jueves, 26 de diciembre de 2013

REGRESO DE SANTIAGO AL PAÍS (Cuento de Martín Arnold)

Quién sabe si Santiago se puso a pensar, en el reducto oscuro de su celda, quién sabe si alguna vez meditó en las largas noches de cavilaciones a las que dedicaba horas enteras tendido sobre su cama —noches que luego atestiguaron los centinelas nocturnos—, sobre el motivo que lo había conducido a él, precisamente a él y no a otra persona, a terminar sus días en un calabozo dolorosamente frígido, abominablemente hediondo de humedad y melancólicamente alejado de la luz del sol, antro funesto en que los últimos vestigios de la vida eran ratas y cucarachas. Quién sabe si quedó, en los casi veinte años de —¿vida?— que aquel hombre transcurrió allí dentro, una mísera gota de cordura o lucidez que hiciera preguntárselo. Lo cierto es que, cuando dormía —porque a veces lo hacía, generalmente como cierre de sus noches consagradas a la reflexión y al pensamiento— volvía a tener el mismo sueño recurrente que lo atormentaba, o mejor dicho, lo consolaba, porque a pesar de inquietarlo al punto de quitarle el sueño —y es cuando tenían lugar las noches interminables— no podía dejar de disfrutarlo y hasta de esperar con ansias a que sus ojos cayeran, ansiedad que más lo desvelaba pero que a la vez más lo preparaba para el goce, como ocurre cuando uno tiene lejos al ser amado, pero sabe que sólo faltan unas semanas para reencontrarse, la espera es tan dulce y tan insoportable como el mismo reencuentro.
Porque el sueño no sólo era agradable, sino que significaba para él una escapatoria de ese submundo sórdido y falto de esperanzas, mundo en el que su vida era una cuenta regresiva tan esperada por él como por los centinelas. En ese sueño, soñaba que despertaba, pero ya no sobre el frío piso de la celda, sino sobre un cálido y mullido pasto, rodeado de inmensos árboles desde los cuales oía trinar a los jilgueros. Nunca se había animado a ir más allá de aquel claro, tal vez porque estaba más que cómodo, o quizá por un miedo inconsciente a despertar, si es que acaso se movía. Pero como siempre puede más la curiosidad en el hombre —hasta en los seres más apáticos— y tal como lo había resuelto la noche anterior, en esa oportunidad se levantaría e intentaría recorrer el bosque, como un señor que debe conocer sus dominios.
Se escurrió sigilosamente por entre el follaje, como una fiera en busca de su presa, hambrienta y a sabiendas de que su futuro dependería del éxito de su caza. A orillas de un arroyuelo halló de espaldas a un león y se sobresaltó del miedo. Aun ahogando su grito y sin hacer ningún ruido que cualquier mortal pudiera oír, el animal meneo la cola y casi instintivamente se dio la vuelta, dejando entrever justamente lo que a Santiago más impresiono. Era una mujer, una bella mujer morena de rasgos aindiados, pero con cuerpo de león.
—Sos dichoso, Santiago, de ser el rey de un país así… si me seguís, puedo mostrarte mil maravillas… ¡Hasta el castillo en que vas a vivir!
El pobre hombre, tan deslumbrado estaba, que siguió a la esfinge por un sendero de guijarros, hasta que llegaron a un acantilado desde donde se veía una cordillera multicolor y del otro lado, el mar. Sobre una loma color verde se levantaba el señorial castillo y, a orillas del mar, muchachas vestidas con faldas jugaban como ninfas arrojándose agua. Los chicos corrían junto a una jauría de perros y las madres los reprendían de cuando en cuando por las travesuras cometidas. Santiago se sintió realizado contemplando el paisaje y se quedó atónito ante el heroico vuelo de un cóndor, que cruzo el cielo a una altura impresionante para luego perderse entre los Andes.
—¿Puedo ir al castillo y empezar a gobernar esta tierra? —preguntó Santiago a la esfinge.
—No tan rápido —contestó ella—, primero deberás escoger una muchacha. Esta gente no querrá un rey soltero… ahora regresá, vas a saber cómo llegar hasta aquí nuevamente. Regresá a tu maldita celda y no vuelvas sin tu futura esposa.
Santiago despertó bruscamente. No sabía qué día era, ni qué hora podía ser. Pero para su sorpresa, fue evidente que todavía era de noche; en las celdas hasta los guardas parecían dormir. Y había sido tan bueno su comportamiento últimamente —no podría ser de otro modo, si el hombre sólo dormía y pensaba— que su celda estaba abierta, o quizás haya estado así siempre, porque era tan imposible que Santiago se fugara como que alguien fuera a visitarlo, si estaba solo en el mundo. No obstante, nadie contaba con el grado al que podía llegar su locura, sobre todo por los años de encierro y de no haber hablado con nadie durante todo ese tiempo más que con los seres creados por su imaginación. No le fue difícil, por lo tanto, llegar al encumbrado paredón, tan alto que, según el, retenía el invierno constante que era su vida y le impedía tener acceso a su país.
—Puede que haya caído en manos del enemigo en alguna guerra y he yacido en esa sucia celda, falto de memoria, por años… pero mi gente me necesita y es preciso que llegue al castillo para organizar mi ejercito… seguramente estarán planeando invadir mi país… pero no lo destruirán… —y con la convicción que caracteriza a los locos, comenzó a escalar el paredón, sintiendo aún la fragante brisa de sus tierras bajo la nariz, brisa a selva y a mar.
Al llegar a la calle, no se sorprendió.
—Este debe ser el país del enemigo… debo ser cauteloso… la frontera no debe estar lejos y en el camino puedo encontrar una buena muchacha…
Anduvo prudentemente por las desoladas calles de Constitución y a cada paso más se enorgullecía de su país y más criticaba al enemigo. No sólo por la tristeza de las calles sino también por el descuido con el que parecían convivir, que se hacía notable en las casas descascaradas y las montañas de basura. Fue así que llegó a la plaza y aun cuando detestaba aquel país no pudo evitar sentir lástima al percibir sus más crueles particularidades: niños revolviendo bolsas de basura, hombres y mujeres arrastrando carros repletos de cartones, embarazadas fumando con chicos en brazos y esa mirada perdida de futuro incierto. Y hasta pensó que luego de asegurar la defensa de su país, rescataría a esa pobre gente de manos del enemigo. Pero sus ojos se clavaron en una mujer tan morena como la esfinge, tan atractiva como ella, pero con piernas de mujer real. Y supo que sería su princesa y que sus ojos rojos de cansancio lograrían transmitir felicidad algún día, cuando la llevara a vivir al castillo y le mostrara todo lo que para ella tenía reservado.
—Buenas noches, hermosa mujer… te elegí para que seas mi princesa, para que seas mi compañera en mis dominios.
La mujer lo observó con sorpresa y luego sonrió:
—Con que te gusta jugar…  ¡Pero qué galantería! No estoy acostumbrada a todo esto, pero me gusta… claro que podés llevarme a tus dominios… pero primero, mostrame los billetes…
Santiago no supo qué contestar, toda su riqueza residía en el castillo y hasta que no llegara a el, nada podría ofrecerle.
—Mirá, ahora no puedo ofrecerte nada, pero ya vas a ver, cuando lleguemos al castillo vas a tener todo lo que quieras… la esfinge me dijo…
La mujer hecho a reír sarcásticamente y toda su hermosura se desvaneció en sus dientes amarillentos, en su carcajada maligna y en las palabras de desprecio que al instante vociferó.
—¿Y vos te crees que soy pelotuda? ¡Rajá de acá! ¡Loco de mierda!
Santiago no sólo se afligió sino que se atemorizó cuando la mujer, de un empujón que lo encontró distraído, lo arrojó sobre el barro de la plaza.
—¡Rajá de acá te dije! ¡Que me vas a espantar a la clientela!—gritó con furia. Y Santiago comenzó a correr, entre mujeres pintarrajeadas que reían a carcajadas, tropezando con chicos y acordeones, con perros pelados por la sarna, moviéndose como una criatura que no encuentra su hogar, entre luces de mil colores y hombre que apenas si podían mantenerse en pie.
Regresó a la celda cuando la policía había desplegado ya a sus hombres por todo Constitución. Y se acurrucó en un rincón tratando de apresurar el sueño para poder preguntarle a la esfinge cómo podía escapar de su prisión, cuál era la salida, si tras el paredón sólo encontraba calamidades.
—Nunca voy a terminar de entender a los desquiciados… quién sabe con qué locura estará soñando ahora… y sin embargo, no es que sea peligroso… pero me da mucha pena, es como un perro al que le quitan el collar y ya no puede seguir… supongo que vamos a tener que controlarlo más… esto no va a dejar bien parado al hospital… dígame, doctor… ¿Cuál cree usted que fue el motivo de su fuga? ¿Y el de su instantáneo retorno? —preguntó el psiquiatra Akerman a su colega.
—… y es que así son los locos… —murmuró el otro, sólo por contestar algo, porque nada inteligente se le ocurría en ese momento para impresionar a su compañero.
Y Santiago seguía pensando, mientras todos creían que dormía, cómo llegar a su país, cuando todos los que leyeron el inusual caso en La Razón del subte del día siguiente lo estaban compadeciendo, o tal vez haciendo chistes sobre él, sin saber que su enfermedad podría ser un remedio para muchos males del mundo contemporáneo.

*Martín A. Arnold. Cuentista. Nació en la Ciudad de Bs.As.
Reside en el barrio de Villa Luro. Estudia en la UBA.





LA OTRA (Cuento de Norma López*)

En dos oportunidades, mientras tomaba un café en el bar de siempre, la había visto pasar entre el gentío, como la imagen de mi imagen, copia fiel, duplicado exacto de mí.
Primero fue extrañeza que paraliza, y luego curiosidad que me impulsó a buscarla entre la multitud que avanzaba por la avenida, donde finalmente se perdió, sin que pudiese alcanzarla, aunque sabía que volvería a verla.
A partir de entonces, día tras día y en el mismo horario, esperé pacientemente sentada en el bar, hasta que la vi llegar cruzando con rapidez la calle. Y fue  verla y verme, de manera tal que si yo no supiese que en ese momento estaba sentada junto a la ventana del café, pensaría que era aquella mujer que con pasos ligeros pasaba junto a mí sin percatarse de mi presencia.
Rápidamente salí tras ella, sin tener muy claro qué actitud adoptar. La fui siguiendo desde una discreta distancia, y desde allí la observaba buscando descubrir algún detalle que me diese la pauta de que estaba equivocada y que esa mujer no era tan idéntica a mí, hasta el punto de provocarme tal confusión.
Sin embargo su andar era el mismo, al igual que su cuerpo, el color y corte de su cabello, la forma que movía sus brazos al caminar, la posición de su cabeza, la curvatura de su cuello, y su rostro, que era de una  similitud angustiante. La única diferencia estaba dada por su aspecto cansado, lo ajado de la piel de sus manos y su rostro, y el humilde vestidito blanco que llevaba.
Mientras por mi mente cruzaban alocadas ideas, historias de hermanas perdidas, separada por quién sabe qué extraña circunstancia, fuimos alejándonos del ruido del centro y adentrándonos en los suburbios, mientras anochecía.
La gente que circulaba por la calle cada vez era menos y sentí temor de ser descubierta persiguiendo o persiguiéndome.
Nos internamos por una callejuela solitaria y oscura, que separaba modestas casas, de las que salían voces, música y gritos. La mujer ingresó a una de ellas y yo me quedé sola en medio de la oscuridad. Sin saber qué hacer, regresé al centro.
Pasó más un mes desde el día que descubrí a aquella mujer y el encuentro no se había vuelto a repetir. Sentía cierta inquietud pensando que alguien con tanta similitud conmigo se desplazaba libremente por la ciudad haciendo quién sabe qué. En realidad, el conocer su existencia me turbaba y se había transformado en una obsesión por querer saber de sus movimientos.
Llevada por estos pensamientos, decidí volver a su barrio y tratar de saber algo de ella. Repetí todo el trayecto de la vez anterior, bajo una persistente llovizna, hasta llegar a la casa donde la había visto entrar.
Me sorprendió el silencio, que daba una característica distinta al lugar, y sin pensarlo golpee la puerta Esperé unos minutos y al no tener respuesta insistí. Finalmente la puerta se abrió. Una anciana se asomó y , al verme, un grito ahogado escapó de su garganta y retrocedió murmurando algo, que sonaba como una maldición o un conjuro.  
Avancé hacia el interior de la vivienda, que estaba atestada de velas, imágenes paganas y de santos. En un rincón, una mesa oficiaba de altar y sobre ella había velas encendidas, flores, frutas y un recipiente conteniendo un líquido rojizo  rodeaban una fotografía, en la que se podía observar de cuerpo entero a la mujer a quien yo había ido a buscar.
Pasados los primeros momentos de estupor, pude hacer que la vieja me contara que la mujer de la foto había muerto un año antes, pero que alguien aseguraba haberla visto en la zona del centro, sentada por la tarde a la mesa de un bar.
Al día siguiente se cumpliría el primer aniversario de su muerte y la anciana le había prometido a la familia de la difunta que ella regresaría para estar con los suyos; que en eso había estado trabajando, y que yo era la respuesta.
No quise escuchar más. Me eché a correr bajo la lluvia, sintiendo que la frontera entre la vida y la muerte, entre la realidad y lo imaginario, el aquí y el allá, entre ella y yo, formaba parte de un orden inexplicable, que no debía alterarse por nada ni por nadie.
Desde entonces no he vuelto al bar.

 *Norma B. López: Escritora y poeta. Nació en la Ciudad de
 Buenos Aires. Actualmente reside en el barrio de Barracas


HENDIJA (Cuento de Cecilia Di Cenzi*)


Sacó de su bolsillo un paquete arrugado de Malboro y prendió el último cigarrillo que le quedaba con el único fósforo que había encontrado en toda la casa y se acercó pausadamente hasta la ventana del living. Cerró las cortinas dejando sólo una hendija, tosió y escupió la flema que le molestaba en la garganta mientras miraba la vereda, esperando que algo sucediera. Pensó en la guerra, en las piernas que había perdido escapando de aquella emboscada, en los amigos caídos.
Vivía en un caserón antiguo con piso de madera y techos altos; las telas de araña se acumulaban en las paredes y las boletas de los servicios públicos hacía rato que se habían dejado de pagar.  
Empujó su silla de ruedas hasta la cama, entre diarios viejos y revistas pornográficas baratas encontró su petaca de plata; la movió rápido, ansioso, esperando oír algo de líquido en su interior; era su día de suerte, aún quedaban unos pocos sorbos y los tragó sin pausa mientras pensaba en sus viejos camaradas, aquellos buitres que lo rodeaban cuando era exitoso, esos supuestos amigos con los que bebía los licores más finos cuando había tenido aquella mágica e histórica racha en el hipódromo... ¿Dónde estaban ellos ahora? ¿Los necesitaba? No. Con su pequeña botellita de alcohol puro rebajado con agua, era feliz; no necesitaba marcas caras de las bodegas más selectas, sólo algo que le llegue rápido al cerebro y se lo maltratara por un par de horas.
Miró el reloj, eran casi las 16:30 y se arrastró en su silla hasta la hendija que había dejado en la ventana. Fumó en silencio intentando controlar el rechinar nervioso de sus dientes. Sus ojos se reposaban en el asfalto, y sobre todo en la puerta de madera del edificio de la cuadra de enfrente.
Por fin aparecieron como todos los días, casi al atardecer y comenzó el show, su show. De un lado ellas, las dulces nenas del colegio católico, saliendo apuradas con sus polleritas minúsculas rumbo a sus hogares. Del otro lado él, borracho sin talento, abandonado por su familia, espiándolas desde una silla de rueda a través de la hendija de una ventana, con el cierre del pantalón bajo, su cigarrillos a punto de terminarse en la boca, olvidándose del pasado, sin pensar en el futuro y viviendo al ritmo de sus inquietas manos, un presente de fantasía.

Cecilia Di Cenzi. Es narradora y poeta. Nació en Prov. de Bs. As.
Abogada y diseñadora de moda. Reside en Capital Federal..