jueves, 26 de diciembre de 2013

REGRESO DE SANTIAGO AL PAÍS (Cuento de Martín Arnold)

Quién sabe si Santiago se puso a pensar, en el reducto oscuro de su celda, quién sabe si alguna vez meditó en las largas noches de cavilaciones a las que dedicaba horas enteras tendido sobre su cama —noches que luego atestiguaron los centinelas nocturnos—, sobre el motivo que lo había conducido a él, precisamente a él y no a otra persona, a terminar sus días en un calabozo dolorosamente frígido, abominablemente hediondo de humedad y melancólicamente alejado de la luz del sol, antro funesto en que los últimos vestigios de la vida eran ratas y cucarachas. Quién sabe si quedó, en los casi veinte años de —¿vida?— que aquel hombre transcurrió allí dentro, una mísera gota de cordura o lucidez que hiciera preguntárselo. Lo cierto es que, cuando dormía —porque a veces lo hacía, generalmente como cierre de sus noches consagradas a la reflexión y al pensamiento— volvía a tener el mismo sueño recurrente que lo atormentaba, o mejor dicho, lo consolaba, porque a pesar de inquietarlo al punto de quitarle el sueño —y es cuando tenían lugar las noches interminables— no podía dejar de disfrutarlo y hasta de esperar con ansias a que sus ojos cayeran, ansiedad que más lo desvelaba pero que a la vez más lo preparaba para el goce, como ocurre cuando uno tiene lejos al ser amado, pero sabe que sólo faltan unas semanas para reencontrarse, la espera es tan dulce y tan insoportable como el mismo reencuentro.
Porque el sueño no sólo era agradable, sino que significaba para él una escapatoria de ese submundo sórdido y falto de esperanzas, mundo en el que su vida era una cuenta regresiva tan esperada por él como por los centinelas. En ese sueño, soñaba que despertaba, pero ya no sobre el frío piso de la celda, sino sobre un cálido y mullido pasto, rodeado de inmensos árboles desde los cuales oía trinar a los jilgueros. Nunca se había animado a ir más allá de aquel claro, tal vez porque estaba más que cómodo, o quizá por un miedo inconsciente a despertar, si es que acaso se movía. Pero como siempre puede más la curiosidad en el hombre —hasta en los seres más apáticos— y tal como lo había resuelto la noche anterior, en esa oportunidad se levantaría e intentaría recorrer el bosque, como un señor que debe conocer sus dominios.
Se escurrió sigilosamente por entre el follaje, como una fiera en busca de su presa, hambrienta y a sabiendas de que su futuro dependería del éxito de su caza. A orillas de un arroyuelo halló de espaldas a un león y se sobresaltó del miedo. Aun ahogando su grito y sin hacer ningún ruido que cualquier mortal pudiera oír, el animal meneo la cola y casi instintivamente se dio la vuelta, dejando entrever justamente lo que a Santiago más impresiono. Era una mujer, una bella mujer morena de rasgos aindiados, pero con cuerpo de león.
—Sos dichoso, Santiago, de ser el rey de un país así… si me seguís, puedo mostrarte mil maravillas… ¡Hasta el castillo en que vas a vivir!
El pobre hombre, tan deslumbrado estaba, que siguió a la esfinge por un sendero de guijarros, hasta que llegaron a un acantilado desde donde se veía una cordillera multicolor y del otro lado, el mar. Sobre una loma color verde se levantaba el señorial castillo y, a orillas del mar, muchachas vestidas con faldas jugaban como ninfas arrojándose agua. Los chicos corrían junto a una jauría de perros y las madres los reprendían de cuando en cuando por las travesuras cometidas. Santiago se sintió realizado contemplando el paisaje y se quedó atónito ante el heroico vuelo de un cóndor, que cruzo el cielo a una altura impresionante para luego perderse entre los Andes.
—¿Puedo ir al castillo y empezar a gobernar esta tierra? —preguntó Santiago a la esfinge.
—No tan rápido —contestó ella—, primero deberás escoger una muchacha. Esta gente no querrá un rey soltero… ahora regresá, vas a saber cómo llegar hasta aquí nuevamente. Regresá a tu maldita celda y no vuelvas sin tu futura esposa.
Santiago despertó bruscamente. No sabía qué día era, ni qué hora podía ser. Pero para su sorpresa, fue evidente que todavía era de noche; en las celdas hasta los guardas parecían dormir. Y había sido tan bueno su comportamiento últimamente —no podría ser de otro modo, si el hombre sólo dormía y pensaba— que su celda estaba abierta, o quizás haya estado así siempre, porque era tan imposible que Santiago se fugara como que alguien fuera a visitarlo, si estaba solo en el mundo. No obstante, nadie contaba con el grado al que podía llegar su locura, sobre todo por los años de encierro y de no haber hablado con nadie durante todo ese tiempo más que con los seres creados por su imaginación. No le fue difícil, por lo tanto, llegar al encumbrado paredón, tan alto que, según el, retenía el invierno constante que era su vida y le impedía tener acceso a su país.
—Puede que haya caído en manos del enemigo en alguna guerra y he yacido en esa sucia celda, falto de memoria, por años… pero mi gente me necesita y es preciso que llegue al castillo para organizar mi ejercito… seguramente estarán planeando invadir mi país… pero no lo destruirán… —y con la convicción que caracteriza a los locos, comenzó a escalar el paredón, sintiendo aún la fragante brisa de sus tierras bajo la nariz, brisa a selva y a mar.
Al llegar a la calle, no se sorprendió.
—Este debe ser el país del enemigo… debo ser cauteloso… la frontera no debe estar lejos y en el camino puedo encontrar una buena muchacha…
Anduvo prudentemente por las desoladas calles de Constitución y a cada paso más se enorgullecía de su país y más criticaba al enemigo. No sólo por la tristeza de las calles sino también por el descuido con el que parecían convivir, que se hacía notable en las casas descascaradas y las montañas de basura. Fue así que llegó a la plaza y aun cuando detestaba aquel país no pudo evitar sentir lástima al percibir sus más crueles particularidades: niños revolviendo bolsas de basura, hombres y mujeres arrastrando carros repletos de cartones, embarazadas fumando con chicos en brazos y esa mirada perdida de futuro incierto. Y hasta pensó que luego de asegurar la defensa de su país, rescataría a esa pobre gente de manos del enemigo. Pero sus ojos se clavaron en una mujer tan morena como la esfinge, tan atractiva como ella, pero con piernas de mujer real. Y supo que sería su princesa y que sus ojos rojos de cansancio lograrían transmitir felicidad algún día, cuando la llevara a vivir al castillo y le mostrara todo lo que para ella tenía reservado.
—Buenas noches, hermosa mujer… te elegí para que seas mi princesa, para que seas mi compañera en mis dominios.
La mujer lo observó con sorpresa y luego sonrió:
—Con que te gusta jugar…  ¡Pero qué galantería! No estoy acostumbrada a todo esto, pero me gusta… claro que podés llevarme a tus dominios… pero primero, mostrame los billetes…
Santiago no supo qué contestar, toda su riqueza residía en el castillo y hasta que no llegara a el, nada podría ofrecerle.
—Mirá, ahora no puedo ofrecerte nada, pero ya vas a ver, cuando lleguemos al castillo vas a tener todo lo que quieras… la esfinge me dijo…
La mujer hecho a reír sarcásticamente y toda su hermosura se desvaneció en sus dientes amarillentos, en su carcajada maligna y en las palabras de desprecio que al instante vociferó.
—¿Y vos te crees que soy pelotuda? ¡Rajá de acá! ¡Loco de mierda!
Santiago no sólo se afligió sino que se atemorizó cuando la mujer, de un empujón que lo encontró distraído, lo arrojó sobre el barro de la plaza.
—¡Rajá de acá te dije! ¡Que me vas a espantar a la clientela!—gritó con furia. Y Santiago comenzó a correr, entre mujeres pintarrajeadas que reían a carcajadas, tropezando con chicos y acordeones, con perros pelados por la sarna, moviéndose como una criatura que no encuentra su hogar, entre luces de mil colores y hombre que apenas si podían mantenerse en pie.
Regresó a la celda cuando la policía había desplegado ya a sus hombres por todo Constitución. Y se acurrucó en un rincón tratando de apresurar el sueño para poder preguntarle a la esfinge cómo podía escapar de su prisión, cuál era la salida, si tras el paredón sólo encontraba calamidades.
—Nunca voy a terminar de entender a los desquiciados… quién sabe con qué locura estará soñando ahora… y sin embargo, no es que sea peligroso… pero me da mucha pena, es como un perro al que le quitan el collar y ya no puede seguir… supongo que vamos a tener que controlarlo más… esto no va a dejar bien parado al hospital… dígame, doctor… ¿Cuál cree usted que fue el motivo de su fuga? ¿Y el de su instantáneo retorno? —preguntó el psiquiatra Akerman a su colega.
—… y es que así son los locos… —murmuró el otro, sólo por contestar algo, porque nada inteligente se le ocurría en ese momento para impresionar a su compañero.
Y Santiago seguía pensando, mientras todos creían que dormía, cómo llegar a su país, cuando todos los que leyeron el inusual caso en La Razón del subte del día siguiente lo estaban compadeciendo, o tal vez haciendo chistes sobre él, sin saber que su enfermedad podría ser un remedio para muchos males del mundo contemporáneo.

*Martín A. Arnold. Cuentista. Nació en la Ciudad de Bs.As.
Reside en el barrio de Villa Luro. Estudia en la UBA.





LA OTRA (Cuento de Norma López*)

En dos oportunidades, mientras tomaba un café en el bar de siempre, la había visto pasar entre el gentío, como la imagen de mi imagen, copia fiel, duplicado exacto de mí.
Primero fue extrañeza que paraliza, y luego curiosidad que me impulsó a buscarla entre la multitud que avanzaba por la avenida, donde finalmente se perdió, sin que pudiese alcanzarla, aunque sabía que volvería a verla.
A partir de entonces, día tras día y en el mismo horario, esperé pacientemente sentada en el bar, hasta que la vi llegar cruzando con rapidez la calle. Y fue  verla y verme, de manera tal que si yo no supiese que en ese momento estaba sentada junto a la ventana del café, pensaría que era aquella mujer que con pasos ligeros pasaba junto a mí sin percatarse de mi presencia.
Rápidamente salí tras ella, sin tener muy claro qué actitud adoptar. La fui siguiendo desde una discreta distancia, y desde allí la observaba buscando descubrir algún detalle que me diese la pauta de que estaba equivocada y que esa mujer no era tan idéntica a mí, hasta el punto de provocarme tal confusión.
Sin embargo su andar era el mismo, al igual que su cuerpo, el color y corte de su cabello, la forma que movía sus brazos al caminar, la posición de su cabeza, la curvatura de su cuello, y su rostro, que era de una  similitud angustiante. La única diferencia estaba dada por su aspecto cansado, lo ajado de la piel de sus manos y su rostro, y el humilde vestidito blanco que llevaba.
Mientras por mi mente cruzaban alocadas ideas, historias de hermanas perdidas, separada por quién sabe qué extraña circunstancia, fuimos alejándonos del ruido del centro y adentrándonos en los suburbios, mientras anochecía.
La gente que circulaba por la calle cada vez era menos y sentí temor de ser descubierta persiguiendo o persiguiéndome.
Nos internamos por una callejuela solitaria y oscura, que separaba modestas casas, de las que salían voces, música y gritos. La mujer ingresó a una de ellas y yo me quedé sola en medio de la oscuridad. Sin saber qué hacer, regresé al centro.
Pasó más un mes desde el día que descubrí a aquella mujer y el encuentro no se había vuelto a repetir. Sentía cierta inquietud pensando que alguien con tanta similitud conmigo se desplazaba libremente por la ciudad haciendo quién sabe qué. En realidad, el conocer su existencia me turbaba y se había transformado en una obsesión por querer saber de sus movimientos.
Llevada por estos pensamientos, decidí volver a su barrio y tratar de saber algo de ella. Repetí todo el trayecto de la vez anterior, bajo una persistente llovizna, hasta llegar a la casa donde la había visto entrar.
Me sorprendió el silencio, que daba una característica distinta al lugar, y sin pensarlo golpee la puerta Esperé unos minutos y al no tener respuesta insistí. Finalmente la puerta se abrió. Una anciana se asomó y , al verme, un grito ahogado escapó de su garganta y retrocedió murmurando algo, que sonaba como una maldición o un conjuro.  
Avancé hacia el interior de la vivienda, que estaba atestada de velas, imágenes paganas y de santos. En un rincón, una mesa oficiaba de altar y sobre ella había velas encendidas, flores, frutas y un recipiente conteniendo un líquido rojizo  rodeaban una fotografía, en la que se podía observar de cuerpo entero a la mujer a quien yo había ido a buscar.
Pasados los primeros momentos de estupor, pude hacer que la vieja me contara que la mujer de la foto había muerto un año antes, pero que alguien aseguraba haberla visto en la zona del centro, sentada por la tarde a la mesa de un bar.
Al día siguiente se cumpliría el primer aniversario de su muerte y la anciana le había prometido a la familia de la difunta que ella regresaría para estar con los suyos; que en eso había estado trabajando, y que yo era la respuesta.
No quise escuchar más. Me eché a correr bajo la lluvia, sintiendo que la frontera entre la vida y la muerte, entre la realidad y lo imaginario, el aquí y el allá, entre ella y yo, formaba parte de un orden inexplicable, que no debía alterarse por nada ni por nadie.
Desde entonces no he vuelto al bar.

 *Norma B. López: Escritora y poeta. Nació en la Ciudad de
 Buenos Aires. Actualmente reside en el barrio de Barracas


HENDIJA (Cuento de Cecilia Di Cenzi*)


Sacó de su bolsillo un paquete arrugado de Malboro y prendió el último cigarrillo que le quedaba con el único fósforo que había encontrado en toda la casa y se acercó pausadamente hasta la ventana del living. Cerró las cortinas dejando sólo una hendija, tosió y escupió la flema que le molestaba en la garganta mientras miraba la vereda, esperando que algo sucediera. Pensó en la guerra, en las piernas que había perdido escapando de aquella emboscada, en los amigos caídos.
Vivía en un caserón antiguo con piso de madera y techos altos; las telas de araña se acumulaban en las paredes y las boletas de los servicios públicos hacía rato que se habían dejado de pagar.  
Empujó su silla de ruedas hasta la cama, entre diarios viejos y revistas pornográficas baratas encontró su petaca de plata; la movió rápido, ansioso, esperando oír algo de líquido en su interior; era su día de suerte, aún quedaban unos pocos sorbos y los tragó sin pausa mientras pensaba en sus viejos camaradas, aquellos buitres que lo rodeaban cuando era exitoso, esos supuestos amigos con los que bebía los licores más finos cuando había tenido aquella mágica e histórica racha en el hipódromo... ¿Dónde estaban ellos ahora? ¿Los necesitaba? No. Con su pequeña botellita de alcohol puro rebajado con agua, era feliz; no necesitaba marcas caras de las bodegas más selectas, sólo algo que le llegue rápido al cerebro y se lo maltratara por un par de horas.
Miró el reloj, eran casi las 16:30 y se arrastró en su silla hasta la hendija que había dejado en la ventana. Fumó en silencio intentando controlar el rechinar nervioso de sus dientes. Sus ojos se reposaban en el asfalto, y sobre todo en la puerta de madera del edificio de la cuadra de enfrente.
Por fin aparecieron como todos los días, casi al atardecer y comenzó el show, su show. De un lado ellas, las dulces nenas del colegio católico, saliendo apuradas con sus polleritas minúsculas rumbo a sus hogares. Del otro lado él, borracho sin talento, abandonado por su familia, espiándolas desde una silla de rueda a través de la hendija de una ventana, con el cierre del pantalón bajo, su cigarrillos a punto de terminarse en la boca, olvidándose del pasado, sin pensar en el futuro y viviendo al ritmo de sus inquietas manos, un presente de fantasía.

Cecilia Di Cenzi. Es narradora y poeta. Nació en Prov. de Bs. As.
Abogada y diseñadora de moda. Reside en Capital Federal..

jueves, 17 de octubre de 2013

RECORDÁ, NO TE OLVIDES!!!!!


Estás invitado@ para este VIERNES 18/10 a partir de las 19 hs a una reunión Nac&Pop p/compartir poesía, cuentos breves y guitarrañ. Entrada gratuita. En el Centro Cultural "El Enjambre Azul". Uruguay 390-10º P "E". CABA. Llamá para anotarte 15-5815-0293

lunes, 14 de octubre de 2013

TE ESTOY ESPERANDO (Poema de Roberto Vera)

Te estoy esperando,
recostado en el silencio de mi cama
acomodo el almohadón de los recuerdos
y tu pelo se enreda en mi piel.

Necesito tenerte junto a mi,
ya las mariposas andan deambulando con tus ojos.

Yo no quiero caricias prestadas,
necesito recorrer las colinas de tu cuerpo,
transitar por tu piel de caramelo.

Mi amor es como un río
que arrastra salvaje el palo santo
y la dulzura frutal.

Tengo hambre de vos,
de tus labios, de tus besos, de tus ojos claros.
Soy un solitario que reza por nuestro encuentro
de caricias, mordiscos y ternura infinita.

Sigo esperándote,
acompañado por esta noche cómplice,
con mi soledad a cuesta,
y un desvariado amor.

.....

martes, 1 de octubre de 2013

 “Después fui creciendo”, dijo Chavela Vargas, “y comprendí que se canta tanto con las notas como con los silencios.”  Del mismo modo, podría decirse que todo narrador comprende muy pronto que aprender a escribir es, claro, aprender a decir, pero también a callarse; a nombrar, pero también a sugerir; a lograr que no sólo las palabras, sino también los silencios, digan tanto como puedan. Esto tiene que ver con la técnica del narrador, y es básico en el tema de la “economía narrativa”.

Roberto Vera 

martes, 17 de septiembre de 2013

Todos los JUEVES  a las 19 hs podés podés ingresar al  
TALLER LITERARIO DE POESÍA Y
CUENTOS "EL ENJAMBRE AZUL" 
(Para jóvenes y adultos sin límites de edad) 

Dirigido por el profesor Roberto vera 

*Enseñanza de todas las técnicas y recursos de la escritura contemporánea y de vanguardia.
* Escritura y lectura de textos de los propios alumnos y de autores consagrados: Neruda, Cortázar, Pizarnik, Girondo, García Márquez, Borges, C. Vallejo, Mairal, etc.

--Una clase de dos horas por semana--
Días a elegir: Jueves de 19 a 21 hs ó 
Sábado de 15,30 a 17,30 hs. 

ARANCEL: $ 330.- por mes

En
En Uruguay 390, 10º P. "E" CABA
Informes e inscripción: 3973-5860 y 15-5815-0293

lunes, 2 de septiembre de 2013

HUELLAS (Poema de Roberto Vera)

Concierto de recuerdos,
almohada,
lumbre señera;
figuras en la pared,
en el corazón,
en el alma.

horóscopo,
páginas en blanco,
tu pelo de seda enredándome;
tu voz de alondra,

y allá lejos
tu silueta, tu nombre,
tu mano tibia
aferrada a la mía.

tarde de sol,
palomas en los árboles
y un capullo de flor recién abierto
que nos acaricia al pasar.

guiños del tiempo,
río de recuerdos,
enebro,
eucaliptos,
y las huellas de tus pies
en las hierbas

...........

viernes, 30 de agosto de 2013



HUELLAS (Poema de Roberto Vera) 

Concierto de recuerdos,
almohada,
lumbre señera;
figuras en la pared,
en el corazón,
en el alma.

horóscopo, 
páginas en blanco, 
tu pelo de seda enredándome;
tu voz de alondra,

y allá lejos 
tu silueta, tu nombre,
tu mano tibia 
aferrada a la mía.

tarde de sol, 
palomas en los árboles
y un capullo de flor recién abierto
que nos acaricia al pasar. 

guiños del tiempo,
río de recuerdos,
enebro, 
eucaliptos,
y las huellas de tus pies 
en las hierbas

...........

sábado, 24 de agosto de 2013

AMOR, DÓNDE ESTÁS  (Poema de Roberto Vera) 

Amor, donde está
tu corazón, tu mirada
y el dulce perfume de tu voz?

La vida nos llevó 
por distintos caminos,
pero te siento aquí para siempre.

Entonces, cómo será
el final de nuestra vidas,
cuando al fin miremos el cielo?

Amor, pequeño ángel azul,
golondrina de mi vida,
mostrame tu pupila en el espejo.

martes, 6 de agosto de 2013

  1. EL PIROPO (Cuento) Por Elina Escudero)

    Como al pasar soltó una sonrisa. Estás cada día más linda, dijo él. Tengo una cara de dormida tremenda, pensó ella, cómo puedo gustarle.
    La piropeaba siempre que pasaba por la esquina de Corrientes y Rodríguez Peña, camino al trabajo
    Al principio creyó que era un baboso más del montón, un degenerado, pero debía reconocerle talento para los halagos. Se reinve...ntaba a diario para sorprenderla. Mi amor, por vos mataría una ballena a chancletazos, fue lo más original que le escuchó decir, sin embargo, por alguna razón no se creía capaz siquiera de mirarlo, la sola idea le provocaba tanta vergüenza que sus mejillas se encendían al rojo vivo.
    Esmerándose por tapar las imperfecciones de su rostro trasnochado, comenzó a levantarse un poco más temprano todos los días.
    A principio de mes, ni bien cobró el sueldo, fue corriendo al Shopping para renovar un poco el guardarropa. Una vez por semana, entraba a algún negocio a comprarse accesorios que combinaran con su nuevo look.
    Él tenía razón, después de todo, ella estaba cada día más linda.
    Luego, decidió anotarse en el gimnasio. La actividad física no era su fuerte, pero quería deshacerse de algunos kilitos de más y creyó que cuidarse un poco con las comidas más las clases de aerobics daría resultado rápidamente.
    Entonces se animó y caminando por la avenida Santa Fe entró a un negocio, se probó ese pantalón blanco que le encantaba y que antes no se hubiera puesto ni loca. Pero al sentirlo sobre la piel, luego de algunos consejos de la vendedora para ocultar los rollitos en la cintura, tomó la decisión de comprarlo.
    No pudo esperar y quiso estrenarlo al día siguiente.
    En camino hacia la parada del 37 para ir a trabajar, al llegar a mitad de cuadra, sintió una mirada penetrante.
    Tampoco en esta ocasión se atrevió a mirarlo o tan siquiera darle una señal. Él le hacía el amor con los ojos. No hacía falta comprobarlo, la prueba irrefutable era la excitación que ella sentía al pasar por la puerta del bar, donde siempre baldeaba la vereda a las siete de la mañana. Estaba provocándolo descaradamente, lo sabía; ¿se sentía una pecadora por eso? No, ya no. Él despertaba en ella un instinto felino que dormitaba en la profundidad de su alma.
    Jamás lo confesaría, pero fantaseaba con sus manos cada vez que tenía oportunidad. Se las imaginaba regordetas, ásperas, pero calientes y ávidas. La lengua recorriéndola al tiempo que escucharía palabras dulces, algo intimidantes, esas mismas que cada mañana le soltaba al pasar.
    Parecía que iba a llover, pero por suerte acaba de salir el sol, dijo él, mientras barría la vereda mirando al cielo.
    La tomó por sorpresa, no esperaba encontrar sus ojos, los había visto perdidos entre las nubes y por eso lo miró.
    Buen día, dijo él, haciéndole una reverencia como si saludara a un miembro de la realeza. Hola, pensó ella, pero sólo pudo esbozar una leve sonrisa y seguir caminando.
    Al llegar a la esquina, arrepentida por la oportunidad perdida, decidió volver y saludarlo. Nunca le había hablado de manera directa, simplemente, se limitaba a piropearla impunemente mientras ella fingía no escucharlo. Pero esta vez fue distinto, la había saludado sin obtener una sola palabra de su boca, pero qué maleducada, pensó ella.
    Tenía la excusa perfecta, le diría algo así como: discúlpeme, no quise ser grosera con usted, se ve que es una persona muy atenta y yo, faltando a los modales que tanto me inculcaron en mi casa, ni siquiera le contesté el saludo. Un poco exagerado, pensó, pero más o menos esa era la idea.
    Antes de echarse atrás respiró, desandando el camino que la llevaría a pasar nuevamente por la puerta del bar.
    Comenzó a andar hasta que una voz hizo que detuviera el paso. Se la escuchaba a mediana distancia. Era la voz de alguien a quien ella conocía. Ubicándose a centímetros de la esquina asomó sólo parte de su rostro, lo suficiente para espiar.
    ¡Qué hermosa! Estás cada día más linda, decía la voz.
    ¿Es quien creo que es?, se preguntaba mientras debatían dentro suyo el impulso por desenmascarar el misterio y las ganas de hacer como si nada hubiera pasado.
    Decidió sacar el torso entero para ver mejor, sin importarle si desde la puerta del bar él la vería.
    ¡Uy! Disculpame, dijo al chocarse con una rubia que no vio venir y que siguió su paso murmurando “está todo bien”.
    Él permanece deslumbrado, parado en mitad de la vereda, con la mirada clavada debajo de la cintura de la rubia, mordiéndose el labio inferior en un gesto casi obsceno.
    A lo lejos se dibuja un cartel luminoso de color verde, ella apura el paso mientras busca las monedas en la cartera, extiende la mano y el 37, atestado de gente, frena automáticamente.

    Elina Escuedro. Joven narradora y poeta, pertenece a la troupe

jueves, 1 de agosto de 2013

ENCUENTRO (Cuento de Roberto Vera)

Fue entonces cuando la vi. Estaba acurrucada en un rincón del cuarto. Menuda, simple, asustada, como una criatura huérfana.
No tardé en hacerme entender. Al poco tiempo, fuimos amigos. Me tomó confianza. Le di de comer un pedazo de pan, que era lo único que tenía a mano. Y me miró con ojos muy dulces.
Cuando la llevé para el dormitorio parecía que su cara se achicaba, me decía algo así como que no me merezco, por qué hacés esto por mí…
La tomé de su cabecita y la besé con ternura. Me pasó su lengüita por mi mano.
—Debemos dormir. Es tarde —le dije.
Ella asintió moviendo la cola.


.....

sábado, 11 de mayo de 2013

HUELLAS (Poema de Roberto Vera)

huella de tu voz
de tu canto
de tu cintura sobre mi pecho,
de tu olor de madreselva
de tus caricias de colibrí

de tu sonrisa en la media tarde,
de tu corazón henchido de orgullo
cuando me veías caminar
a tu lado.

caricias, huellas,
perfume

toda tu alma en mí...





miércoles, 24 de abril de 2013


NOCHE (Poema de Roberto Vera)

Manos de arena, 
serpentinas de la noche 
en esta ciudad descalza y fría. 
Jaula de almas y mentes indecisas
que esperan sentadas; 
amapolas y chirolas
ennegrecidas de cansancio.

Palomas y trompetas 
en los escaparates 
de tiendas vacías; 
insectos / serpientes 
veredas congeladas. 

Un policía lleva 
en sus manos las pizzas;
careta de hombre puro, 
proxeneta.

Las luna, siempre atenta, 
esta noche no mira. 

Las sombras 
           se escurren hacia el río


... 

martes, 23 de abril de 2013


A TRAVÉS DE TU MIRADA (Poema de Roberto Vera)

Como un galán de utilería,
vestido de punta en blanco,
llegué predicando mis virtudes.

Vos me escuchaste v
con tus ojos de seda
me asustaste en el primer momento.

Luego te fui viendo por dentro
a través de tu mirada.

Te metiste en mi corazón y quise huir,
      estar lejos de tu sombra.

Me aterra pensar en un nuevo amor,
de llegar tarde
al lugar del reparto de la  felicidad;
siento gritos de signos de interrogación por todos lados.

Giran por mi cabeza calesitas,
supermercados,
alcauciles,
gritos de diarieros
y canto de gallos.

Subo el puente de subterfugios
y espirales de alfombras,
para bajar luego en la academia de tango
con un canyengue caminar de compadrito

Sigo apretado en mi almohada,
ya no quiero las hojas secas sobre mi mente.
Basta encontrarme con una flor
de la esquina de tu casa.


*******