martes, 28 de abril de 2009

Evocaciones // Poemas de Inés Bianchi

Poema I

Juega en el patio
y su risa desgrana
los pámpanos del parral
desaparece en el jardín
rozando mis manos
verde y limón
el vestido claro se confunde
con el sol del mediodía
pero cae la tarde
la casa se serena
y entonces
todo se vuelve tan viejo.


Poema II

somos manos que esperan
la caricia naranja
de los muérdagos en flor
su perfume de lámparas
bajo una sombra salpicada de luces
cómo duele si el arte
de sus dedos minuciosos
bajo un tejido azul
se enredan en un fondo
de hojas caídas.


Poema III

abro mi vestido
el sol entra por la piel
sobre mi frente
caen gotas sueltas.


Poema IV

lluvia indiferente
telón deshilachado
llueve sobre el pasto
se prende en los cercos
de las ramas sin consuelo
abro la boca y bebo mi sed.
Poema V
querés llevarme a un mundo
aséptico y frío pero
yo amo las penumbras cómplices
donde el verde se esconde
en las ramas
y cantan los pájaros sin saber
que mi mundo es silencio
porque no sé cantar
y nunca sabré.

Inés Bianchi. Poeta y narradora argentina. Nació en Adrogué
(Prov.de Bs.As.). Sus poemas han sido publicados en libros
y revistas en Argentina y España. Reside en Capital Federal

miércoles, 22 de abril de 2009

Grace (Por Viviana Kurmeyer)

Era pleno invierno, el viento helado y la baja temperatura había deshabitado las calles, la gente buscaba en sus casas ese calor de hogar que atempera el cuerpo y reconforta el alma.
Si no fuera porque Nicolás escuchó en el noticiero las condiciones climáticas, hubiera jurado que era una noche primaveral. La cena estaba servida, se sentó a la mesa y se puso a charlar de bueyes perdidos con su amigo Julián; el país, el paro del campo, la suba de precios, la inseguridad, el fútbol, en todos estos temas los dos se explayaban ampliamente. La realidad era que a ambos nada les interesaba mucho, sólo se trataba de una competencia a ver cual de los dos estaba mejor informado. Mientras mantenían la supuesta amena conversación Nicolás echó un vistazo a su alrededor, y ahí estaba ella, Grace, con porte y nombre de princesa, parecía acariciar los cubiertos con perfectos movimientos genéticamente adquiridos. Inclinó la silla hacia atrás para poder ver el perfil de esa diosa encantadora, una espalda perfecta seductora caía recta hasta el sacro donde hacía una curva vigorosa advirtiendo el inicio de unas nalgas blancas y excitantes. Vuelve a mirar su rostro y choca con esos ojos que siempre le recordaron el mar Caribe, no sólo por el color sino también por la fuerza de la mirada, e inmediatamente se da cuenta que Grace lo observaba. Se avergonzó como un niño, bajó la cabeza y dijo:
—¡Sí, sí esto del ministro fue una barbaridad!
—¡Nico te estoy hablando del gol que le hicimos a Boca! —le reprochó Julián.
—¡Perdón, sabes que a veces vuelo! —y ni se le ocurrió volver a mirarla.
Cuando terminó de cenar, se sentó en el sillón a ver televisión. Haciendo zaping comenzó a dormitarse y fue a su cuarto. Se desvistió, se puso el piyama y se acostó. Estaba inquieto, excitado, se sentía envuelto en un calor distinto; su sexo intentaba emerger de entre sus piernas. Escuchó ruidos en la habitación de al lado, se asomó al pasillo, no había moros en la costa, vio la puerta provocadoramente entreabierta se acercó, y observó como su diosa se sacaba lentamente la ropa; no pudo controlarse más y entró. Ella no se sorprendió ni se cubrió; lo esperaba blanca, inmaculada, etérea, de pie, con la cabeza en alto como una diosa tallada en mármol. Nicolás se sacó la ropa y la abrazó, Grace estaba encendida. Sus sexos exultantes se enarbolaban en sus cuerpos demostrándoles que estaban vivos, su libido se aferraba a ese instante de éxtasis. De repente un ruido en el pasillo destruyó la magia, Nico agarró su ropa y corrió a su cuarto, ella se puso el camisón y se acostó
En el geriátrico no era bien visto que los abuelos se visitaran por las noches.

Viviana Kurmeyer. Escritora y poeta. Nació en Buenos Aires. Es instrumentista quirúrgica. Reside en Capital Federal.

lunes, 20 de abril de 2009

Regreso al pueblo (Por Emilia Lopo)

Comenzó a recorrer las calles del pueblo. Tantos años hacía que se había ido, que aquellas imágenes no parecían formar parte de su vida. Cargaba en sus espaldas una pesada mochila y se sentía solo. Respiró el olor de su infancia y una dulce melancolía lo envolvió.
Notó algunos cambios, casas nuevas, calles asfaltadas; pero esencialmente seguía siendo el mismo tranquilo y polvoriento pueblo, ajeno a la problemática del mundo. Era mediodía y los olores recorrieron velozmente el enmarañado laberinto de la memoria y los recuerdos aparecieron, uno tras otro, frescos y actuales. La vuelta de la escuela, el guardapolvo arrugado, las medias caídas, el portafolio que volaba por encima de las cabezas y caía siempre en el mismo rincón, el apetito pantagruélico, las manos limpias, las rodillas sucias.
Se detuvo frente a la casa de doña Otilia. Estaba igual, los rosales en la entrada y la dama de noche trepando por el balcón, donde los malvones se asomaban, erguidos como centinelas, mudos protagonistas del remanso de la siesta. Ahora había una casa al lado, donde antes estaba el potrero. Se preguntó dónde estarían aquellos pibes del equipo del barrio de las ranas, camisetas descoloridas y alpargatas deshilachadas, cuando las zapatillas eran un lujo y el mate cocido con pan un manjar.
Qué sencillo era todo entonces. Ahora el mundo se derrumbaba en una crisis financiera y moral, y él era un hombre con responsabilidades que había llegado al centro del laberinto y su deber era encontrar el camino correcto, mientras un coro de cipayos obsecuentes le daban indicaciones falsas, al tiempo que le lamían los pies.
Seguía parado allí, paralizado en el grito de un gol de media cancha, cuando la puerta de la casa se abrió y la vio salir a doña Otilia, con su batón floreado atado a la cintura, las caderas anchas y los ojos achicados tratando de adivinar quién era. Sonrió como un perro que reconoce a su amo, se arregló el pelo con las manos y caminó hacia él, y con la simple sabiduría de una tarde de verano, le dijo:
¡Ramoncito! Yo sabía que ibas a volver algún día, te veo siempre en la televisión, eso de ser Presidente te tiene muy preocupado, lo leo en tus ojos y en las canas de tu cabeza. Venga m´hijo tómese unos mates y cómase unos buñuelitos, que seguramente en la Casa Rosada no se los hacen.
Desanduvo los senderos y volvió a las autopistas, a ocupar su lugar, habiendo dejado parte de su mochila sobre el mantel de hule enharinado, a la sombra del parral de la casa de doña Otilia.

Emilia Lopo. Narradora y poeta. Nació en Florida (Bs. As.). Es profesora de italiano. Reside en Munro, Prov. de Buenos Aires.

lunes, 13 de abril de 2009

Presencia (Por Pablo Recalde Burón)

Yo sabia que estaba ahí, lo sentía, lo presentía, a veces hasta lo escuchaba. Pero como toda cosa que no es de Dios, jamás podía verlo. Qué más daba, extraña pretensión la mía, como si no bastara con que se me pusiera la piel de gallina de sólo saber que estaba ahí, de saberme observado, invadido.
Me resultaba imposible no trasnocharme, como suele ser habitual en la edad del mal de amores y pesares casi absurdos; que vistos a la distancia, perecen intrascendentes, pero que en ese entonces no dejaban vivir.
Me acostumbré a él, nos acostumbramos, los dos, a la presencia del otro. Quien podría decir quién era el invasor en ese pequeño living de departamento, con olor a cigarrillo y lleno de envoltorios de hamburguesas.
Podría creerse que tantas noches en vela me estaban haciendo mal, tanto como para sentir y escuchar cosas que no estaban ahí. Al punto era lo mismo, yo lo sentía, lo sabía en el cuarto conmigo.
Aquella noche, como para no ir contra la rutina, cambiaba de canal casi sin ver la programación, de forma casi instintiva, cambiaba canales. Lo escuche en la puerta de la cocina, apoyando lo que suponía era su mano, o alguna extremidad o vaya a saber uno qué. Estaba ahí.
Era mas incomodo que atemorizante en ese entonces en el que ya le podría haber puesto un nombre. Se había convertido en un confidente mudo, el sueño de cualquiera al que le resultara imposible no vomitar sus secretos al primero que le demostrara algo de confianza, o a quien también le vomitara los suyos.
—Vení, hacéte amigo —le dije, como insinuando que su presencia ya me resultaba intrascendente; cuando en realidad era su silencio lo que me incomodaba, o el saberlo siempre ahí, a espaldas mías, sin hacer otra cosa mas que ruiditos para delatarse.
Mientras decía esto, cambiaba de canal el televisor. Cuando detuve el zapping, en un canal de cine europeo, de esos que tiene el cable y que solo miran los jubilados nostálgicos o algún que otro personaje que solo recuerda el nombre de la película y el director, para poder lucirse en charlas con amigos de su padre.
Dos niños copaban el plano en blanco y negro. Uno le devolvía una pelota improvisada con trapos al otro, mientras le preguntaba en italiano:
—¿Somos amigos?
En un milisegundo, mi cabeza procesó todo de un plumazo, y no me pregunten ni cómo, ni por qué. Una corriente fría me recorrió la columna, de solo imaginar lo que imaginaba.
—Si —dije, y espere…
Volví a cambiar el canal, como para confirmar tan aterrorizante sospecha.
—¿Sólo me considerás eso, un amigo?
Le decía un lloroso joven a una muchacha que lo desdeñaba en una seria norteamericana. Mi cabeza quería seguir creyendo que solo se trataba de mi imaginación, del desvelo, o de una embarazosa y nada agradable coincidencia.
—Decíme vos, qué te puedo considerar entonces -dije tratando de disimular el tartamudeo. Y volví a cambiar de canal.
—Soy una mujer, la mujer que siempre has esperado, con la que sueñas, esa soy yo —gritaba una actriz en una trillada telenovela venezolana.
Esto es demasiado, pensé, mejor me voy a dormir, esto de trasnocharme empieza a afectarme. Nuevamente cambie de canal casi sin darme cuenta, al tiempo que me levantaba del sillón.
—No te des vuelta —le decía un matón al protagonista de un western.
Flexioné mis brazos muy despacio, hasta reposar mi cuerpo nuevamente en el sillón.
A esa altura, la situación empezaba a asustarme de manera considerable. Qué más podía hacer sino continuar con tan extraña conversación, o lo que yo suponía lo era.
—¿Así que sos una mujer? —pregunté, y cambié nuevamente de canal.
—Sí, como lo oyes —me respondió el televisor.
Tanteé la silla que estaba a un costado, y mi mano temblando buscó los cigarrillos. Encendí uno que se desvaneció de dos pitadas.

Pablo Recalde Burón. Cuentista y poeta. Hijo del Doctor Pablo Recalde Vera, odontólogo de la comunicad Wichis de El Potrillo (Prov. de Formosa). Estudia en la la universidad de Corrientes.

miércoles, 8 de abril de 2009

Testigo en clave (por Celeste Ambrosi)

“El perro sabe más que mover la cola y sacar la lengua”, fue lo último que dijo antes de morir. No fue una muerte natural, fue algo raro, porque si bien su respiración se apagó lentamente, no lo hizo su corazón, porque pese a que no tenía pulsos vitales, sí tenía palpitaciones, vos le veías el corazón que le saltaba por el seno izquierdo. De todos modos, ya estaba muerta, y no era nada de muerte cerebral o eso de andar muriéndose por cuotas. Algo así como las gallinas, como cuando les cortás el cogote y siguen turulequeando un tiempo. Así y todo, tampoco era como las gallinas. Estaba muerta, sin vida, pero el bombeador seguía trabajando y parecía querer hablar después del asunto del perro, porque con cada golpe formaba una letra que con otras letras, conformaban una palabra, pero no le entendí demasiado, la pobre tenía mala letra desde el jardín y su corazón reproducía la misma mierda de dactilografía.
Yo la encontré recostada sobre la almohada, en realidad, abrazada a la almohada, como si fuera el amante. Hasta que cuando me vio se dejó caer al suelo, rodó unos metros, se topó con el placard y se le cayeron encima un par de corbatas. Qué raro, pensé, la Estela nunca usaba corbatas, que era media rara, lo era en serio, pero no tanto como para usar o coleccionar corbatas. La cuestión, es que con las corbatas cayó una boleta con el detalle de la compra, no figuraban los datos del comprador, sólo un par de iniciales. Así son los tiempos actuales, no importan los datos sino la plata. El resto se rellena con letras y a otra cosa mariposa.
Entonces, la pobre parecía una roca maciza, apenas la toqué para darle una mano, la tiré un poco más lejos, daba asco ese fiambril. Sin embargo, la Estela era la Estela. Tomé coraje y con el pie la di vuelta boca arriba. Me miró fijo a los ojos, dijo lo del perro, le salía una baranda putrefacta. Me acerqué a ver qué cuernos había comido y bue, mejor no seguir dando detalles de esa escena espantosa.
Fui a la cocina, observé las cacerolas, el tacho de basura. Al parecer había hecho puchero, un pedazo de osobuco flotaba en una olla. Y sin ninguna duda, se encontraría con alguien en la pensión, porque en la mesita del comedor estaba todo listo, con vela de cebo barata incluida. Estaba encendida, ya casi por consumirse completamente, así que la pobre estaría desde temprano cavando su propia tumba. Para colmo, la Estela no tenía teléfono, ni celular, ni tampoco agenda, donde por lo menos dejara asentados sus movimientos. Y era obvio que tenía cita con alguien conocido, no había ningún elemento violentado.
En la pileta, estaban los dos juegos de platos y cubiertos, por lo visto llegaron a comer los dos. El postre quedó en la heladera, era gelatina con trocitos de manzana verde, probé un poco, no iba a quedarme con la duda. También, alguno de los dos llegó a ir al baño, eso me di cuenta porque no andaba la cadena, y la tapa, como el apoya culo, estaban levantados. Eso me dio a pensar que el que fue al baño no fue Estela, aunque enseguida se me vino a la mente el temita de la Estela, ese que todos sabemos. Tiré la cadena y para sorpresa, ya había agua, motivo que me hizo seguir buscando pistas.
La Estela, al momento en que abrazaba la almohada, lucía un vestidito negro al cuerpo que marcaba demasiado sus atributos naturales. Al parecer, se probó uno rojo y otro azul que dejó tirados debajo de la cama, aunque tal vez haya usado los tres, sacándose primero uno, después otro, hasta quedarse con el negro. Me pareció que era el mío, uno que me había desaparecido un par de meses atrás. Dudé, creí que el mío era más angosto de cintura, porque la Estela tenía cintura de pollo. De todos modos, podría no ser por la sencilla razón de que la Estela no era de agarrar cosas sin pedir permiso.
Miré con detenimiento las corbatas, eran todas de la gama del violeta, color que la Estela detestaba porque le recordaba el olor a muerte. Eran todas de calidad, tal vez traídas de Italia por las etiquetas. O la mejor de Francia. Plata no faltaba, tampoco joyas. Todo estaba ordenado y extremadamente limpio.
Cuando llegué a la mesita de luz, algo empezó a hacerme ruido en la cabeza. La Estela era fanática de la cocina de Blanca Cotta. Receta que salía, receta que ponía en práctica. Tomé el recorte de la revista Viva y oh casualidad. El puchero de la olla, era el que figuraba en la receta. Volví a la cocina y saqué todos los restos del basurero. Observé los ingredientes utilizados porque seguían en la mesada. No faltaba nada, ni siquiera la gelatina sin sabor, de ahí que el puchero fuera espeso. La Estela no mezquinaba en absoluto. Pero algo no andaba bien, ese mal aliento que tenía, justo ella, que era tan coqueta. Y cuando estaba por abrir la heladera, me percaté de que a la receta le faltaba el secreto, ese secretito de la abuela que da Blanca Cotta. Estaba cortado prolijamente, a lo mejor con una regla. Volví al dormitorio, miré cautelosamente y no encontré nada comprometedor que me llevara al secreto.
Quedé unos minutos en silencio, sentada sobre el borde de la cama, con Estela enfrente, tirada en el suelo. Miré con recaudo el piso, no había rastros de pisadas, estaba todo reluciente, como a la Estela le gustaba. Con cera y bien lustrado. Los patines estaban al lado de la cama, hasta en última hora la Estela había sido cuidadosa.
Mientras yo buscaba de un lado para otro alguna explicación, el perro movía la cola, sacaba la lengua, sin ningún sobresalto. Estela tenía razón, el perro sabía más que mover la cola y sacar la lengua. Como era de contextura pequeña —casi entraba en la palma de una mano—, lo tomé del lomo, le di una caricia en la cabeza y lo metí en mi cartera. Me di una vuelta por la habitación, la Estela seguía en el piso boca arriba, algo parecía salirle de la boca, no ya el corazón por los senos siliconados. Entonces agarré y se la cerré, como hacen en los velatorios. Pobre Estela, pensar que nadie vio ni sabe nada. Que en paz descanse y Dios la tenga en la gloria. Era tan buena…

Celeste Ambrosi. Es narradora y poeta. Estudia
antropología en la UBA.Vive en Buezaco(Prov. B.A.)

sábado, 4 de abril de 2009

Comunidad de llaves (Por Susana Ragatke)

Fueron a dormir un largo sueño, todas juntas, dentro de una bolsa de Coto, de cuando eran resistentes; en un rincón del antiguo armario.
En uno de esos días de rememorar el pasado, Don Jerónimo abrió el mueble con intención de sacar a la luz algunos adornos. Natalia, su nieta, aficionada a las antigüedades, se lo venía reclamando.
Mientras retiraba, con todo cuidado, dos jarrones de porcelana decorados con damas antiguas, bordes dorados y una bombonera de cristal tallado, que estaban en el fondo del estante, sus movimientos tocaron la bolsa de Coto, y los sonidos metálicos revelaron su contenido, ya olvidado por el dueño de casa.
El movimiento, con pequeños choques y sutiles roces, despertó a las llaves. No a todas al unísono, estaban las de despertar pronto aunque sorprendido, las remolonas, las que siguieron en su profundo sueño, las que se sacudieron con enojo.
Rayitos de luz entraban por el nudo imperfecto de la bolsa y dos pequeños agujeritos logrados seguramente por alguna llave puntiaguda y rebelde, al ser envasadas. Esta luminosidad les permitió comenzar a reconocer el espacio y a mirarse entre ellas.
Llave 1 (trabex de bronce)
—Hola ¿me escuchás? ¿Hace mucho que estamos durmiendo?
Llave 2 (su compañera de llavero, la yale)
—Me parece que más que dormidas estamos hibernadas. Siento muchísimo frío.
Llave 3 (pequeña llavecita plana de metal blanco).
—Hace mucho, mucho —dijo agitándose, reclamando que la escuchen: —El último trabajo, abriendo y cerrando el maletín varias veces por día, fue en un viaje en el que Jerónimo y Ana festejaron cuarenta años de casados. Volvieron a San Clemente, donde iban de vacaciones cuando los hijos eran pequeños. Ellos siempre tan nostalgiosos. Como no se desprendían del maletín en ningún momento, y hubo mucho viento, sufrí las consecuencias de la arenilla que penetró en la cerradura, como en todo otro resquicio, y me dejaron cicatrices. Fue en mayo del dos mil seis. Después no sé. ¿Alguien sabe en qué fecha estamos?
Llave 4 (antigua):
—Me di cuenta que el ropero de estilo francés, cuyas tres puertas yo custodiaba celosamente era vaciado de los elegantes vestidos y abrigos de Doña Ana, y algunos días después lo sacaron de la casa. Me parece que Don Jerónimo me conservó como un recuerdo pequeño pero muy simbólico.
—Ella había muerto en el mismo dormitorio, mientras dormía. Yo pude ver la dramática escena. Al despertar con las primeras luces del amanecer, ella no respondió al clásico ¡Hola vieja, un buen día más! No hubo respuesta y su cuerpo ya estaba frío, casi como llegamos a estar nosotras. —A este relato le siguió un pesaroso y prolongado silencio.
Al rato, se fueron acercando otras llaves, aportando sus impresiones y recuerdos.
Llave 5
-Te acordás —dirigiéndose a su vecina de llavero, cuando Don Jerónimo, al llegar de la calle, dejaba el llavero en cualquier lugar, displicentemente, y horas después le reclamaba a Ana que lo ayude a encontrarlas. Ella le reprochaba su distracción, refunfuñando, pero una y otra vez lo sacaba del paso.
Llave 6:
—Yo les puedo contar que nosotras quedamos con el recuerdo de cuando despidieron a Ramona, la que los ayudaba en la limpieza, porque desapareció el medallón y los aros de oro y brillantitos guardados en un estuche de terciopelo bordó. Era la herencia de la abuela tana, destinada a Natalia, cuando llegara a la mayoría de edad. Fue una pérdida desgarrante. Ana lloró por el legado y por la rabia de la confianza perdida. Cambiaron todas las cerraduras de la casa, pero nosotras aquí estamos-.
Llave7:
—Yo fui la primera llave colgando de un cordón llevado en el cuello por Pedro, el padre de Natalia. Era el rito de iniciación, le dieron la llave de la casa, una de sus primeras experiencias de autonomía, a los diez años. ¡Saben como me sacudía mostrándole a sus amigos que ya tenía la llave! Trataba de provocar la competencia entre los primeros y los atrasados en este logro. El fue de los ganadores.
Afortunadamente las puertas del armario quedaron entornadas, seguía entrando algo de luz. Don Jerónimo, de vez en cuando, volvía a abrirlo pasando revista a los objetos guardados. Percibió que la bolsa de las llaves tenía sutiles movimientos reptantes. Sospechó algún roedor o insectos. Hombre no aprensivo para estas cosas, vació la bolsa en un fuentón del patio. Sólo encontró las llaves, sueltas unas, en llaveros o cordones otras. Respetuosamente las volvió a su envase y lugar original.
Como los ratones en su cabeza, ellas también saltan, bailan, a veces se asustan, otras se aquietan.
Recuerdos que alegran, recuerdos que duelen. Vuelven al silencio y retorna la calma.

Susana Ragatke. Nació en Entre Ríos. Es escritora y poeta. De profesión médica psiquiátra. Reside en la Ciudad de Buenos Aires.