque sorprendido, las remolonas, las que siguieron en su profundo sueño, las que se sacudieron con enojo.
Rayitos de luz entraban por el nudo imperfecto de la bolsa y dos pequeños agujeritos logrados seguramente por alguna llave puntiaguda y rebelde, al ser envasadas. Esta luminosidad les permitió comenzar a reconocer el espacio y a mirarse entre ellas.
Llave 1 (trabex de bronce)
—Hola ¿me escuchás? ¿Hace mucho que estamos durmiendo?
Llave 2 (su compañera de llavero, la yale)
—Me parece que más que dormidas estamos hibernadas. Siento muchísimo frío.
Llave 3 (pequeña llavecita plana de metal blanco).
—Hace mucho, mucho —dijo agitándose, reclamando que la escuchen: —El último trabajo, abriendo y cerrando el maletín varias veces por día, fue en un viaje en el que Jerónimo y Ana festejaron cuarenta años de casados. Volvieron a San Clemente, donde iban de vacaciones cuando los hijos eran pequeños. Ellos siempre tan nostalgiosos. Como no se desprendían del maletín en ningún momento, y hubo mucho viento, sufrí las consecuencias de la arenilla que penetró en la cerradura, como en todo otro resquicio, y me dejaron cicatrices. Fue en mayo del dos mil seis. Después no sé. ¿Alguien sabe en qué fecha estamos?
Llave 4 (antigua):
—Me di cuenta que el ropero de estilo francés, cuyas tres puertas yo custodiaba celosamente era vaciado de los elegantes vestidos y abrigos de Doña Ana, y algunos días después lo sacaron de la casa. Me parece que Don Jerónimo me conservó como un recuerdo pequeño pero muy simbólico.
—Ella había muerto en el mismo dormitorio, mientras dormía. Yo pude ver la dramática escena. Al despertar con las primeras luces del amanecer, ella no respondió al clásico ¡Hola vieja, un buen día más! No hubo respuesta y su cuerpo ya estaba frío, casi como llegamos a estar nosotras. —A este relato le siguió un pesaroso y prolongado silencio.
Al rato, se fueron acercando otras llaves, aportando sus impresiones y recuerdos.
Llave 5
-Te acordás —dirigiéndose a su vecina de llavero, cuando Don Jerónimo, al llegar de la calle, dejaba el llavero en cualquier lugar, displicentemente, y horas después le reclamaba a Ana que lo ayude a encontrarlas. Ella le reprochaba su distracción, refunfuñando, pero una y otra vez lo sacaba del paso.
Llave 6:
—Yo les puedo contar que nosotras quedamos con el recuerdo de cuando despidieron a Ramona, la que los ayudaba en la limpieza, porque desapareció el medallón y los aros de oro y brillantitos guardados en un estuche de terciopelo bordó. Era la herencia de la abuela tana, destinada a Natalia, cuando llegara a la mayoría de edad. Fue una pérdida desgarrante. Ana lloró por el legado y por la rabia de la confianza perdida. Cambiaron todas las cerraduras de la casa, pero nosotras aquí estamos-.
Llave7:
—Yo fui la primera llave colgando de un cordón llevado en el cuello por Pedro, el padre de Natalia. Era el rito de iniciación, le dieron la llave de la casa, una de sus primeras experiencias de autonomía, a los diez años. ¡Saben como me sacudía mostrándole a sus amigos que ya tenía la llave! Trataba de provocar la competencia entre los primeros y los atrasados en este logro. El fue de los ganadores.
Afortunadamente las puertas del armario quedaron entornadas, seguía entrando algo de luz. Don Jerónimo, de vez en cuando, volvía a abrirlo pasando revista a los objetos guardados. Percibió que la bolsa de las llaves tenía sutiles movimientos reptantes. Sospechó algún roedor o insectos. Hombre no aprensivo para estas cosas, vació la bolsa en un fuentón del patio. Sólo encontró las llaves, sueltas unas, en llaveros o cordones otras. Respetuosamente las volvió a su envase y lugar original.
Como los ratones en su cabeza, ellas también saltan, bailan, a veces se asustan, otras se aquietan.
Recuerdos que alegran, recuerdos que duelen. Vuelven al silencio y retorna la calma.

Susana Ragatke. Nació en Entre Ríos. Es escritora y poeta. De profesión médica psiquiátra. Reside en la Ciudad de Buenos Aires.

martes, 24 de marzo de 2009

El Potrero (Por Oscar Vicente Conde)

Las sombras de la tarde, como un difuso telón, acarician el terreno entristecido. Otra jornada ha terminado y, como sucede últimamente, ellos no vinieron.
No sé por qué tiene que ser así, después de todo fue nuestra única derrota, vergonzosa, pero la única. Por algún motivo se dio como se dio. Y quizá esté bien que así sea.
Hoy, no me quiero ir tan pronto. Me imagino que sucederá algo especial. Lo percibo en el aire. Son como extrañas sensaciones de alegría y angustia, una simbiosis difícil de explicar.
Me siento en el añejo tronco donde lo hice la primera vez que llegué aquí. Era una tarde de sábado y hacía un calor insoportable. Cómo olvidarlo. Tenía la tristeza adosada a mi piel, como si fuera una ventosa hambrienta. Mis padres se acababan de separar y el día siguiente era mi cumpleaños. ¿No podían esperar un poco? Mi razonamiento de niño feliz se desmoronaba como un castillo de arena y el odio temprano se hacía cargo del espacio vacío.
Mientras me debatía entre el llanto incontenible o el desparpajo de no importarme nada, lo vi llegar. Era un pibe muy gordo. Estaba desaliñado y ferozmente transpirado. Traía bajo su brazo, como un tesoro, una pelota número cinco.
—Me llamo Juan —me dijo como si me interesara, para agregar:
—¿Jugamos a la pelota? Yo voy al arco y vos me pateas lo más fuerte que puedas —y se quedó mirándome con un gesto de súplica.
Acepté. Había logrado sacarme de mis nefastos pensamientos.
Hicimos un arco marcando los postes con cualquier cosa que encontramos. Mis primeros tiros fueron tímidos y el gordito se enojaba. Me gritaba e insultaba sin parar.
—Pegále fuerte o sos maricón —vociferaba totalmente descontrolado.
Me hizo enojar. Acomodé el balón y le pegué, de puntín, una furibunda patada. Salió disparado como un bólido y se estrelló en la panza de Juan que cayó al piso como si estuviera muerto. Por un instante pensé lo peor, hasta que lo sentí reír a carcajadas. Corrí y lo abracé, como pude, en un gesto de amistad y comprensión. Al día siguiente vino a mi opaco cumpleaños.
Como aquel primer sábado, todos los siguientes nos encontramos a jugar. El siempre de arquero, lo que nos comenzó a aburrir un poco. Muchas veces nos sentábamos en el pasto a pensar sobre nuestros pequeños y complicados mundos. Por largas horas nos envolvía el silencio. Intuíamos muchas cosas de nuestras vidas con sólo mirarnos a los ojos. Éramos como una hermandad religiosa, de dos, que parecía de miles. Nos necesitábamos, y eso quedaba en claro.
Voy a ser honesto. El gordo mucho no me agradaba. En algunas oportunidades hasta sentía repulsión. La hermana sí, me volvía loco. No puedo decir si de verdad era bonita, pero su tierna cadencia al caminar le otorgaba un toque de dulzura y despertaba mis íntimos deseos púberes. Sus ojos claros y sinceros horadaban mi piel hasta llegar al fondo de mi alma. El solo hecho de verla en la puerta de su casa, a nuestro regreso, hacia soportable la presencia de su hermano.
—Me voy a casar con Sofía —le dije una tarde.
El gordo se detuvo de golpe y comenzó a respirar con fuerza, como si fuera un caballo enloquecido. Esto le sucedió muchas veces, sin mediar motivos. En alguna oportunidad pensé que esa situación lo llevaría a la muerte.
Cuando se repuso a medias, giró toda su enorme humanidad para observarme. La transformación de su rostro logró que por primera vez le tuviera miedo. No necesitó decirme nada. Sin mucho esfuerzo comprendí sus pensamientos. Sofía pasó a ser para mí un sueño imposible. En alguna oportunidad me acerqué hasta su casa, y sólo me conformaba con verla en la ventana e imaginarme su manos apretadas en las mías y robarle un beso deseado. Así de simple, así de complicado.
Una tarde gris de otoño, conocimos a los mellizos López. Altos y flacos, sin gracia alguna. Eran la salvación para acabar con nuestro aburrimiento. Los invitamos a jugar y aceptaron si hacerse rogar.
Fue difícil armar un juego de cuatro, pero nos las ingeniamos para divertirnos. El gordo Juan, siempre al arco. Atajaba todo. Una verdadera muralla.
Después de incansables horas de juego, los cuatro nos íbamos abrazados. Atrás quedaba la tarea cumplida y el deseo del encuentro futuro. Adelante nos esperaba quizá una nueva desazón. Como siempre.
El potrero era nuestro mundo; pequeño, pero importante. Representaba algo más que el encuentro futbolero. En él lográbamos, por apreciables momentos, olvidar las miserias. En nuestros hogares, en la mayoría de los casos, no sufrían por nuestras ausencias. Cuando regresábamos para descansar no había muestras de afectos ni de sorpresa. Quizá se habían acostumbrado a nuestra rutina. Y nosotros a no ser importantes.
—Algún día lo lamentarán —pensé más de una vez. Una amenaza mental, que no dejó de ser más que eso.
Pronto fueron llegando muchachos desconocidos y lográbamos jugar partidos interminables de fabulosas goleadas. El potrero comenzó a poblarse de un gentío bullicioso. Empezábamos por la mañana temprano y nos íbamos con la puesta del sol.
—¿Por qué no fundamos un club? —dijo el mellizo Pedro.
Ninguno dudó un solo instante. Lo nombramos “Razón de ser” de acuerdo con una brillante idea del gordo. Algo más que un simple nombre, dado que simbolizaba muchas cosas que cada uno conocía a la perfección. No teníamos sede, ni comisión directiva, ni camisetas, sólo nuestro potrero y nueve fervorosos jugadores. En raras ocasiones lográbamos reunir once, pero no faltaban los eternos desconocidos que se unían para querer ocupar alguna posición y lucirse.
El gordo Juan, nuestra muralla. En la defensa, los mellizos López y el loco Eduardo.
El loco Eduardo, qué personaje. Malísimo jugando al fútbol. Pero tenía dos particularidades: era grandote y fornido. Cada vez que avanzaba un jugador contrario, pegada unos gritos, como bramidos, con lo que lograba hacer desistir cualquier ataque.
Los tres del medio eran buenos, pero nunca los conocimos lo suficiente. Llegaban para los partidos y luego se iban sin entablar ningún diálogo. Adelante, mi primo Rafael y yo. Dos goleadores natos.
Pronto, sin que pudiéramos manejarlo, nuestra popularidad traspasó las fronteras de nuestro barrio. Equipos de otros lugares llegaban para desafiarnos. El potrero, nuestro potrero, se transformó en la cita obligada de los sábados. Y hasta Sofía llegaba para mi deleite. Trataba que me observara. Hacía verdaderos esfuerzos para lucirme, pero nada era suficiente para lograr el objetivo.
—Seguro que el tarado del gordo se lo prohibe —razoné por lo bajo.
El tiempo pasó muy rápido. Crecimos sin darnos cuenta. A pesar de ello, no dejamos de jugar. Hubo deserciones de jugadores. Pero el pilar siempre se mantuvo. El gordo, los mellizos y yo. También el loco Eduardo. Seguíamos ganando. En verdad ya nos creíamos invencibles.
Nuestro equipo no estaba formado por figuras exquisitas, sólo poseíamos algunas «virtudes especiales». Nuestro arquero estaba compuesto de una materia grasa que atajaba cualquier pelota y si no, rebotaban en él. Los mellizos se complementaban a la perfección, pues la extrema delgadez de ambos les permitía moverse con velocidad increíble; además ayudados por los alaridos de Eduardo que asustaban a cualquiera. Más de un rival pensó que este personaje podría romperle una pierna. Algo que jamás sucedería. El loco no era capaz de matar una mosca. Mi primo y yo, pequeños y huidizos, avanzábamos por cualquier espacio reducido para dejar al contrario buscándonos como a una moneda perdida.
Una tarde alguien nos ofreció jugar contra otro equipo, supuestamente invencible. Era nuestra oportunidad de demostrar quién era el mejor. Aceptamos sin vacilar.
En lugar de sábado, se planificó para un domingo. Y en el potrero de ellos. Si queríamos ser los únicos, no podíamos negarnos.
—Vendrá Sofía, entonces, será mi mejor partido —me dije para darme ánimo.
Llegó el gran día. Nos encontramos con la sorpresa que lo de ellos no era un potrero. Tenían una hermosa cancha y arcos con red. Lucían camisetas iguales y calzado impecable. Nuestras camisetas eran todas de distintos equipos y las zapatillas sucias y rotosas. Un verdadero bochorno. Nos miramos acongojados mientras nos invadían unas tremendas ganas de huir. Nos desconcentramos, pero decidimos poner el pecho a las balas.
Pronto nos dimos cuenta de algo importante. No estaba nuestra muralla. Y Sofía tampoco. Yo no podría ser el mismo.
No pudimos esperar más y buscamos un arquero en la tribuna. En los primeros instantes comenzó a notarse la superioridad de ellos. Nos dejaban parados como postes. Se divertían a nuestra costilla.
En mi mente solo estaba el rostro de Sofía. No podía pensar en otra cosa.
Habían pasado quince minutos del encuentro y tocamos la pelota sólo tres veces. No nos querían ganar. Todavía. Sólo burlarse. Se produce el primer avance serio de los contrarios. Eduardo sale gritando, como siempre, pero el delantero contrario no se detiene. Se lleva al loco por delante, que cae aparatosamente al piso. Nuestro arquero, en dudosa actitud, no puede atajar y se produce el primer gol.
Nos quedamos con un hombre menos porque el loco, muy asustado, no quiso jugar más. Perdimos cinco a cero, porque abandonamos antes de tiempo.
Volvimos al potrero los mellizos y yo, nadie más. Con la bronca y la vergüenza sobre los hombros.
—Menos mal que no vino Sofía —pensé a modo de consuelo.
Fue nuestro último partido. El potrero quedó solitario y, nunca supe por qué, la casa del gordo también. Cuando uno es joven, no indaga en muchas cosas. Solo hay espacio para vulgaridades.
Cuando pensé que ya era tiempo de partir, alguien posa su mano sobre mi hombro.
—¡Gordo, volviste!. ¿Qué te pasó? ¿Y tu hermana?
—Ya te dije que mi hermana…
—Si, ya sé. Que no es para mí, que ella merece algo mejor. Estoy cansando de escucharte siempre lo mismo. Ya está, en verdad no me interesa.
El gordo me mira con lástima por un largo rato. Me recuerda al silencio de nuestros antiguos encuentros, pero esta vez no logro comprender nada. Luego dice:
—Nunca asumiste la realidad —hace una pausa y prosigue—: Para qué seguís viniendo si ya no queda nada, ni el potrero.
—Cómo que no, si está ahí, esperando por nosotros, como siempre. Dále gordo, ponéte al arco que te pateo con todas mis fuerzas, a ver si hago el gol de mi vida.

Oscar Vicente Conde. Es narrador y poeta. Nació en Lanús Oeste (Prov. de Bs.As.), localidad en donde, en la actualidad, reside.

sábado, 14 de marzo de 2009

Entonces te descubrí
(por Roberto Vera)

Fue entonces que te descubrí.
Esa tarde de inicio de la primavera,
cuando llegaste
tímida
como una gacela perdida en un bosque nuevo

Te miré,
vi tu rostro tan tierno,
tu cuerpo esbelto, delgado y tus pechos firmes,
y supe que te querría para siempre

Constantemente quiero penetrarte
aunque solo sea con la mente.
Te amo sí, es cierto,
pero perteneces a otro hombre, a tu familia
y me conformo con verte de vez en cuando;
las gaviotas
te traen
regularmente
a mi puerto.

Roberto Vera

martes, 10 de marzo de 2009

Desmembrada (de Norma Beatriz López)

Desmembración: acción de desmembrar, separar los miembros del cuerpo. Separar, dividir una cosa de otra.
Eso era ella, una cosa separada, dividida en partes, de manera tal que no podía saber qué era en definitiva o quién era.
Sólo se reconocía como algo o alguien llamado Sofía que se debía a los demás, alguien de quién los otros esperaban contención, ayuda o la alegría del payaso.
Una parte para su madre, siempre quejosa, plañidera, con un eterno reclamo insatisfecho. Y la culpa, magistralmente manejada para que no haya lugar a dudas.
Otra parte para su hermana Tere. Aquella que debía socorrerla cuando las disputas con el marido la dejaban agotada, y los cinco hijos que había tenido, necesitaban la atención y el cuidado de una tía.
Algunas otras partes se repartían entre los amigos, conocidos y su novio, siempre dispuesta a escuchar, aconsejar, acompañar en los malos momentos.
Gabriela que somatizaba todo cuanto le sucedía en su casa, en la oficina, en la vida, y José Luis con sus eternas penas de amor imposibles de solucionar.
Y así uno y otros y otros, esperando, reclamando, creando obligaciones, que Sofía sentía como pesadas piedras aplastando su frágil existencia.
Cuando Eduardo la abandonó, a pocos días de la fecha fijada para su boda, ella sintió que el mundo se derrumbaba. No podía entender en qué había fallado.
Estuvo junto a él durante años, compartiendo los buenos momentos y de los otros, de aquellos en que con amor lo apoyó para sobrellevar la muerte de sus padres, cuando lo despidieron del trabajo y ella lo ayudó económicamente hasta que pudo recomponer su situación, y también todas las veces que decaía por su depresión.
Ahora que había conseguido seguridad económica y se sentía fortalecido psicológicamente, se daba cuenta, le dijo, que había sido una carga para ella, que no la quería tanto como merecía ser querida y por lo tanto la dejaba en libertad para que rehiciera su vida, mientras tanto él comenzaba una nueva junto a una compañera de trabajo.
Para salvarla de la destrucción total y no perderla, debieron internarla tres largos meses en una clínica psiquiátrica. Allí, aún bajo los efectos de los medicamentos, podía oír como hablaban de ella, de su fragilidad, su debilidad de carácter, escuchar las quejas ajenas y los comentarios sobre el casamiento de Eduardo y su viaje de luna de miel a Brasil.
Tenés que ser fuerte, le decían; tu familia, tus amigos y todos los que te queremos bien te estamos esperando; qué vamos a hacer sin vos, le repetían una y otra vez, creyendo que con eso la pondrían otra vez de pie.
Después de esa internación no volvió a ser la misma. Tenía largos períodos de una agobiante tristeza, que le apretaba el pecho impidiéndole respirar. Otras veces revolvía cajones, espacios olvidados de la casa, buscando esas partes desmembradas de su persona que necesitaba para reconstruirse, ya que esto se había vuelto un verdadero desafío.
Un día le pidió a su madre que le devolviese esa parte suya llena de culpa, y a su hermana, la parte que entretenía a los sobrinos. La llamaron egoísta porque lo que se daba no se debía volver a pedir.
A sus amigos les reclamó las partes prestadas durante años, y ofendidos por el pedido dejaron de verla. No tenía derecho a demandar la devolución de algo que había dado de buen grado y ya no le pertenecía, comentaban amigos y conocidos.
Para todos había dejado de ser esa muchacha buena y servicial que habían conocido durante tantos años, y que demostraba finalmente, ser egoísta y pedigüeña.
Desde entonces no había vuelto a salir y nadie del barrio sabía nada de ella.
Cuando la ausencia de la madre de Sofía, de Tere y el abandono que se observaba en la casa llamó la atención de los vecinos, un tío lejano, alertado por alguien, se llegó hasta la vivienda.
Encontraron a Sofía sentada frente al espejo, tratando en vano de reconstruirse, con algunas de las partes desmembradas que había logrado reunir.


Norma Beatriz López. Escritora y poeta. Nació en la Ciudade de Buenos Aires. Actualmente reside en el barrio de Barracas (Capital Federal)

martes, 3 de marzo de 2009

Vivian (de: Cecilia Di Cenzi)

Aquella tarde llegó temprano a su casa, ya no tenía la necesidad de quedarse en el trabajo hasta última hora. Al entrar tuvo la sensación de encontrarse en otro lugar, diarios viejos, platos sucios, polvo y papeles tirados traslucían en la atmósfera un aire de abandono. Caminó hacia su cuarto con paso ciego y se detuvo ante la puerta destartalada. Su habitación estaba más desordenada aún que el resto de la casa y sobre la cama estaba ella, dormida, las sábanas dejaban entrever sus piernas y pensó en acercársele y robarle unos momentos de amor, pero unas manchas de sangre seca a su alrededor lo frenaron.
—Mierda —dijo.
Hacía tres meses que la conocía, se encontraron por casualidad en el bar que frecuentaba; estaba sentado en la barra conversando con el barman cuando sintió una mirada quemándole la espalda. Tenía unos treinta años, alta y delgada como una espiga, algo simple tal vez para sus gustos (le encantaban las mujeres con sobrepeso, algo groseras, con aire de matronas, pechos tambaleantes como gelatinas), pero ella estaba allí y era peor que nada, cualquier cosa era preferible a irse solo a su casa. Se le acercó y le preguntó su nombre. Vivian. Alguna vez había conocido a otra Vivian, pero era gordísima y con una boca capaz de zambullirse en lo más profundo de su ser. Sonrió al recordarla y sintió un cosquilleo en el vientre. Empezaron a conversar ante la mirada indiscreta de quien atendía la barra,el que de a ratos soltaba unas risitas hipócritas y confidentes. Ella le contó cosas de su vida, su trabajo, gustos, el motivo por el cual se encontraba en ese bar en donde casi todas las mujeres parecían desagradables y putas; le dijo que se sentía sola, perdida, vacía. El miraba sus ojos negros de animal herido, sus delgados y casi inexistentes labios, sus pechos, sus piernas y le importaban un carajo todos sus problemas. Luego sintió una sensación de vértigo y algo que le quemaba el estómago, el recuerdo de la gorda lo había afectado.
—Ya es hora —le dijo.
A eso de las tres de la mañana salieron del bar, ella de manera enérgica no paraba de hablar; hubiera querido ponerle un tapón en la boca. Fingía interesarse por todo cuanto ella decía, cuando realmente en lo único que pensaba era en esa quemazón que ahora recorría de arriba a abajo todo su cuerpo.La llevó a su casa, luego a su cuarto y ella se dejó llevar sin decir palabra. Fue algo rápido, con no más sobresaltos que los gritos de ella y los espasmos de él.
—¡Fue un buen polvo! —le dijo mintiendo, y ella asintió sin más.
Desde ese día regresó cada noche, y cada noche se repitió la misma escena. Le jodía su voz, su cuerpo, su vida, sin embargo siguieron juntos; le parecía vana, hueca, pero no podía estar sin ella. La esperaba desde que la veía partir en la mañana, la añoraba en el trabajo y al llegar a su casa en la tarde. No hacía más que pensar en su regreso y en su anoréxica y lastimera figura; no podía soportar su ausencia ni un par de horas. Y comenzó a desvariar entre un universo abstracto y otro real y el miedo al abandono, a quedarse solo y sin ella lo fueron torturando cada vez más.
Vivian llegó más tarde que nunca esa noche, y él había pensado que no regresaría. Cuando se abrió la puerta y la vió entrar,se puso a llorar desconsoladamente. Hicieron el amor como nunca antes lo habían hecho y se dió cuenta entonces de que la amaba, sin dudas amaba a esa mujer que conocía hacía tres meses.
En la madrugada se despertó sudando, los miedos volvían a él como herencia. Nadó en la oscuridad de su cerebro y esa necesidad de no ser abandonado lo obsesionaba, tambaleaba en un mar de dudas, sintió que iba a reventar, que le faltaba el aire,que se ahogaba y ya no pudo controlarse; tenía que retenerla para siempre…
Y ahora ella estaba ahí, sobre su cama, tan tranquila como siempre, era temprano todavía. Empezó a tirar los papeles y demás cachivaches que cubrían casi todo el suelo, barrió cada rincón de la casa. El sol entraba fuertemente por las ventanas llenándolo todo con su luz, y ella continuaba allí sobre la cama; se sintió feliz, la quemazón había pasado junto con esa sensación de desamparo y miedo…
—¡Desde hoy todo será diferente! —se dijo.
Mientras, el olor que salía del cuerpo de Vivian, empezaba a invadir con sus garras toda la casa.

Cecilia Di Cenzi. Naradora y poeta. Nació en Prov. de Bs. As. Es abogada y diseñadora. Reside en Capital Federal

viernes, 27 de febrero de 2009

El viaje (de: Ricardo Fabián Rosa)

Bajo del ómnibus. La terminal está irreconocible. Por supuesto que no es tan majestuosa e impersonal como las de las grandes ciudades, pero es moderna y funcional. Me resulta extraño ubicar un lugar semejante en mi pueblo.
Camino hacia la salida, arrastrando parsimoniosamente mi valija con rueditas, “otro elemento extraño en este pueblucho”, pienso. Recorro toda la plataforma, el hall y llego a una puerta de vidrio presidida por un cartel verde con letras blancas: salida. Al acercarme, la puerta se abre sola, dejándome ver la calle y los autos que transitan por ella. “Que gentiles, ni siquiera tengo que empujar el vidrio”, reflexiono; “tampoco tuve que decir ábrete sésamo”, sigo divagando; “o es la forma más sugerente de indicarme que ya llegué y que no hay vuelta atrás”.
Pongo un pie en la vereda y a pesar del calor del ambiente, siento un escalofrío recorrer mi espalda. Un muchacho me hace señas con la mano, mientras me abre la puerta del primer taxi de la fila. No le hago caso, camino hacia la esquina.
Decido seguir a pie hasta mi hotel, total está cerca y quiero volver a ver las viejas calles y la plaza y la peatonal.
¿Por qué vuelvo? O mejor dicho: ¿por qué me fui?
Me fui porque se fueron todos. Yo, uno de los últimos, pero al final me fui. Recuerdo haber sufrido mucho, no quería irme. Supongo que hubiera sido feliz aquí, trabajando en la fábrica o en el campo, o de mozo o vendedor en el pueblo, pero quedarse no estaba bien visto. Era de tontos o de fracasados. Había que irse. Como si fuera un legado de todas las generaciones. Irse a otro lado. A la ciudad, a cualquier parte, pero fuera de aquí.
De buena gana me hubiera quedado. A pesar que ya me había separado de mi mejores amigos. Funes fue el primero en dejarnos. Después lo siguió el mayor de los Viñas, después el Ruso Cohen, y así, uno a uno, me fueron dejando solo. Claro que yo tenía a Mercedes que era a todo lo que aspiraba, vivir con ella para siempre, pero una tarde, sentados en el banco de la plaza, con las manos entrelazadas, me dijo con ojos vidriosos: “yo también me voy”.
Entonces sí, ya no quedaba nada para mi en el pueblo, y yo también me fui.
Llegué a la ciudad, desterrado, apátrida. Con una dulce melancolía por el pueblo que dejé, pero también con rencor por no haber podido crecer en mi lugar, por haber abandonado mi sitio para ser uno más entre tantos otros.
En el pueblo yo era Romancito, el hijo tardío de Don Marcos y Doña Ana. Mis viejos ya eran mayores cuando llegué al mundo. “Es una bendición, un regalo del Señor”, repetía mi madre hasta el cansancio. Siempre me sentí querido, por mis padres y por mi gente. Pero aquí, en mi pueblo, se crece muy rápido. Y cuando dejé de ser Romancito para convertirme en Román, ya nada fue igual.
Ahora vuelvo. Sólo por el fin de semana largo. Mientras mis compañeros de oficina viajan a la costa o a sus casaquintas, yo me vine a este pueblito de mala muerte. “El sábado es la fiesta del geranio en mi pueblo”, les dije a modo de explicación.
Y aquí estoy. Otra vez en el pueblo. Ya no están los viejos, que se fueron para siempre, ni los amigos que quién sabe dónde estarán, ni Mecha, ni nadie que yo conozca. Igual aquí voy, cruzando nuevamente la plaza. La recuerdo más grande y con más verde. Ya no está la calesita, el bebedero está roto, los juegos están cercados por rejas. Qué distinto está todo.
Quiero llegar rápido a mi hotel, darme una ducha, dormir una horita, y después irme a la peatonal a disfrutar de la fiesta del geranio.
La fiesta del geranio. Nunca me gustó cuando era parte de este pueblo y ahora que soy un desconocido vengo a verla. Durante ésta época, en mis tiempos, el pueblo se convulsionaba. Hoy, ahora, parece un día más.
Recuerdo cuando a Mecha la eligieron reina del geranio. ¡Qué orgullo! Ese día todos los de la barra quedamos prendados de ella. Sin embargo me eligió a mi. Pero duró poco. Al poco tiempo empezó el éxodo, y ella también se fue.
Qué distinto está todo. ¡Hasta hay semáforos en la Avenida!
Ya no parece mi pueblo, todo está tan cambiado que cuesta reconocerlo.
Quiero llegar pronto al hotel, éste paseo me está haciendo mal. No sé qué vine a buscar —no voy a mentirme con que realmente vine a la fiesta—, pero seguro que aquí no lo voy a encontrar.
Ya estoy cerca, doblando la esquina, son dos cuadras y llego. Aunque si camino para el lado del río, paso por la puerta de mi vieja casa. ¿Qué hago? ¿Por qué me martirizo?
Es sólo curiosidad, quiero ver mi casa.
Está distinta. Le agregaron al jardín un toldo de lona que queda horrible, la pintaron de amarillo, construyeron otra planta. Y bueno, todo cambia. ¿Y allá enfrente? ¿Ese baldío? Ahí vivía Mercedes. Parece como en el tango: “nada, nada queda en tu casa natal, solo telarañas...”. ¿Eh? ¿Quién me toca el hombro?
—¿Román?
—¿Mecha? —no lo puedo creer.
La miro a los ojos. Los tiene húmedos, como aquella vez en la plaza. Le tiembla la mandíbula, me sonríe. Me toma las manos. Me observa de arriba a abajo. Está emocionada.
—¿Cómo estás, tanto tiempo? —pregunto.
—No tan bien como vos —responde.
La veo flaca, tal vez demasiado flaca. Tiene arrugas. Se nota que pasó el tiempo. Está distinta, ella también está distinta.
—¡Qué alegría Román! ¿Viniste a la fiesta?
—Claro, no podía faltar —agregué.
La miro. Me mira. Sonríe. Intento sonreír también. Ni una palabra. Sólo miradas.
Por fin ella habla:
—¿Nos vemos ésta noche en la peatonal?
—Seguro —le digo.
—Chau —se despide.
—Chau —me despido.
Ni una mención al pasado. Ni un comentario. Ni un recuerdo. A ella que fue la reina de la fiesta. No se lo recordé. ¿Fui descortés? ¿O tuve piedad?
Ahora si, me voy para mi hotel.
Estoy muy cansado. Confundido. Abrumado.
Entro a la recepción. El conserje me da las llaves. Subo un piso por la escalera hasta mi habitación. Un botones de unos quince años me lleva la valija. Le doy dos pesos. Cierro la puerta. Otra vez solo.
Voy hacia el baño, abro la ducha. El agua cae fuerte, me meto debajo. Giro la canilla de la fría para regular la temperatura.
Ahora me afeito. Mojo mi cara y antes de esparcirme la crema por ella, me miro al espejo.
Me veo por primera vez como nunca antes me vi.
¿Realmente soy yo?
Me sigo mirando en el espejo. También han pasado los años para mi.
Termino de arreglarme. Abro la valija y saco ropa limpia. Me visto rápido. Si me apuro en llegar a la terminal, tal vez pueda cambiar los pasajes y volverme esta misma noche.
Creo que voy a aprovechar el fin de semana para adelantar trabajo en la oficina.


*Ricardo Fabián Rosa. Narrador. Nació en Buenos Aires.
Es contador público nacional. Vive en Parque Chas (Bs.As.)
Libro publicado: Pandemónium (cuentos). 2004

domingo, 22 de febrero de 2009

Ese día estuvimos todos (por Rodrigo Gaite)

La semana anterior, mientras acomodaba unos apuntes sobre el mantel de hule en la mesa de la cocina, le prometió a Clarita que la plata del préstamo la iba a emplear en la refacción de la casa. O parte de la refacción, porque para todo no iba a alcanzar. En el baño iba a cambiar los azulejos y los artefactos, pero lo más probable era que la cocina quedara para más adelante. Pero por lo menos hasta que se casaran podría quedarse tranquilo a arreglar la vivienda de sus padres, sobre todo la habitación matrimonial, que comenzarían a utilizar cuando regresaran de la luna de miel. Tenía que rasquetear las paredes y darle unas manos de pintura, reparar el placard y engrasar las bisagras de las puertas.
Y como iba a haber polvo por todas partes, le pidió que esperara para llevar el Wincofon y los discos de vinilo de rock nacional, encima ella tan cuidadosa que a los de Almendra y Pescado Rabioso sólo faltaba que los pusiera dentro de una caja de cristal.
La conocía de toda la vida, porque vivían en el mismo barrio. Pero recién en un asalto que hicieron sus compañeras de 5º comercial, se animó a encararla. Desde entonces comenzaron un noviazgo que fue afianzándose cada vez más hasta que llegó la propuesta que a ella casi la deja muda: el casamiento.
Cuando llegó al bar se acordó que al otro día debía llevar la seña por el juego de muebles del comedor.
Hacía rato que el Ford Falcon estaba estacionado sobre la calle Gavilán; pero Manuel no lo vio. De haberlo visto tampoco le hubiese llamado la atención. Desde que veía camiones del ejército apostados en las esquinas parando a los colectivos y haciendo una minuciosa requiso de los pasajeros, ya nada le llamaba la atención.
Desde que había comenzado a trabajar en la empresa nunca le manifestaron nada por su aspecto personal, pero hacía unos días que le habían "sugerido" que se cortara el pelo , para que sus cabellos castaños luciesen lo más prolijo posible.
Le pidió al mozo lo mismo que todos los días. Se le vinieron a la mente las palabras que no se atrevió a decirle a la madre cuando la encontró en el patio regando los malvones y hablando con los canarios: "Tengo el presentimiento de que hoy va a pasar algo importante". Pero para qué. No fuera que, con la situación que se estaba viviendo, la vieja pensara cualquier cosa y se hiciera mala sangre.
De hecho no era un día cualquiera, cientos de cordobeses habían llegado al barrio porteño de la Paternal para ver a su amado Talleres, ese Talleres fino y exquisito de Valencia, Ludueña, Galván, Bravo y Bocanelli.
Manuel, acodado en la superficie de madera y con los dedos de la mano entrecruzados, los veía pasar caminando a través del ventanal. Siempre tardaba bastante el gallego para traer un simple café con leche y tres medias lunas. Igual tenía tiempo para entrar a la cancha para ver a su querido Argentinos Juniors, y de paso ver si ese pibe al que vio jugar un par de partidos en la tercera podía soportar la presión y las patadas en primera división. También lo había visto tiempo atrás en el programa de Pipo Mancera haciendo malabares con la pelota, cuando su primo Rafael invitó a toda la familia para mostrarle el nuevo televisor blanco y negro que había comprado y costado un ojo de la cara. Pero lo que más le llamó la atención fue la estampa y la personalidad de ese pibe al que ahora le faltaban diez días para cumplir los dieciséis años.
Como en su casa el fútbol importaba poco y nada, no se sintió presionado para ser de determinado equipo. Le gustaba Independiente, porque le atraía la camiseta roja. Pero quizá sí haya tenido influencia eso de querer ser distinto, de pensar de otra manera, porque de Boca, de River y hasta de Independiente eran todos. Entonces no dudó en hacerse hincha de otro que también tenía la divisa roja y el nombre que ya lo hacía sentir orgulloso: Argentinos. Claro que para eso también debía soportar el mote de equipo chico y los sinsabores de magras campañas.
Alguna vez lloró por su cuadro, era chico pero recordaba bien que había sido allá en el sesenta. Hicieron una brillante campaña, pero perdieron tres a uno con Lanús, en La Paternal. Con esa derrota terminaron segundo, a dos puntos del campeón, Independiente. Pero nunca en su vida había llorado con tanta angustia y dolor, como dos años antes, cuando aquel 1º de julio falleció el General. Igual se puso contento cuando en el 73 los diablos rojos vencieron a Juventus con el gol antológico de Bochini.
Durante su adolescencia se enteró que los fundadores de Argentinos eran de ideas socialistas y que por eso no era un club sino una asociación atlética y de ahí el color rojo de las casacas. Cuando no lo iba a ver de visitante, le gustaba escuchar al gordo José María, en la Oral deportiva. Muñoz. Porque de tanto en tanto interrumpían la transmisión para informar desde las otras canchas y así se enteraba de la suerte de su equipo. Por eso el bichito colorado era algo especial en su vida, era una alegría ir a la cancha. Pero desde aquel 24 de marzo lo que menos tenía el pueblo era alegría.
Se le escapó una sonrisa irónica con eso de "Proceso de reorganización nacional". Hacía poco que había estado con otros compañeros en La Plata, reclamando por el boleto estudiantil cuando sucedió lo que más tarde se conocería como "La noche de los lápices".
Linda manera de reorganizar el país, a palazo limpio, pensó.
Cuando salió del bar, se dirigió rápidamente al estadio y se ubicó en la colmada platea que daba espaldas a Boyacá. El campo de juego estaba en muy malas condiciones y no daba pie con bola Argentinos cuando empezó el partido, y como era de suponer, a mediados del primer tiempo, Talleres se puso en ventaja con gol de Ludueña. Cuando terminó la primera etapa, todos se preguntaban por el pibe que estaba sentado en el banco de suplentes.
En el entretiempo, Manuel desvió sus pensamientos hacia otras cuestiones. Pensó en sus viejos y sus hermanos, en el sueño de compartir con Clarita toda la vida, en el sueño de que sus hijos crecieran en un país mejor, sin miedos, sin ataduras, con la libertad de expresarse y de elegir, en un país sin tantas desigualdades sociales. Maldijo la hora de haberse metido en la facultad, estaba jodida la mano en Filosofía y Letras. Maldijo la hora de pensar distinto.
Ese zurdito que la descosía en los potreros de Villa Fiorito y se preparaba para ingresar en el segundo tiempo, lo hizo volver a la realidad, La melena enrulada, la camiseta roja con la banda blanca cruzada en diagonal, el número 16 en la espalda y los botines Adidas, era el centro de atención de todos los presentes. Era el mismo que Manuel había visto llegar a la cancha vestido con camisa blanca y pantalón de corderoy turquesa con botamangas —se había preguntado si el pibe no tendría calor con la temperatura que hacía—.
Años después el pibe contaría casi con gracia que ese pantalón era el único que tenía.
El árbitro Maino autorizó el cambio que todos esperaban que hiciera el técnico Montes por Giacobetti, y Manuel se acordó de sus presentimientos: "Va a pasar algo importante".
El nunca le podría contar a nadie que en la primera jugada el pibe recibió el balón a espaldas de su marcador, se dio vuelta al tiempo que hacía pasar la pelota pintier por entre medio de las piernas del número ocho, Cabrera, y mientras bajaban los aplausos de las tribunas, sin saber muy bien por qué, Manuel tuvo la sensación que comenzaba a escribirse una nueva historia y que a partir de ese instante muchas cosas iban a suceder..
Para la historia quedará que Talleres se llevó la victoria por la mínima diferencia. Para los archivos también quedará que esa no fue una tarde más.
Al salir de la cancha no tuvo mucho tiempo para pensar lo que había presenciado. A pocos metros de la parada de colectivos los cuatros tripulantes del Ford Falcon se bajaron y lo increparon al tiempo que le pedían documentos. Eran todos iguales, peinados a la gomina, con camperas de cuero y lentes oscuros. El que tenía cierto aire de jefe le inmovilizó los brazos y lo metió a los empujones en el asiento trasero del auto, que aceleró bruscamente. Sus ojos marrones se vieron por última vez con un brillo de resignación y desconsuelo. Nunca más se supo de él. Por supuesto, nadie vio nada.
En ese momento, en un rincón oculto del deteriorado vestuario, el pibe estaba sentado en un banco de madera, cubierto con una toalla, contestando las preguntas de algunos cronistas.
Lástima que Manuel y miles de compatriotas más no podrán contar jamás la historia que comenzaba a escribirse aquel caluroso miércoles del 20 octubre de 1976.

Rodrigo Gaite. Escritor y poeta. Nació en Buenos Aires. Es
Maestro mayor de obras. Vive en Ciudad Evita (Prov. de Bs. As.)