miércoles, 26 de diciembre de 2007

La oscuridad bajo la mesa

Por Elvio Gandolfo
El jefe ha dicho que podía irme dos horas antes a casa, para terminar con las carpetas de expedientes que llevé anoche. Después de un largo viaje en ómnibus, en el día neblinoso, húmedo, con olores que quedan como colgando del aire, entro al ascensor amarillento, sucio, recorro el pasillo cuyas paredes parecen sudar y abro la puerta del departamento, empujando un poco para que se destrabe el marco.
En la sala hay cuatro sillas, una sólida y vieja mesa de madera, de puntas redondeadas, y con patas formadas por una U compacta, también de madera, que se apoya sobre un soporte redondo y grueso como un leño. Detrás, al fondo, junto a la puerta que lleva a la cocina, está el trinchante, un poco deslustrado. Donde tendrían que ir botellas de distintas bebidas, en una puertita del costado izquierdo, tengo las carpetas, papeles en blanco, carbónicos. Sin quitarme el sobretodo me acerco, escurriéndome entre las sillas y la cómoda (los muebles entran un poco apretados en el espacio reducido de la sala) y me agacho. También la puerta del mueble está un poco trabada, pero al fin cede. Saco una pila de carpetas, y, en vez de trasladarlas a la mesa, me dejo resbalar lentamente y quedó sentado, pasando una tras otra, en busca de la que falta terminar.
En el otro extremo la puerta de la calle se abre: seguramente mi mujer, pienso, y alzo apenas la cabeza para mirar por debajo de la mesa, entre la red que forman las patas en U, las patas delgadas de las sillas, y el mantel de puntillas que cuelga cerca de mi nariz y más allá, repitiéndose a dos metros, en otra punta de la mesa.
Lo que veo son las piernas de mi mujer, calzada con los zapatos de taco, cosa que me llama la atención. Sólo alcanzo a distinguirlas hasta las rodillas, hasta donde empieza el vestido color violeta que se pone los fines de semana. Aparto los ojos por un segundo para mirar la hora: las cuatro y cuarto. Pensaba que el minúsculo movimiento de mi cabeza sería acompañado por el ruido de la puerta al cerrarse (uno empuja, entra, la vuelve a cerrar casi en un único movimiento) y sorprendido de no oírlo vuelvo a mirar.
Hay un par de piernas de hombre junto a las piernas de mi mujer. Ahora sí la puerta se cierra, y las piernas de los dos cambian de posición: mi mujer queda apoyada contra la puerta y los tacos del hombre hacia mí: evidentemente la aprieta contra la hoja de metal. Una mano aparece desde el borde de la mesa y el mantel, baja, alza el vestido violeta de mi mujer lentamente y acaricia la carne a la vez con ternura y violencia, con apremio y calma. Se oyeron los jadeos de mi mujer, largos y profundos al principio, entremezclados con algo que es como el comienzo de una palabra dicha entre dientes, que no llega a concretarse y que al fin se resuelve en un «aaahh» ronco, cada vez más breve. La mano ha vuelto a subir por debajo del vestido de mi mujer, y ahora le veo las piernas perdiéndose hacia arriba, con medias largas, color carne.
De pronto las piernas de mi mujer se apartan de la puerta, las del hombre vacilan un poco (fuera de mi visión debe estar viendo el movimiento de mi mujer, captándolo más bien con el cuerpo, y tratando de adaptarse a él). Lo que ella hace es retroceder de espaldas hasta la mesa, para apoyarse, y arrastrar al hombre, tomándolo de la ropa, guiándolo.
Ha quedado apoyada con las nalgas en la mesa, y abre las piernas, que enmarcan las del hombre, apoyándose en la punta de los pies, aún calzados. Así como antes esperaba el ruido de la puerta, ahora espero que los pies del hombre se afirmen, que los jadeos de mi mujer se hagan más intensos, que recomiencen al menos, porque se han interrumpido. Pero los movimientos de los dos se hacen suaves, silenciosos, casi respetuosos. Las dos manos del hombre bajan lentamente una de las medias, mientras los pies de mi mujer, fuertes, ágiles, se quitan los zapatos con un par de movimientos. Se oye el chasquido del elástico de la segunda media al soltarse arriba: la otra media baja, lentamente.
Las piernas de mi mujer son blancas, casi lechosas donde se unen a las nalgas, al borde de la gordura pero firmes; hay algo en ellas que reclama algo, no se sabe bien qué: decir que reclaman ser tocadas sería simplificar, falsear las cosas.
No he alcanzado a ver el rostro del hombre, la primera vez porque quedó más allá del borde del mantel, la segunda porque la pierna lo ocultó. Hay un susurro suave, las piernas de mi mujer se apoyan alternadamente, en movimientos leves, sueltos: se está sacando o le están sacando el vestido, que cae, formando una mancha violeta junto a las cuatro piernas.
Llama la atención que el hombre no se haya sacado el pantalón: la está acariciando, de vez en cuando una mano baja por las nalgas, y vuelve, se demora en el surco cálido y suave que las divide, hasta que se demora definitivamente, entra con delicadeza, los jadeos de mi mujer aumentan.
Esperaba ver subir las piernas de mi mujer, aferrarse a las del hombre, o un leve crujido de la madera de la mesa que indicara que se recostaba, que se iba dejando caer sobre ella, corriendo el mantel de puntillas, arrugándolo, derribando el espantoso cisne de cerámica estilizado que hace de centro de mesa. Pero en cambio cae (siempre suavemente, sin violencia) de rodillas, y baja con decisión pero con cuidado el cierre metálico del pantalón del hombre. Desde donde estoy no alcanzo a distinguir cómo surge su miembro porque mi mujer lo abarca casi antes de que salga con la boca, lo cubre, se mueve. El hombre le sostiene la cabeza tomándola del pelo y las orejas, como temiendo que se le caiga, porque todo parece balanceo, ebriedad incontrolable, que al borde del desmoronamiento y el desorden se controla sin embargo, multiplicando el goce.
Mi mujer va cambiando lentamente la posición del cuerpo. Es como si su rostro fuera otro, a la vez más real y más anónimo que el de todos los días: tiene los ojos entrecerrados, las mejillas rosadas y ahuecadas por la tarea, el pelo rubio cayéndose desordenado y oscilante con los movimientos de la cabeza y del propio cuerpo del hombre, prácticamente sostenido por el miembro, porque las piernas se le han relajado tanto que uno de los zapatos está inclinado, flojo, como un barco escorado.
Ahora mi mujer tira de él hacia abajo, se va recostando lentamente sobre el soporte en U de ese extremo de la mesa. Apoya la espalda contra el grueso trozo de madera y el hombre se arrodilla sacramentalmente, la penetra despacio al principio, luego con más violencia.
La cabeza de mi mujer cae hacia atrás, volcando la cabellera rubia, que parece brillar en la oscuridad bajo la mesa. Ahora veo su rostro invertido, jadeante, levemente sacudido. Sus brazos rodean al hombre y lo atraen hacia ella. Por primera vez le veo la cara: es un desconocido, tan atractivo o desagradable como yo, pero en ese momento rescatado por el goce, alivianado, con todos los músculos del rostro a la vez tensos y flexibles, porque los dos se mueven en armonía, melodiosamente.
Mi mujer tiene que haber advertido algo a través de los ojos entrecerrados, porque de pronto los abre. Debe verme también invertido, más allá de la oscuridad bajo la mesa, con el montón de carpetas sobre las piernas, sentado contra el trinchante, con el sobretodo puesto. Yo también la miro. Algo debemos transmitirnos que impide que la probable sorpresa se traduzca en terror, en un breve espasmo muscular que saque al hombre de su concentración para descubrirme. Lenta, lentamente mi mujer vuelve a entrecerrar los ojos, y ni siquiera puedo inventarle una sonrisa en los labios, que reciben con blandura los del hombre, se dejan aplastar por ellos en medio de un ruido húmedo a succión, a entrega y devolución de interiores, hasta que casi pierden la respiración.
Por primera vez los movimientos del hombre parecen casi desesperarse, rozar la violencia. Lo que está haciendo es quitarse la camisa y el pulóver de un solo tirón, y, con un movimiento sinuoso de todo el cuerpo, el pantalón, que se desliza hasta las rodillas. Mi mujer lo abraza también con ansiedad, por un instante han quedado separados, pero las manos del hombre vuelven a tomarla, a calmarla, y le quitan la enagua de seda ocre, la arrojan sobre el montón de ropa que ha ocultado la mancha violeta del vestido.
Ahora sí la penetración es violenta, transmitida por la espalda de mi mujer a toda la mesa, haciendo que se agite la punta del mantel que tengo ante los ojos. Llegan al clímax con rapidez, jadeando juntos, cada vez más roncamente, con un grito final de agonía y triunfo. El hombre permanece sobre ella, acariciándole los cabellos, los hombros. Mi mujer se acomoda un poco y su rostro queda oculto. Miro entonces sus pechos: como siempre el pezón derecho está erecto, duro, y el izquierdo blando, derrumbado.
Mi mujer vuelve a acomodarse y ambos quedan tendidos en el espacio entre la mesa y la pared, acariciándose apenas. Alcanzo a distinguir cómo se eriza la piel de mi mujer. Llega un momento en que los dos parecen estar dormidos. Siento mi miembro erecto aplastado por la pila de carpetas, que empieza a ceder, recorrido por un dolor entre angustioso y gratificante, retenido.
Lo primero que se mueve es la mano del hombre, que vuelve a acariciar y después a introducirse en el surco de las nalgas, destacándose morena contra el blanco purísimo de la piel de mi mujer, que despierta con un estremecimiento de todo el cuerpo.
El temblor parece transmitirle energía al hombre, que toma a mi mujer y la alza en peso, mientras él se entrepara. Mi mujer alcanza a aferrar con los brazos los dos pilares de la U de madera, y resiste el embate rítmico del hombre por detrás. Ahora sí abre los ojos de par en par y me mira fija, hipnóticamente, hasta que se ve obligada a cerrarlos cuando ambos llegan por segunda vez al orgasmo.
La mesa se ha sacudido casi hasta descolarse, una de las carpetas se ha desplazado de la pila y ha caído, pero sin sacarlos del trance animal en que se mueven.
Ya me duele el brazo, y la erección ha desaparecido: siento todo el cuerpo al borde del calambre. Pienso que tal vez vuelvan a caer, a relajarse, dormirse: son las cinco menos diez.
Pero el rostro de mi mujer, que se ha echado hacia atrás esquivando hábilmente el borde de la mesa para quedar unos instantes de rodillas junto a las piernas del hombre, sufre una transformación horrible: recobra en un segundo los rasgos cotidianos, la leve arruga nerviosa en la comisura izquierda de los labios, el gesto general alerta, defensivo. Cuando la mano del hombre intenta acariciarle la espalda, ella se la aparta, eficaz y terminante, mientras le dice que tiene que ir ya mismo a buscar a nuestros hijos a la escuela.
No sé de qué manera, pero el hombre expresa con las piernas (por las que el pantalón ha bajado hasta formar una especie de pedestal informe), con las manos, incluso con el miembro, que ha recibido el mensaje, el baldazo de agua fría. Una de las manos baja despacio y alza la enagua de mi mujer, aquella de seda ocre que le compré en Harrod’s para nuestro quinto aniversario. Pienso que va a alcanzársela, pero lo que hace es limpiarse con cuidado el miembro, mientras con la otra mano se sube primero los pantalones y toma después su ropa.
Mi mujer se ha puesto con rapidez el vestido violeta, los zapatos. Nuevamente les veo sólo las piernas, las del hombre ahora inmóviles mientras se abrocha la camisa, las de mi mujer moviéndose, taconeando hasta perderse cortadas por el borde de la puerta que da al pasillo. Reconozco el ruido a vidrios flojos de la puerta del baño. Advierto que se ha llevado la enagua.
Vuelve un segundo después. Por un instante las piernas de los dos reproducen con tal perfección la posición de cuando entraron, que temo ver cómo las de mi mujer se apoyan otra vez contra al puerta y cómo otra vez los tacos del hombre me apuntan, para recomenzar. Pero es una décima de segundo que no detiene los pasos firmes de mi mujer, el tirón de la puerta al abrirse, el ruido que hace al cerrarse, sofocado por la humedad, casi neumático, y los pasos que se alejan hacia el ascensor.
Ahora sí, con cierta dificultad, podré pararme.

domingo, 23 de diciembre de 2007

Los Amos

Por Juan Bosch (República Dominicana)

Cuando ya Cristino no servía ni para ordeñar una vaca, don Pío lo llamó y le dijo que iba a hacerle un regalo.
—Le voy a dar medio peso para el camino. Usté está muy mal y no puede seguir trabajando. Si se mejora, vuelva.
Cristino extendió una mano amarilla, que le temblaba.
—Mucha gracia, don. Quisiera coger el camino ya, pero tengo calentura.
—Puede quedarse aquí esta noche, si quiere, y hasta hacerse una tisana de cabrita. Eso es bueno.
Cristino se había quitado el sombrero, y el pelo abundante, largo y negro le caía sobre el Descueza La barba escasa parecía ensuciarle el rostro, de pómulos salientes.
—Ta bien, don Pío —dijo; que Dio se lo pague.
Bajó lentamente los escalones, mientras se cubría de nuevo la cabeza con el viejo sombrero de fieltro negro. Al llegar al último escalón se detuvo un rato y se puso a mirar las vacas y los crios.
—Qué animao ta el becerrito —comentó en voz baja.
Se trataba de uno que él había curado días antes. Había tenido gusanos en el ombligo y ahora correteaba y saltaba alegremente.
Don Pío salió a la galería y también se detuvo a ver las reses. Don Pío era bajo, rechoncho, de ojos pequeños y rápidos. Cristino tenía tres años trabajando con él. Le pagaba un peso semanal por el ordeño, que se hacía de madrugada, las atenciones de la casa y el cuido de los terneros. Le había salido trabajador y tranquilo aquel hombre, pero había enfermado y don Pío no quería mantener gente enferma en su casa.
Don Pío tendió la vista. A la distancia estaban los matorrales que cubrían el paso del arroyo, y sobre los matorrales, las nubes de mosquitos. Don Pío había mandado poner tela metálica en todas las puertas y ventanas de la casa, pero el rancho de los peones no tenía puertas ni ventanas; no tenía ni siquiera setos. Cristino se movió allá abajo, en el primer escalón, y don Pío quiso hacerle una última recomendación.
—Cuando llegue a su casa póngase en cura, Cristino
—Ah, sí, cómo no, don. Mucha gracia —oyó responder.
El sol hervía en cada diminuta hoja de la sabana.
Desde las lomas de Terrero hasta las de San Francisco, perdidas hacia el norte, todo fulgía bajo el sol. Al borde de los potreros, bien lejos, había dos vacas. Apenas se las distinguía, pero Cristino conocía una por una todas las reses.
—Vea, don —dijo—, aquella pinta que se aguaita allá debe haber parío anoche o por la mañana, porque no le veo barriga.
Don Pío caminó arriba.
—¿Usté cree, Cristino? Yo no la veo bien.
—Arrímese pa aquel lao y la verá. Cristino tenía frío y la cabeza empezaba a dolerle, pero siguió con la vista al animal.
—Dése una caminadita y me la arrea, Cristino oyó decir a don Pío.
—Yo fuera a buscarla, pero me toy sintiendo mal.
—¿La calentura?
—Unjú, me ta subiendo.
—Eso no hace. Ya usté está acostumbrado, Cristino. Vaya y tráigamela.
Cristino se sujetaba el pecho con los dos brazos descarnados. Sentía que el frío iba dominándola. Levantaba la frente. Todo aquel sol, el becerrito...
—¿Va a traérmela?—insistió la voz. Con todo ese sol y las piernas temblándole, y los pies descalzos llenos de polvo.
—¿Va a buscármela, Cristino? Tenía que responder, pero la lengua le pesaba. Se apretaba más los brazos sobre el pecho. Vestía una camisa de listado sucia y de tela tan delgada que no le abrigaba.
Resonaron pisadas arriba y Cristino pensó que don Pío iba a bajar. Eso asustó a Cristino.
—Ello sí, don —dijo—; voy a dir. Deje que se me jipase el frío.
—Con el sol se le quita. Hágame el favor, Cristino. Mire que esa vaca se me va y puedo perder el becerro. Cristino seguía temblando, pero comenzó a ponerse de pié.
—Sí; ya voy, don —dijo.
—Cogió ahora por la vuelta del arroyo —explicó desde la galería don Pío.
Paso a paso, con los brazos sobre el pecho, encordó para no perder calor, el peón empezó a cruzar sabana. Don Pío le veía de espaldas. Una mujer se tizó por la galería y se puso junto a don Pía
— ¡Qué día tan bonito, Pío! —comentó con voz cantarina
—El hombre no contestó. Señaló hacia Cristino, que se alejaba con paso torpe como si fuera tropezando.
—No quería ir a buscarme la vaca pinta, que parió anoche. Y ahorita mismo le di medio peso para el camino.
Calló medio minuto y miró a la mujer, que parecía demandar una explicación.
—Malagradecidos que son, Herminia —dijo—. De nada vale tratarlos bien.
Ella asintió con la mirada.
—Te lo he dicho mil veces, Pío —comentó. Y ambos se quedaron mirando a Cristino, que ya era apenas una mancha sobre el verde de la sabana.

sábado, 27 de octubre de 2007

Escrito un día a la mañana // Liliana D. Mindurry


Cuando entré al cuarto de mi tío, estaba pintando. Suele pintar de noche algunas veces si no está muy cansado. O si está nervioso.
Eso dice. Que cuando está nervioso, pinta. Entonces no quiere contarte ninguna historia, nada de nada, sólo pintar y pintar. Ni siquiera te ve.
Le dije: ¿Estás enojado conmigo?
Me dijo: No, no estoy enojado.
Nos quedamos sin hablar. Cuando pinta es raro que hable. Él miraba su pintura o miraba algo que yo no veía, algo que estaría en el aire. Yo le miraba la cabeza.
Estaba Minos presente, suele seguirme a todas partes. Si uno lo acaricia se duerme. Yo lo acariciaba y se dormía.
Le pregunté a mi tío algo sobre los huracanes y me dijo que no quería hablar más de eso. Que estaba harto de eso.
Le pregunté por la flor y me dijo que lo dejara en paz.
Le dije que sí estaba enojado. Me dijo que no y basta. Cuando pinta es así. Cuando pinta lo odio.
Le dije : Merce tiene pesadillas todas las noches. Sueña con algo que no sabe qué es. Me dijo: Yo también sueño. Le dije: ¿Qué soñás? No supo decirme qué soñaba. Le dije: Debés soñar con la Cosa, lo que sueña Merce. Hace meses yo también soñaba con la Csa. Que se metía, que estaba acechando detrás de la puerta, que me tocaba los pies, que me subía por las piernas. Que yo cerraba la puerta y la Cosa empujaba y entraba. Le conté a Merce. Ahora la Cosa se le metió en los sueños a ella.
Entonces me hizo la pregunta de todos los grandes.
Por qué los grandes repiten lo mismo. No se cansan.
¿Qué es la Cosa?
Le dije: Si se supiera, no sería la Cosa. Nadie lo sabe.
Siguió pintando, cuando pinta lo odio. No se entendía mucho lo que pintaba. Era todo amarillo, naranja y marrón con alguna gama del verde oscuro. Sería la Cosa.
En una parte salía la cabezota enorme de Josecito pero podía ser una calabaza o no sé qué.
Era como si en el cuadro pasaran muchos acontecimientos, pero había que descubrirlos. Había que mirarlo mucho para entenderlo. Mirarlo y que te ardieran los ojos de tanto mirarlo, y te cansaras y quisieras dormir. Entonces te dormías y soñabas con el cuadro, con lo que escondía el cuadro. Era mi cabeza, ahora resultaba más nítida. Uno la podía reconocer. Era mi cabeza.
Era yo adentro del cuadro.
Después hizo unos remolinos como los de Dante. Remolinos adentro de un desierto blanco o amarillo muy pálido. Un desierto como ese lugar donde hay camellos. O un lugar que no es: vacío, creo que se dice.
Me dijo: Sacate la ropa. Le dije: ¿Toda? Me dijo: El vestido solamente. Le dije: Me da vergüenza. Pero me la saqué. Me senté en bombachas sobre los talones.
Me dijo: Así no.
Le vi los dedos amarillos y pensé en mi mamá que siempre le dice que no fume. No me importó que fueran amarillos.
Me hizo arrodillar. Me pintó arrodillada. Me escondió en el cuadro. Pintó encima como para que no me viesen. Pintó algo que no entendí.
Le pregunté qué pintaba.
Estaba muy enojado, no respondió. Cuando pinta se enoja, no habla. No quiere contar historias. Cuando pinta parece un viejo, más viejo de lo que es. Cuando pinta lo odio.
Volví a preguntar para que se fastidiase.
Me respondió: Una grulla. Como si me hubiera respondido: un jarrón. Le pregunté: ¿Qué es una grulla? Me respondió: Un ave. Le dije: Ya sé. Y sé que Dante dice que tiene el canto triste como la gente que vuela en el viento o, al revés, que la gente recuerda a las grullas. Me dijo: Es un ave zancuda. Parecía la hermana Rosa cuando habla de zoología. Le dije: No es una grulla. Las grullas cantan en tu cuadro, pero no se ven.
Entonces dejó de pintar, me miró, pero no el cuerpo sino la cara. Me miró la cara. Me dijo: Lo que yo pinto es una esencia que no se ve. No tiene que verse sino sugerirse. Lo de las grullas que decís está bien. Está el quejido de las grullas. Y no preguntés más porque me distraigo. Ponete el vestido y andate a dormir que es tardísimo.
Le dijo que no.
Que no me iría a dormir. Que no me iría nunca más. Que deseaba meterme en el cuadro, entender el cuadro.
Entonces él se abrió el pantalón.
Yo había visto a Josecito desnudo, pero era distinto. Era grande, enorme. Esto es lo que pinto, me dijo. Puso mi mano allí donde florecía duro, tenso y suave. También muy suave.
Fue veloz. Me hizo arrodillar como en el cuadro y me hizo poner lo tenso y suave en la boca. Me la abrió y toqué la punta con la lengua. Miré la pared, el muro donde él se apoyaba.
Dejé de mirar.
Tenía un gusto levemente salado. Me aferró la cabeza con violencia, con el mismo enojo que cuando pintaba y me la hizo mover y él también se movió. Bailaba. Eso tocó cerca de mi garganta. Me hizo lamer y volví al gusto salado. El gusto como cuando te tragás las lágrimas. Se parecía a la lengua, pero era distinto. Me dijo que aspirara, que absorbiera y empecé a sentir el remolino.
Era como una prueba de circo. Eso se metía, era un animalito vivo que deseara ser tragado. Era el gusto de la flor, aunque no un girasol, sino una cala, esas flores de muertos que son blancas y están llenas de vida. Sería la flor de la adormidera que dicen que es roja.
Tenía el ritmo de una ceremonia de esas de las películas con tipos raros y tribus. Una música nocturna. Imaginé a Francesca sobre los huracanes tragando a Paolo.
En un momento pensé que debería comer o que me devoraría el animalito que se movía entre mis dientes. Mi tío se quejaba con la tristeza de las grullas. Era una grulla.
Pensé en Dios, en Dios deforme. Se me hacía difuso.
Después sentí en la lengua un agua blanca y mi tío gritó como si le sacaran la vida. Tragué el agua blanca, la vida.
Mi tío se acostó en el piso. Parecía desmayado. Quizá muerto. Yo no sabía. Quizá la policía viniera a buscarme y me encerrarían.
No le hablé.
No le dije nada.
Él tampoco. Podía estar muerto. Vendría la policía.
Miré el desierto del cuadro.
Me fui. Llamé a Minos y me siguió.

sábado, 6 de octubre de 2007

La guerra de los paraguas // Celeste Ambrosi


El tren Roca estaba hasta las bolas de gente y hacía un calor de la puta madre, a pesar que llovía. La mayoría tenía la cara del diario La Razón y el que no, miraba lo que se le antojaba: algún culo o teta —en el caso de los hombres o mina también, porque a veces hay cada lesbi—, alguna una novela best seller, la cara de algún boludo boludeando, o bueno, lo que venga. Y entre tanto, se apareció como si se tratara de un sueño, mi payayo con sus muñecos y piedritas anti estrés. Y yo ya no supe si estaba soñando con mi amado o él conmigo.
Cómo me gusta el guacho ese, es un viejo choto. No es que sea viejo, pero está tan hecho mierda... A mi me gusta su melena enrulada, su gracia barata como los perros que vende a un peso. Cómo me calienta cuando pasa por al lado y empieza con su discurso humorístico y me roza con el sudor, que me salpica como el agua bendita. Y su inglés explícitamente estrafalario, uh, cómo me divierte ese chabón. Se caga en todo y en todos. Y yo también, cuando lo veo aparecer entre las cabezas grasientas, después de la jornada laboral, me elevo por sobre la multitud para verlo a mi payayo. Pero el guacho nunca me da pelota, por más que le compre todos los días lo mismo al mismo precio.
Al final, me puse a vender yo lo que le compraba a él. No tengo gracia para hacerlo, pero por lo menos el viaje se agiliza. Y encima no garpo boleto porque me subo a bondis y trenes como vendedora ambulante.
Viste, algunos tienen el cartel que te lo prohíbe, pero mis gomas son rápidas, más que las del colectivo y la Fórmula 1. El otro día me subí al bondi y le mostré mis nenas al chofer. Y ploin, al toque ya revendía los perritos que mueven el culito, las piedritas anti estrés y unas muñequitas checkaslavaquia. Así las llama mi payayo, que según él, así lo dice otro amigo que vende agujas. Y todos reproducimos lo que otros reproducen.
Cómo le daría a mi payayo. Se aparece y soy agua, catarata. Y él nada. Ni un beso gracioso me regala. Pero es chistoso, me afana sonrisas a rolete, aún cuando tengo ganas de repartir piñas. Porque yo a veces me enojo con el mundo por pelotudeces y me dan ganas de romperle el culo a patadas a quien sea.
Es tan seductor... detrás de ese disfraz de taceta berreta, amarilla y roja, de esa nariz colorada y esos labios remarcados con una brocha gorda, hay un gran hombre, un león con bigotes sin estilo. Qué bueno está... y el día en que lo vi en la Plaza de Lomas... me quedé embobada, observándolo descansar sentado sobre unos de los canteros... Guacho ahí voy para darte, pensaba para mis adentros. Pero no, no podía. Las flores son lindas en el jardín y él era un copete entre los demás. Silvestre, agraciado, un cocoliche con gambas.
Y entonces esa vez, se apareció reluciente como todos los días.
Hoy no pasás guachito lindo. Hoy sí que me vas a dar pelota, quieras o no. Saqué mi paragua y lo reté a un duelo ni bien estuvo a mi lado.
—Si sos macho, tirá todo a la mierda —le dije, mientras desenvainaba mi paragua.
—Andá a cagar loca —me respondió.
—Dale, no seas cagón, larga los perros de mierda y peleá si tenés guevos.
—Quién te conoce, aparte, para qué quiero pelear con una mina como vos, una puta barata, más fácil que no se qué. Hasta mis “perros de mierda” tardan en venderse más que tu bombacha. Primero aprendé a lavarla.
—Encima te la creés, bien que morís por ser dueño de estas gomas.
—Andá, más que gomas, son la cámara de mi bici pinchada. Andá a laburar. No estoy para pendejadas.
Y ahí se me cayó el mundo. Yo, tan yegua, tan adelantada para todo. Y él, viejo choto, me rechazaba y ofendía. Entonces agarré y dije má sí, esto no va a quedar así.
—Ayyyy... que hacés pendeja de mierda —me dice, sacándose el paragua del orto.
—O peleás o peleás —le digo.
—Está bien, querés piñas, vas a tener piñas.
Y chan. Nos dimos con los paraguas. Yo le revoleé el mío y él lo esquivó. Un sapucay se escuchó de fondo. Mi payayo me tiró con sus muñecos y me dio en la cabeza. Y paragua acá, paragua allá, el tren quedó en silencio. Ya no tenía más paraguas con qué darle, hasta que suena un celular y un tipo atiende.
—Bae —dice a los gritos.
Y con mi payayo nos miramos y al toque rajamos para donde el paragua. El se adelantó y yo me le encimé y le puse la traba, logrando que cayera al suelo. Pero cuando yo empezaba a correr, él me agarró del tobillo y me caí a la mierda. Y en eso el paragua seguía hablando para todo el mundo, como si estuviera en el campo.
—Che nontendei, a la puta, moó ojo Néstor Aguilera... —seguía el tipo.
Y nos levantamos los dos a la vez y a los santos pedos. Y cuando ya estábamos por agarrarlo, trastabillamos y nos volvimos a caer a la mierda.
—Paraguayo de mierda —le grito imitando su tonada—, andá a comer mandioca, chorro puto. Dejá de afanarno el laburo a nosotro.
—¿Qué e lo que te pasa a vo? —me responde, acercándose como un gallito—. ¿A quién le dijite “paraguayo de mierda”?
—Aprendé a hablar primero. Pasa que no me gustan los paragua y por eso los revoleo a la puta madre, o sea a tu tierra miserable.
—¡A la pucha! Yu Ñandeyara Jesucristo y enseñale a esta cuñá jhecó vaí tu amor como le enseñaste a la Magdalena.
—Eh payayo, vamo a romperle bien el culo. Es el último y la victoria será nuestra.
—Pará resentida. Acá somos todos iguales —me dice el puto.
—Uh loco, qué vendido. ¿Así defendés la patria? Yo pensé que tenías los guevos de un ñandú y no los de un gorrión. Andá a cagar.
Y ahí nomás se reincorporan todos los paragua del suelo. Sacaron sus mandiocas y las sacudieron en el aire al grito de “chipá chipá, aña menby”. Y el malón se me vino encima. Ni mis gomas sirvieron para protegerme. Volví a mi casa con mandiocas hasta en el orto. Todos se cagaban de risa cuando me veían pasar con el culo roto. Algún día les va a tocar, pensaba.
Y mi payayo se fue con sus perros moviendo el culo y sus muñecas checkaslavaquia. Qué hermoso era, qué gran hombre. Después de todo, era poca cosa para mí. Los guevos de un gorrión no son nada para una mina como yo. Un mísero peso salían las pelotudeces que vendía, solamente un peso de mierda; lo que vale un billete de La Solidaria.

martes, 2 de octubre de 2007

La esquina

Samantha se acomodó con disimulo el corpiño de encaje luego de apostarse en su esquina favorita. Los senos siliconados asomaban punzantes a punto de explotar. La breve pollera dejaba entrever unos muslos bien torneados y blancuzcos que se elevaban por encima de unas botas altísimas. Unos labios furiosamente pintados de granate y un exceso de purpurina acentuaba lo grotesco del cuadro. Esa noche, la calle del laberíntico barrio apenas si estaba iluminada. Un cuarto de hora más tarde no tardarían en llegar otras chicas de la noche. Los bocinazos rompían los oídos de los pocos transeúntes que acertaban a pasar por allí. Desde hacía varios meses la cuadra se había convertido en una suerte de palestra donde convergían personajes de dudosas procedencias. Muchas veces había peleas. Las prostitutas odiaban a los travestis porque estos se alzaban con una mayor cantidad de clientes. Se armaban así violentas escaramuzas de las que, invariablemente, salían perdiendo las profesionales de sexo femenino, al no poder con las fuerzas físicas de sus rivales. Samantha tenía como acérrima enemiga a la Turca.
Un sueño recurrente opacaba desde hacía varios días las siestas de Samantha, haciéndola despertar en forma brusca. Cada vez que lo recordaba un feo presentimiento se apoderaba de ella. Unos hombres con capucha la violaban reiteradamente en un baldío lleno de tierra, hasta que de improviso se alzaba un hacha por encima de su cabeza. Verdad es que en el momento culminante, Samantha reaccionaba cubierta de sudor. Se encontraba rememorando la pesadilla cuando una voz la volvió a la realidad.
—¿Subís? ¿Cuánto cobrás? —le preguntó desde el auto un hombre con una cicatriz que le surcaba el lado izquierdo de la cara.
—Cuarenta pesos el servicio completo.
—Hecho, subí.
A unos diez metros se encontraba la Turca con otras compañeras contemplando la escena.
—¡Mirá que suerte tiene el trava de mierda ese! Ya se levantó uno.
—No sé qué tienen los tipos en la cabeza. Los eligen a ellos y a nosotras que somos mujeres con todas las letras nos dejan pagando.
—Dicen que cobran más barato, tiran mejor la goma. Vamos a tener que mejorar el servicio o nos vamos al tacho. O nos ponemos en bola como ellos o...
—A cada santo le llega su San Martín. Siempre hay un loco que reacciona mal cuando se encuentra con la sorpresita —alegó la Turca.
Tres días más tarde la policía encontró el cuerpo semi decapitado de Héctor Gómez (a) Samantha en un zanjón. El crimen aún hoy en día sigue impune y la esquina que por derecho propio le había pertenecido al infortunado travesti pasó a tener desde entonces como dueña absoluta a la Turca.

jueves, 27 de septiembre de 2007

Escapar

El domingo agoniza, y el miedo comienza a chorrearle por el cuerpo, despacio, despacito, así tan lento como se va escurriendo el sol, detrás de los lejanos edificios.
Qué extraña conexión se establece entre ese atardecer igual a otros, y el desenfreno de su pena que la invade inexorable, mientras el demiurgo cruel y despiadado, entreteje una trama siniestra de locura, miedo y oscuridad.
Las manos se le elevan como palomas asustadas y se cubre los ojos, mientras un desenfreno de ideas invade sus espacios.
El ojo azul que se mece de su cuello, talismán ajeno, no puede apartarla del destino del que busca escapar.
Mira la profundidad engañosa, que se ondula como olas, como el andar voluptuoso de una serpiente, como la arena deslizándose sutil, médano abajo, y abre sus brazos en un vuelo único, irrepetible, reparador.
El aire, cuidadoso amante, la envuelve en un manto sedoso, y la acuna y la acompaña, en el breve, brevísimo vuelo nupcial.
A lo lejos, una sirena deja escapar su angustioso alarido.
El ojo azul, asombrado, mira el cielo teñirse de fuego con las últimas llamaradas del sol, y a la gente arremolinarse curiosa, junto a la sombra desarticulada, que se recuesta blandamente sobre el enlutado pavimento.

viernes, 21 de septiembre de 2007

Hendija


Sacó de su bolsillo un paquete arrugado de Malboro y prendió el último cigarrillo que le quedaba con el único fósforo que había encontrado en toda la casa y se acercó pausadamente hasta la ventana del living. Cerró las cortinas dejando sólo una hendija, tosió y escupió la flema que le molestaba en la garganta mientras miraba la vereda, esperando que algo sucediera. Pensó en la guerra, en las piernas que había perdido escapando de aquella emboscada, en los amigos caídos.
Vivía en un caserón antiguo con piso de madera y techos altos; las telas de araña se acumulaban en las paredes y las boletas de los servicios públicos hacía rato que se habían dejado de pagar.
Empujó su silla de ruedas hasta la cama, entre diarios viejos y revistas pornográficas baratas encontró su petaca de plata; la movió rápido, ansioso, esperando oír algo de líquido en su interior; era su día de suerte, aún quedaban unos pocos sorbos y los tragó sin pausa mientras pensaba en sus viejos camaradas, aquellos buitres que lo rodeaban cuando era exitoso, esos supuestos amigos con los que bebía los licores más finos cuando había tenido aquella mágica e histórica racha en el hipódromo... ¿Dónde estaban ellos ahora? ¿Los necesitaba? No. Con su pequeña botellita de alcohol puro rebajado con agua, era feliz; no necesitaba marcas caras de las bodegas más selectas, sólo algo que le llegue rápido al cerebro y se lo maltratara por un par de horas.
Miró el reloj, eran casi las 16:30 y se arrastró en su silla hasta la hendija que había dejado en la ventana. Fumó en silencio intentando controlar el rechinar nervioso de sus dientes. Sus ojos se reposaban en el asfalto, y sobre todo en la puerta de madera del edificio de la cuadra de enfrente.
Por fin aparecieron como todos los días, casi al atardecer y comenzó el show, su show. De un lado ellas, las dulces nenas del colegio católico, saliendo apuradas con sus polleritas minúsculas rumbo a sus hogares. Del otro lado él, borracho sin talento, abandonado por su familia, espiándolas desde una silla de rueda a través de la hendija de una ventana, con el cierre del pantalón bajo, su cigarrillos a punto de terminarse en la boca, olvidándose del pasado, sin pensar en el futuro y viviendo al ritmo de sus inquietas manos, un presente de fantasía.

martes, 18 de septiembre de 2007

Sin destino en la ciudad

Sin destino en la ciudad
Caminar sin destino en la ciudad
es una forma de recuperar estampas,
vacíos antiguos, veladas ruinas.

La luz de una vidriera
nos dice quienes fuimos,
ajustamos el paso a las baldosas blanquinegras
que adornan las aceras,
todo retorna a su vieja asimetría.

Caminar sin destino entre las gentes,
bajo el ruido que reina en la ciudad,
es una forma de saber que estamos vivos.

A nuestro alrededor los rostros deambulan,
en los gestos hay un rastro de armonía,
puede sentirse el calor entre las calles.

Pero alguna vez todo calla de repente:
cesan las conversaciones que nunca sucedieron,
se apaga el brillo de los escaparates,
nadie ríe, nadie celebra, nadie canta,
nadie grita sobre el silencio del asfalto.

Y entonces uno sabe
que todo forma partedel mismo sueño
que incesantemente se repite
(como una siniestra tortura de los dioses)
sobre las turbias almohadas de la noche.

sábado, 15 de septiembre de 2007

La otra

En dos oportunidades, mientras tomaba un café en el bar de siempre, la había visto pasar entre el gentío, como la imagen de mi imagen, copia fiel, duplicado exacto de mí.
Primero fue extrañeza que paraliza, y luego curiosidad que me impulsó a buscarla entre la multitud que avanzaba por la avenida, donde finalmente se perdió, sin que pudiese alcanzarla, aunque sabía que volvería a verla.
A partir de entonces, día tras día y en el mismo horario, esperé pacientemente sentada en el bar, hasta que la vi llegar cruzando con rapidez la calle. Y fue verla y verme, de manera tal que si yo no supiese que en ese momento estaba sentada junto a la ventana del café, pensaría que era aquella mujer que con pasos ligeros pasaba junto a mí sin percatarse de mi presencia.
Rápidamente salí tras ella, sin tener muy claro qué actitud adoptar. La fui siguiendo desde una discreta distancia, y desde allí la observaba buscando descubrir algún detalle que me diese la pauta de que estaba equivocada y que esa mujer no era tan idéntica a mí, hasta el punto de provocarme tal confusión.
Sin embargo su andar era el mismo, al igual que su cuerpo, el color y corte de su cabello, la forma que movía sus brazos al caminar, la posición de su cabeza, la curvatura de su cuello, y su rostro, que era de una similitud angustiante. La única diferencia estaba dada por su aspecto cansado, lo ajado de la piel de sus manos y su rostro, y el humilde vestidito blanco que llevaba.
Mientras por mi mente cruzaban alocadas ideas, historias de hermanas perdidas, separada por quién sabe qué extraña circunstancia, fuimos alejándonos del ruido del centro y adentrándonos en los suburbios, mientras anochecía.
La gente que circulaba por la calle cada vez era menos y sentí temor de ser descubierta persiguiendo o persiguiéndome.
Nos internamos por una callejuela solitaria y oscura, que separaba modestas casas, de las que salían voces, música y gritos. La mujer ingresó a una de ellas y yo me quedé sola en medio de la oscuridad. Sin saber qué hacer, regresé al centro.
Pasó más un mes desde el día que descubrí a aquella mujer y el encuentro no se había vuelto a repetir. Sentía cierta inquietud pensando que alguien con tanta similitud conmigo se desplazaba libremente por la ciudad haciendo quién sabe qué. En realidad, el conocer su existencia me turbaba y se había transformado en una obsesión por querer saber de sus movimientos.
Llevada por estos pensamientos, decidí volver a su barrio y tratar de saber algo de ella. Repetí todo el trayecto de la vez anterior, bajo una persistente llovizna, hasta llegar a la casa donde la había visto entrar.
Me sorprendió el silencio, que daba una característica distinta al lugar, y sin pensarlo golpee la puerta Esperé unos minutos y al no tener respuesta insistí. Finalmente la puerta se abrió. Una anciana se asomó y , al verme, un grito ahogado escapó de su garganta y retrocedió murmurando algo, que sonaba como una maldición o un conjuro.
Avancé hacia el interior de la vivienda, que estaba atestada de velas, imágenes paganas y de santos. En un rincón, una mesa oficiaba de altar y sobre ella había velas encendidas, flores, frutas y un recipiente conteniendo un líquido rojizo rodeaban una fotografía, en la que se podía observar de cuerpo entero a la mujer a quien yo había ido a buscar.
Pasados los primeros momentos de estupor, pude hacer que la vieja me contara que la mujer de la foto había muerto un año antes, pero que alguien aseguraba haberla visto en la zona del centro, sentada por la tarde a la mesa de un bar.
Al día siguiente se cumpliría el primer aniversario de su muerte y la anciana le había prometido a la familia de la difunta que ella regresaría para estar con los suyos; que en eso había estado trabajando, y que yo era la respuesta.
No quise escuchar más. Me eché a correr bajo la lluvia, sintiendo que la frontera entre la vida y la muerte, entre la realidad y lo imaginario, el aquí y el allá, entre ella y yo, formaba parte de un orden inexplicable, que no debía alterarse por nada ni por nadie.
Desde entonces no he vuelto al bar.

sábado, 8 de septiembre de 2007

El trabajo del tiempo

Provenimos del tiempo
para el tiempo
Nos dejamos corromper por su cortejo sin retorno
Es la estela que deja
la que acaba con la materia efímera
de que estamos hechos
El tiempo y su vestidura de arenas
volviéndose alimento inútil para los soldados
De fragmentos fueron los primeros hombres
formaron de barro el sillón que los sostuvo
se transformaron en plantas y en la tierra misma
Gobernados quedamos a jugar ruleta rusa
entre nuestros hermanos
Fuimos expulsados del tiempo
para sucumbir en el aire líquido
de los insectos en el verano
testigos sin aura de un destino agónico
que nadie supo ocultar ni revelar
El país completo fue dado de baja
se oscureció para todos los paisanos
como la noche eterna del ocaso
No sé de dónde vinimos a dar
La hoguera de nuestros padres se detuvo
musitándonos apenas
el final de los inviernos
fue un asalto terrible a toda
una inmensa confianza
Nos destituyeron de la comandancia
para vivir desamparados
como topos entregados al subsuelo
En todo pequeño detalle hay oportunidad
para que el tiempo prosiga su trabajo.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Crueldad

Todavía el sol dormitaba en esas mañanas frescas de invierno, cuando los obreros llegaban —enfundados en viejos, pero abrigados gabanes, gorros y guantes de lana— algunos en bicicleta, otros caminando, los restantes en tren.
Eran tiempos en que el trabajo no era un bien escaso, aunque como siempre, desde que el hombre es hombre y tiene memoria, era un instrumento de coerción.
Tiempos en los que las máquinas rugían voraces, echando humo y enormes llamaradas, como dragones mitológicos. Hasta que promediando la tarde el timbre de salida, renovaba las ilusiones de los trabajadores que, cual caballos desbocados salían en tropel a respirar el aire. Ilusiones cortas, efímeras.
Durante la jornada, el capataz recorría la planta, impartiendo órdenes, gritos e insultos por igual.
En la fábrica no había tiempo para hacer amistades, sólo era un lugar para trabajar y ganarse el pan del día. Existía sí, una suerte de camaradería, de compañerismo, aunque siempre se filtraban batidores y obsecuentes de la patronal.
El hecho es que fue en aquellas épocas de oro cuando Mario ingresó como peón. Con tan sólo catorce años, de pantalones cortos (ni se conocían los mínimos principios —o se conocían y no se aplicaban— de seguridad laboral), y su cara de bobalicón. Los brazos desproporcionadamente largos le daban un aspecto ridículo, complementado por unas orejas de Dumbo que resaltaban debido a su pelo cortado al ras, estilo militar. De una estupidez tan extrema como tierna e inofensiva.
Desde su llegada fue el blanco de chanzas y cargadas, pero él no se daba cuenta. Tenía algún tipo de retraso mental que le impedía dicernir la realidad de la fantasía.
Cuando en el mediodía paraban para comer y salían al patio a tomar un poco de aire, alguno solía decirle:
—¡Mirá Mario! ¡Una vaca volando! —y el pobre giraba la cabeza y miraba hacia el cielo, buscando el prodigio.
—Qué inocente —decían sus antiguos compañeros.
—Qué imbécil —dirían los últimos, pero esa es otra historia a la que ya vamos a llegar.
En él solían descargar su bronca y sus miserias los obreros que antes habían sido denostados por el capataz y también el capataz, cuando no podía contra algún trabajador rebelde pero de contextura fornida.
Durante los años de esplendor de la fábrica, Mario trabajó siempre como peón, alcanzando herramientas, pasando el lampazo, limpiando de grasa las máquinas. Nunca le dieron mayores responsabilidades porque nunca demostró tener cualidades para asumirlas y a él parecía no importarle: siempre en su mundo abstracto e irreal.
Años de trabajo. De personajes pintorescos. Como el Negro José Luis que se cortó la mano derecha con una sierra sin fin y a los tres o cuatro meses ya estaba trabajando nuevamente, con un gancho unido a su muñón y dejó de ser el Negro para convertirse en el Pirata José Luis. O como Alí, el argelino, del que se burlaban por su castellano primitivo, hasta que un día dijo: "Basta de cargada, a mi no importa meter cuchillo en panza de cualquiera" y así se ganó el respeto de sus compañeros. O el Alemán, encargado de la grúa, que subía por la mañana temprano a las alturas, escondiendo unas cuantas botellas de cerveza entre la ropa, y bajaba con el sonido del silbato de fin de jornada, totalmente borracho, pero con el trabajo realizado en forma increíblemente impecable, hasta el día en que un cable se desprendió del guinche y unos tubos de acero cayeron al vacío sin golpear milagrosamente a nadie, aunque le valió un despido con causa.
Esos años pasaron. El trabajo fue mermando. Algunos trabajadores murieron de viejos, otros por sindicalistas en épocas difíciles y todavía no digeridas. Los más, fueron despedidos.
Y quedó la fábrica. Como un elefante agonizante. Triste vestigio del pasado.
Los horarios cambiaron. Ya no era necesario comenzar tan temprano con la producción. Los trabajadores eran pocos, no llegaban a la veintena. De aquellos, de los antiguos, solo uno, Mario. De pantalones largos, claro, pero con las orejas tan grandes como siempre. El pelo ahora lo tenía un poco más largo y más blanco. Siguió siendo objeto de burla, pero ya no eran inocentes bromas. Algunas veces llegaban hasta el escarnio. Pobre Mario y su mundo mágico.
En una tarde de aburrimiento y hastío, sin trabajo y sin ganas de limpiar la mugre que se juntaba por cada rincón, los trabajadores, abúlicos, esperaban pacientemente la hora de salida, cuando vieron pasar una rata que salía por detrás de un torno, perdiéndose entre virutas y aserrín.
Decidieron construirle una trampera, enganchando un pedazo de queso para atraer al animalejo a la perdición.
Cuando sonó el silbato de salida, se retiraron hacia las duchas olvidándose de la rata y la trampera. Sólo Mario, se quedó observando el objeto con la mirada perdida.
Al otro día, llegaron los trabajadores a comenzar sus tareas, cuando repararon en que la trampera estaba sin el queso y sin su presa. Todos festejaron la astucia del roedor.
Uno de los muchachos, tal vez sin malicia, pero seguro que sin tacto, le comentó a Mario:
—Viste viejo, la rata se llevó la comida burlando la trampa que le pusimos.
Viendo la cara de Mario, mezcla de asombro y temor, otro de los obreros agregó:
—Yo la ví cuando se llevó el queso. No era una rata común, era como un bicho asqueroso vomitado desde el mismo infierno, con colmillos enormes y ojos de fuego. Y en el momento de llevarse la comida juró venganza a quienes quisieron atraparla y dijo que como éramos muchos, vendría a buscar al más viejo.
—¿Cómo? —preguntó Mario asustado.
—Sí, tené cuidado viejo, la rata te va a venir a comer —le decía el obrero muy serio, mientras el resto se descostillaba de risa.
—Pero si yo no hice nada; yo no armé la trampa, ni le puse el queso —imploraba Mario, lloroso.
—Ah, no sé; la rata dijo eso, no me preguntes por qué —insistió ya sin contemplaciones.
A partir de ese día la monótona vida de Mario cambió para siempre. Ya no podía dormir. Tenía horribles pesadillas donde una rata lo tomaba por el cuello impidiéndole gritar o pedir socorro, llevándoselo a la rastra a los confines del infierno. Se despertaba sofocado, con palpitaciones, transpirado y con mucho miedo.
Llegaba al taller con profundas ojeras. Los demás murmuraban a su paso: "ayer la rata dejó un mensaje: la hora se aproxima".
La crueldad de sus compañeros llegó a límites extremos. Un día le dijeron que la rata lo esperaba dentro del baño, armada con cuchillo y tenedor, con lo cual el pobre se aguantó durante casi toda la jornada, hasta que su vejiga hinchada no pudo más y terminó orinándose encima.
Con un lamparón entre los pantalones, Mario pasó el resto del día entre cargadas y bromas de mal gusto.
La paranoia llegó a tal extremo que Mario dejó de utilizar el baño de su propia casa por miedo a que una rata diabólica lo estuviera acechando del otro lado de la puerta. Caminaba por la calle como un autómata, mirando hacia el suelo, buscando a la rata que lo llevaría a la tumba.
Y en la fábrica las cosas iban cada vez peor. Todos se burlaban sin piedad. Su vida era una calamidad. Sus compañeros eran crueles, tanto como aquel antiguo y olvidado capataz de tiempos pasados.
Un buen día, Mario no apareció a trabajar, ni al día siguiente, ni al otro.
Los otros obreros lo echaron de menos los primeros tiempos, porque no tenían de quien burlarse. Para los patrones fue una excelente noticia, ya que se ahorraron una jugosa indemnización por antigüedad a un trabajador que no les reportaba ningún beneficio. Luego fueron olvidándolo.
El hecho es que nadie se preocupó por él.
Tampoco nadie se enteró de ese pobre loco que ingresó a la guardia del hospital, con el estómago reventado, lleno de veneno para ratas y que gritaba como un poseído:
—¡Si me vas a comer, no te la vas a llevar de arriba!

domingo, 2 de septiembre de 2007

La sorpresa.

De pronto un fuerte golpe me hizo reaccionar. La dura mano del invierno me golpeaba con su aliento. Había atardecido y el crepúsculo era un manto gris con destellos fosforescente; la calle, una larga tristeza con rostros de rebaños.
Yo pisaba firme, con inusitada fuerza, aunque el cansancio me pesaba. Algo más helado aún, como un áspid mordiéndome el cuello, me detuvo en seco. Y una voz imperativa estalló en mi oído:
—No hagás ningún ademán y caminá tranquilamente. ¡Ah!, y de vez en cuando sonreíme.
Me tomó escondiendo el arma; lo intuí en su ademán, aunque no me atreví a mirarlo. La sorpresa me omnubilaba; entonces, obedecí.
—¿No reconocés mi voz?
—No —le contesté lacónicamente.
—¡Sabés cuánto hace que espero este momento? Te veo pasar todas las tardes y vos ni me mirás. Pero me volvés loco, ¿sabés? Invento las palabras más lindas para decirte, pero nada.
Perpleja y aterrada pregunté:
¿Qué querés?, plata no tengo.
—No me importa tu dinero, ¡preciosa! Me importás vos.
De repente, dirigiéndose a un edificio antiguo, corroído por el tiempo, me dijo:
—Dale; ¡entrá!
Luego no recuerdo qué pasó exactamente, pero si veo su viscoza mirada, su mano tapándome la boca y su baba de caracol repugnante por mi cuerpo menudo en total desnudez. Su rostro aparecía confuso, cuando creía reconocerlo se volvía una total nebulosa. Pensaba: ¿cómo podría realizar su identikit?
Logré relajarme y azorada comencé a sentir una gran exitación. Sus manos eran un molinete dislocado recorriéndome, deteniéndose en mi sexo a cada instante. Mordía mis pechos de manzana pequeña y su lengua me bebía sin piedad. Con horror de mí misma lo disfrutaba sin poder evitarlo.
No logró penetrarme. En ese tornado de impulsos se derramó rápidamente por mis piernas con un jadeo entrecortado y quemante. Luego cayó pesadamente sobre mi cuerpo.
Un esperma anaranjado chorreaba desde mis muslos y en una gran mancha se esparcía sobre las sábanas, cada vez más y más.
Grité. Y un vómito desconsolado subió a mi garganta. Sobresaltada vi la claridad del amanecer inundando el cuarto. Como pude, miré el reloj. Eran las ocho. Mi corazón palpitaba aturdido.

sábado, 18 de agosto de 2007

Para siempre

Aquella tarde llegó temprano a su casa, ya no tenía la necesidad de quedarse en el trabajo hasta última hora .Al entrar tuvo la sensación de encontrarse en otro lugar, diarios viejos, platos sucios, polvo y papeles tirados traslucían en la atmósfera un aire de abandono.Caminó hacia su cuarto con paso ciego y se detuvo ante la puerta destartalada.Su habitación estaba más desordenada aún que el resto de la casa y sobre la cama estaba ella, dormida, las sábanas dejaban entrever sus piernas y pensó en acercársele y robarle unos momentos de amor, pero unas manchas de sangre seca a su alrededor lo frenaron.
—Mierda, dijo.
Hacía tres meses que la conocía, se encontraron por casualidad en el bar que frecuentaba; estaba sentado en la barra conversando con el barman cuando sintió una mirada quemándole la espalda. Tenía unos 30 años, alta y delgada como una espiga, algo simple tal vez para sus gustos (le gustaban las mujeres con sobrepeso, algo groseras, con aire de matronas, pechos tambaleantes como gelatinas), pero ella estaba allí y era peor que nada, cualquier cosa era preferible a irse solo a su casa.Se le acercó y le preguntó su nombre. Vivian. Alguna vez había conocido a otra Vivian, pero era gordísima y con una boca capaz de zambullirse en lo más profundo de su ser.Sonrió al recordarla y sintió un cosquilleo en el vientre.Empezaron a conversar ante la mirada indiscreta de quien atendía la barra,el que de a ratos soltaba unas risitas hipócritas y confidentes. Ella le contó cosas de su vida, su trabajo, gustos, el motivo por el cual se encontraba en ese bar en donde casi todas las mujeres parecían desagradables y putas; le dijo que se sentía sola, perdida, vacía.Él miraba sus ojos negros de animal herido, sus delgados y casi inexistentes labios, sus pechos, sus piernas y le importaban un carajo todos sus problemas. Luego sintió una sensación de vértigo y algo que le quemaba el estómago, el recuerdo de la gorda lo había afectado.
—Ya es hora, le dijo.
A eso de las tres de la mañana salieron del bar, ella de manera enérgica no paraba de hablar; hubiera querido ponerle un tapón en la boca.Fingía interesarse por todo cuanto ella decía, cuando realmente en lo único que pensaba era en esa quemazón que ahora recorría de arriba a abajo todo su cuerpo.La llevó a su casa, luego a su cuarto y ella se dejó llevar sin decir palabra.Fue algo rápido, con no más sobresaltos que los gritos de ella y los espasmos de él.
—¡Fue un buen polvo! le dijo mintiendo, y ella asintió sin más.
Desde ese día regresó cada noche, y cada noche se repitió la misma escena.Le jodía su voz, su cuerpo, su vida, sin embargo siguieron juntos; le parecía vana, hueca, pero no podía estar sin ella. La esperaba desde que la veía partir en la mañana, la añoraba en el trabajo y al llegar a su casa en la tarde.No hacía más que pensar en su regreso y en su anoréxica y lastimera figura; no podía soportar su ausencia ni un par de horas.Y comenzó a desvariar entre un universo abstracto y otro real y el miedo al abandono, a quedarse solo y sin ella lo fueron torturando cada vez más.
Vivian llegó más tarde que nunca esa noche, y él había pensado que no regresaría.Cuando se abrió la puerta y la vió entrar,se puso a llorar desconsoladamente.Hicieron el amor como nunca antes lo habían hecho y se dió cuenta entonces de que la amaba, sin dudas amaba a esa mujer que conocía hacía tres meses.
En la madrugada se despertó sudando, los miedos volvían a él como herencia.Nadó en la oscuridad de su cerebro y esa necesidad de no ser abandonado lo obsesionaba, tambaleaba en un mar de dudas, sintió que iba a reventar, que le faltaba el aire,que se ahogaba y ya no pudo controlarse; tenía que retenerla para siempre…
Y ahora ella estaba ahí, sobre su cama, tan tranquila como siempre, era temprano todavía.Empezó a tirar los papeles y demás cachivaches que cubrían casi todo el suelo, barrió cada rincón de la casa. El sol entraba fuertemente por las ventanas llenándolo todo con su luz, y ella continuaba allí sobre la cama; se sintió feliz, la quemazón había pasado junto con esa sensación de desamparo y miedo…
— ¡Desde hoy todo será diferente!, se dijo.
Mientras, el olor que salía del cuerpo de Vivian ,empezaba a invadir con sus garras toda la casa.

martes, 14 de agosto de 2007

Los celos

-¿Qué te parece si invitamos a cenar a Marta y a Mario?
La pregunta híbrida de Elena tomó por sorpresa a Roberto.Ella estaba en el dormitorio, y él, sentado en el sofá del living, no podía verla. ¿Había preguntado con naturalidad, sin darle importancia, o acaso premeditaba algo?
Aunque faltaban todavía dos semanas, les gustaba preparar su cena de aniversario con antelación para que se convirtiese en una efeméride especial, y en los cuatro años que llevaban de casados jamás habían invitado a nadie, puesto que era una ocasión exclusiva e íntima para los dos con fantasías en ebullición.Durante los últimos años no habían gozado de buenas amistades con las que compartir el evento.Gradualmente se habían ido quedando solos, se aislaron socialmente. Un poco por comodidad y otro poco por desinterés habían ido descuidando a la barra de juglares de la juventud. No les agradaba salir de su confortable refugio cotidiano para hablar una y otra vez de las mismas vaciedades de siempre. Sus conocidos seguían estancados en bromas antiguas y no demostraban tener ningún interés en temas de actualidad limitándose simplemente a comentar el fútbol del domingo o a criticar a viejos vecinos. Elena y Roberto, no pretendían nada extraordinario, ningún prodigio, sólo un poco de conversación adulta de vez en cuando y como no eran personas abiertas a conocer gente nueva, cuando les presentaban a alguien, o coincidían forzosamente con otros en cualquier reunión, se limitaban a ser corteses, pero sin entreabrir jamás esa puerta que permite que vuelvan a llamarte, a invitarte e intimar, o lo que es aún peor, a que los demás se auto inviten e invadan tus espacios y costumbres.Pero meses atrás habían conocido a Marta y a Mario con gustos y aficiones parecidas a las de ellos. A Roberto le encantaba la idea de que asistiesen a la cena, sobre todo quería ver a Marta, pero no lo podía reconocer abiertamente delante de su esposa y cuando ésta lo sugirió, se limitó a murmurar una afirmación inconsistente.
Roberto conoció a Mario en su trabajo y desde el primer momento quedó gratamente impresionado. Él era una persona de trato exquisito. En la oficina era eficiente y siempre estaba de buen humor, dispuesto a ayudar a cualquiera; simpático y ocurrente nunca cruzaba la frontera para convertirse en un molesto chistoso. Tenía además un aspecto agradable que le daba un aire relajado a todo lo que hablaba o hacía. Pronto comprobaron ambos que eran muy parecidos en casi todo y comenzaron a congeniar, salían juntos a tomar café y cada vez que se cruzaban en los pasillos se paraban un rato a charlar. Un día Mario le presentó a su esposa, Marta, que había pasado por la oficina a saludarlo. Era bellísima.Tenía el pelo corto, moreno, no era muy alta y sí deliciosamente proporcionada. Vestía jeans y una camisa roja ceñida y su rostro era de un encanto tan sencillo y natural que desarmó a Roberto y lo dejó hipnotizado. No aparentaba ser sofisticada, no llevaba maquillaje ni joyas.Roberto se preguntó si una persona tan bella podría llevar una vida normal, porque él estaba seguro de que, con esa cara, esa manera de moverse, tan libre, tan juvenil, tan sexy podía hacer lo que quisiera, desde enamorar a reyes y emperadores hasta transformar a un guapo en cobarde o destruir a medio mundo si le viniera en gana. A él ya había empezado a destruirlo…
El haber conocido a Marta hizo que Roberto quisiera reforzar su amistad con Mario.Por primera vez en mucho tiempo podía mantener una conversación con alguien sin sentirse forzado o incómodo, pero por sobre todo, deseaba volver a encontrar a la mujer de su amigo.No se la podía quitar de la cabeza. Así, una noche, salió a tomar algo con su esposa y se las ingenió para coincidir “casualmente” con la pareja en el bar donde sabía que iban a estar. Era el segundo encuentro con ella y parecía aún más hermosa. Tras las correspondientes presentaciones a Elena, comenzó lo que se convirtió en una maravillosa velada regada con buen vino.A los cinco minutos ya reían como viejos amigos, eran cuatro espíritus mancomunados que se encontraban descubriendo aficiones comunes. Roberto, feliz, se pasó la noche como un sabueso, mirando a los ojos de su reciente amiga Marta.Lo que no imaginó es que esa madrugada, su mujer soñó con Mario. Si a él le había gustado Marta, a Elena la había encandilado Mario.Ella nunca había sido una mujer interesada en otros hombres, ni se le había pasado por la cabeza mirar a otros, ni siquiera como curiosidad o para seguir las bromas de sus antiguas amigas. Mario había estado muy atento toda la noche con ella, pendiente de que no le faltara nada y que no quedase fuera de la conversación en ningún momento. Su personalidad le atrajo, y su físico aún más. Aunque su rostro era agudo y sus facciones marcadas, los ojos caídos y melancólicos le restaban rudeza y le añadían una pincelada de ternura. Poseía una elegancia serena que irradiaba bienestar en torno a él. Y Elena, un poco achispada por el alcohol, no podía dejar de mirarle el trasero cuando se levantaba para ir a la barra a pedir más bebidas. En el sueño de aquella noche su subconsciente fue un poco más lejos…
A partir de aquella ocasión, tanto Roberto como Elena buscaron excusas para verse con sus nuevos y deseados amigos. Comenzaron a salir, en contra de sus antiguas costumbres, varias noches por semana, y a merodear por los bares que frecuentaban Marta y Mario hasta que los localizaban. Pronto se consolidó la unión entre los cuatro.
Con el pasar de los años, la comunicación entre Elena y Roberto había seguido una línea descendente sin interrupción que les llevaba a un punto en el que hablaban lo indispensable para no perderse el respeto o para guardar las formas. Quedaron atrás los primeros tiempos, cuando eran la envidia de todos, siempre los dos juntos, enfrascados en conversaciones íntimas, indiferentes al universo que los rodeaba. Se seguían queriendo y se habían habituado a la convivencia, se deslizaban sobre ella confortablemente, pero sin los altibajos que la hacen jugosa y fructífera. No podían recordar la última vez que habían hablado de ellos mismos, de sus ilusiones, de sus intereses o de sus miedos. Ya ni se les pasaba por la cabeza emprender nuevos retos juntos, descubrir músicas fascinantes, sabores embriagadores o viajes encantados. Ya ni siquiera discutían. Por eso, estos nuevos hábitos en su, hasta ahora, aburrida vida social, empezaban a preocupar a Roberto. Se preguntaba si su esposa habría notado ese súbito interés que él mostraba por Marta. A veces, estando en el bar, hasta él mismo se sorprendía mirando embelesado durante largo rato los hombros desnudos de ella y se avergonzaba de no haber prestado atención a lo que se hablaba; o cuando salían a caminar los cuatro, él siempre procuraba situarse junto a Marta.Estaba casi convencido de que esos detalles tan burdos no podían habérsele pasado por alto a su mujer. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Elena no reparaba en absoluto en lo que hacía su marido. Bastante trabajo tenía ella con que no se le notara su ansia por estar junto a Mario y al igual que una colegiala ilusa con su primer amor, le parecía reconocerlo en cualquier hombre que se le acercaba por la calle. Un pellizco le oprimía el estómago hasta que descubría que no era quien soñaba, pero ya no podía evitar que el resto del día sus pensamientos estuviesen dedicados a él.
La vida de ambos fue llenándose de nuevos detalles. Elena comenzó a comprarse ropa interior más moderna y provocativa. Aunque sabía que su idolatrado Mario no iba a saberlo, ella se sentía mucho más segura y confiada, incluso comprobaba que en las conversaciones, era como si las sugerentes y minúsculas tangas le otorgasen alas liberadoras, y se aventuraba mucho más en sus juegos de seducción.Por su parte, Roberto, se anotó en un gimnasio y se excusaba ante su mujer, suspirando aliviado al ver que ella no indagaba demasiado en las verdaderas causas de ese súbito interés suyo por el spinning, los bancos de abdominales o los aparatos de step. Tampoco Elena manifestaba curiosidad cuando Roberto llegaba a casa y bebía unos extraños brebajes de avena, condimentaba ensaladas de algas o tragaba comprimidos de hígado de pescado.
Era indudable que la compañía de Marta y Mario los estimulaba en todos los sentidos.La actividad sexual mejoró considerablemente entre ellos. En los últimos meses, a partir de las salidas nocturnas, llegaban a su casa y se enmarañaban en juegos eróticos inusuales para ellos, con la avidez propia de una pareja de recién casados. Claro que ambos ignoraban que la mente de su respectivo cónyuge estaba pensando en otra persona.
Sin embargo, los plácidos y encantadores días que se auguraban a sí mismos en compañía de Marta y Mario se nublaron con la aparición de Patricia.
Patricia se mudó justo al lado del piso de sus amigos. Era una joven española, estudiante de Historia del Arte aunque, según fueron enterándose después, esto no era más que un simple pretexto, puesto que la verdadera razón de su viaje era superar la muerte de sus padres en un accidente de tránsito y poner un poco de distancia entre ella y el resto de la familia, con la que no estaba muy bien avenida. Todavía no tenía amistades en la ciudad y Marta y Mario, sin consultarlo con Elena y Roberto, se ofrecieron encantados a invitarla a salir con ellos. Patricia parecía diseñada para gustar a todo el mundo. Era alta y rubia (pese a su hispanidad), con una larga melena lisa, y tenía los ojos claros, todo lo que la convertía en una criatura bastante atractiva, aunque con una belleza que, al no ser exuberante ni llamativa, gustaba a los hombres y no molestaba a las mujeres. Se sorprendía, o aparentaba sorpresa y rubor, cuando alguien le mencionaba su encanto. Era desenvuelta, natural, simpática, hablaba con todos, su suave acento embelesaba a cuantos la oían y a todos escuchaba con atención. Una noche, Marta y Mario se la presentaron a Elena y a Roberto y se unió al grupo que habían formado las dos parejas, aunque estos últimos, tras la obligada cortesía inicial, la aceptaron no de muy buen grado. No deseaban que nadie se interpusiera entre los cuatro. ¿Para qué hacía falta otra persona? Ahora venía una intrusa a estropearlo todo.Este recelo fue alimentando un descontento mayor a medida que Patricia iba ganándose la confianza de Marta y de Mario. Ya no podían disfrutar a gusto de sus amigos, siempre estaba ella de por medio. Cuando Elena trataba de mantener esas charlas “especiales” con Mario, éste hacía participar a Patricia de la conversación, y a los pocos minutos terminaban ellos dos hablando emocionados y Elena pasaba a un segundo plano hasta casi desaparecer. Mario ya sólo tenía ojos para Patricia. Marta también había sucumbido al hechizo de ella, y le solicitaba continuamente su opinión sobre cuadros o esculturas, lo que impedía a Roberto explayarse a solas con su amiga e intentar deslumbrarla, con su profunda y cínica visión del mundo. Incluso alguna vez que Patricia acaparaba a Marta y a Mario a la vez, se habían quedado los dos esposos desplazados al mismo tiempo, viéndose obligados a forzar algún dialogo entre ellos, algo a lo que ya no estaban acostumbrados. En esos incómodos momentos, sin ellos saberlo, los unía la misma rabia que iba naciendo en sus entrañas y luego lanzaban a través de las miradas que dirigían de vez en cuando a Patricia.
Los días fueron pasando con odiosa monotonía. Se había acabado la ilusión y Elena y Roberto se acicalaban sin demasiado esmero, sin esperar nada de los encuentros con Marta y Mario, nada que no fuese la insoportable y omnipresente Patricia, abarcándolo todo.
Cuando faltaban algunos días para la cena de aniversario, decidieron invitarlos. Cada uno estaba convencido en su fuero interno, de que sería una ocasión excelente para recuperar los vínculos perdidos con sus codiciados amigos y lograrían deshacerse, siquiera por unas horas, de la fastidiosa Patricia. Les volvió a nacer un atisbo de esperanza y dedicaron su esfuerzo a conseguir una velada del agrado de sus platónicos amantes.
Elena se ocupó durante varios días de elegir un menú original y exótico con el que sorprender a Mario y adquirió los desacostumbrados ingredientes en la delicatessen más exclusiva de la ciudad, siempre con la inquietud de que, en cualquier momento, Roberto le preguntara el motivo de tamaño despilfarro; pero su marido sólo se dedicó a visitar como un loco todas las bodegas intentando descubrir los vinos más exquisitos y costosos con los que apabullar a Marta. Sonó el teléfono y cuando Roberto lo atendió, Mario le dijo que Patricia también iba a acompañarlos en la comida de esa noche. Roberto, doliente, ya no pudo continuar oyendo las palabras que salían del auricular.Sólo escuchaba un murmullo confuso que le golpeaba las sienes al ritmo de los latidos de su corazón. De pronto, los deseos, las expectativas y los anhelos depositados en esa noche se desvanecieron. En lo más hondo de su ser se había abierto una herida y un doloroso odio hacia Patricia empezaba a consumirlo. Sin fuerzas ni argumentos para rebatir a Mario, colgó el tubo y trató de recomponerse para darle la noticia a Elena. Cuando ésta lo supo, apretó los dientes y sin decir nada se limitó a seguir eligiendo música para ambientar la cena. El mal humor fue creciendo en ambos, y sin hablar fueron colocando la mesa, las sillas y los cubiertos con gesto serio y ademanes bruscos. Roberto se pasó un buen rato agachado intentando arreglar sin éxito un enchufe; consiguió así que las piernas se le agarrotaran y se dió un fuerte golpe en el hombro con una estantería al levantarse refunfuñando para atender el timbre que había sonado.
Era Patricia que aburrida en su casa, había decidido adelantarse para ayudar.Sin preguntar lo que tenía que hacer, con su habitual desenvoltura, empezó a modificar la disposición de los cubiertos y las copas, ante la mirada estupefacta de Elena que llevaba todo el día dedicada a ello. Después se metió en la cocina y comenzó a husmear y a remover el contenido de las cacerolas y sartenes. Elena no daba crédito a lo que veía. Al igual que a su marido, le había brotado una angustia profunda en su interior, producto de la envidia y la ira contenida. Respiró profundamente porque notaba que le faltaba el aire y el corazón le latía agitadamente. Una hora después llegaron Marta y Mario impecablemente vestidos para la ocasión, pero a Roberto y a Elena ahora les molestaba que fuesen tan atractivos, pues hacía más grande el tormento de no poder disfrutar de ellos a solas.
La cena resultaba extraña, con unos invitados alegres y desenvueltos, y unos anfitriones callados, tensos, a punto de reventar. Roberto movía nerviosamente una pierna golpeando la pata de la mesa y Elena no pudo evitar derramar su copa de vino.Al final de la interminable noche, Marta y Mario se despidieron afectuosamente, pero Patricia se ofreció para quedarse a limpiar y recolocar los muebles que se habían movido. Roberto y Elena, con un abatido gesto la dejaron en el living y se fueron al dormitorio por un momento.Desde allí escucharon un gemido y un fuerte golpe; corrieron hacia donde estaba Patricia y la vieron en el suelo, agitándose convulsivamente, parecía que se asfixiaba; su mano derecha estaba negra, quemada, aferrada a un enchufe roto desde donde asomaban los cables pelados que Roberto no había podido arreglar.Un olor a neumático quemado invadía el ambiente.
Elena y Roberto se quedaron de pie, quietos, mirando cómo Patricia se encogía y se estiraba.
-Deberíamos ayudarla –dijo Roberto.
-Sí, deberíamos –dijo Elena.

lunes, 6 de agosto de 2007

Un diente en la jaula


Che loco ¿vite ahí en Contitución, ahí a la vuelta de la estación de trene?, hay un bolichito, un barsucho con una jaula que tiene adentro a un par de Vírgene, al San Jorge y al Gauchito Gil. Ésos están encerrado, los choborra no. Va, yo qué sé quien está más pescado que quién. Y el bar vite, está piola porque vende pancho, chori, cervecita y otras boludece más. Y te digo cerveza, no te digo birra porque eso es de cheto mal parido que se quieren hacer los pajero usando esa palabra. Y los boludo no se dan cuenta que la palabra vale por quién la dice, ¿me entendé gil? Vite, si yo digo "birra" la gente enseguida dice "uh qué negro de mierda", pero si la dice un rico es "re copado, re cheto". Vite, porque éstos putean igual que vos, pero la guita loco, la guita vale, te da el derecho de decir lo que a tu culo se le cante. Y el culo canta, el culo canta lo que quiere y como quiere. Y vo te cagá de risa cuando los escuchá a esos cheto decir boludece. ¿Te acordá de la Mirta Legrand y del mierda carajo? Uh loco, fue gracioso y un escándalo pa la tele. Pero vite, la Mirta lo dijo con glamur y hasta es un halago pa la oreja, loco, porque lo dijo la Legrand y la Legrand tiene buena chapa. Pero nosotro sí que somo mal educado, ignorante, porque la mala palabra es cosa de negro en la boca de uno. Ah, pero que se vayan bien a la concha de su madre toda esa mierda con perfume a Chanel.
Encima vite, el boliche es barato, por unos mango comé bien, te hacé una buena panza, sin importar qué mierda ingerí; si total despué en el ñoba largás todo de una. Y los fine de semana a la noche, morfá ahí y despué te cruzá a lo bailongo de enfrente. Al Bronco o al Radio Estudio que la tiene más grande. Bailá un par de cumbia, unas cachaca y listo, ya llega el amanecer y te volvé a tu rancho, y si no tené gana, volvé al barsucho a comerte una hamburguesa, un panchito con frita o seguí chupando lo que venga. Y la pasá bien porque siempre te enganchá a algún boludo que te garpa todo, hasta los escavio y gomitada en las vereda. Yo soy de esas tipa que si no le pagan no ¿vite?, grati está el aire. Aparte, hay cada mamarracho que vos ni en pedo salí, salvo que el pedo te lo garpe él. Ahí sí, sabé cómo entro de cabeza a la pileta. Y si tiene buena guita como a principio de mes, le damo al polvex también, a los de veinte minuto nomá, porque los largo tienen otro precio. Y más bien que despué ponga pa el viaje de vuelta, en bondi o en tassi si los pajero de los colectivero están de paro. Ah sí, porque a vece estos forro se cuelgan y te dejan esperando. Y bueno loco, hay tassi también. Uh, pero a vece vite, te toca cada viejo hincha pelota, que apena subí y ya están con el tango por las bola. Una sale de bailar cumbia loco, quiere cumbia y meta cumbia. El tango no, no pega con la cumbia. Eso no fiera, eso no es música. El corazón palpita con los cumbiero. Y bueno loco, pero el tassista meta tango y uno se aburre, se desespera, tiene gana de llorar. La mano derecha se te empieza a hinchar con los recuerdo de mierda que con el alcohol brotan al toque. Porque al principio la pasá bien, te cagá de risa hasta que te empezá a deprimir. Vo te la queré cortar pero no, hay que volver enterita al rancho porque hay que seguir laburando. Te tené que hacer cargo de las cagada que te mandá, vite. No podé llegar a tu casa y decirle a la vieja, que es más puta que vo, mirá tiré la mano derecha porque me hacía recordar. Uno siente porque es un ser humano y no una piedra vite, entonce uno piensa en lo que hace y te dan gana de llorar y llorá, la Moria lo dijo. No loco, hay que meterse la mano en el culo y no decir nada. Tené que fruncirlo, cerrar bien el ojete. De última vas al quiosquito del barrio y te comprá un porro o una cerveza y te olvidá por un tiempo de todo. Te juntá con los muchacho y a la mierda con todo. La vida sigue y los escavio también. Hay que joder, hacer partuza y cogerte al mundo. Mi amiga siempre lo dice, el mundo no te tiene que coger, vo tené que cogerte al mundo. Y brindamo por eso, seguimo con el pedo hasta que en algún momento te quebrá y te va o te llevan arrastrando al buzón a apolillar.
Pero bueno, el barsucho este que te digo está en Contitución y está pintado de amarillo y rojo. Y hace un tiempo, entre los borracho había un viejo choto que andaba con una pelota número cinco debajo del sobaco. Pelota de fútbol eh, de esas de cuero. El pobre estaba entrado en año y hecho mierda. Dicen que de pibe tenía buen porte, pero de eso ya no quedaban rastro. La cuestión es que me contaron que este tipo andaba así porque una vez leyó un cuento donde se comparaba a las mina con la pelota, y el viejo éste, a falta de mujere, se tuvo que conformar con la pelota. La llevaba a todas parte. La acariciaba, le daba beso, le ofrecía vino, le limpiaba la cara. No hablaba, nada el chabón, pero vite loco, la capocha no le funcionaba bien al fiera ese. Dicen que esperaba jugar su último partido. Y el guacho lo jugó y jugó vario. Se enganchó con un equipo de veterano y no paraba de meter gole. De taquito, de remate, de todo tipo. Y eso es la ciencia loco, la puta ciencia que hace maravilla; y el viagra, el viejo respiraba y sonreía gracia al viagra. Hasta que un día la trola de mi amiga se enteró y pum adentro. La turra se lo llevó al telito de la cuadra y le dejó patear un penal. Pasa que le daba pena verlo con la pelotita colgando. Uno lo veía así todo un pollito, pero las putas de las dominicana, cuando iban al bar, largaban todo sobre el viejo y las goleada que se mandaba. Eso sí, el viejo tenía que garpar porque ninguna mina se le acercaba si no era por unos mango. Pero bueno, mi amiga no contó lo mismo. Pasa que el tan viejo no pudo, no embocó teniendo el arco libre. Y vite, mi amiga tenía que cobrarle el partido y el forro no quería garpar porque no había jugado, decía. Y loco, mi amiga es una laburante como cualquiera. Como el obrero o como el gerente de un banco. Llega el momento de cobrar y ella quiere cobrar tanto como el obrero o el gerente. Y el viejo puto que no, que no y que no. Que no jugó y punto. Y la trola se encabró y lo agarró del cogote y le dijo "Mirá viejo de mierda, o me pagás o te rompo las pelotas". El pobre no aguantó y se cagó encima en serio. Una baranda tremenda, loco. No sé, parece que se había comido unos chori y tomado unos vinito en el bar. Pero Dios mío, peor que la cagada de un bebé o un borracho bien en pedo. No, ni te imaginá. Qué asco. Mi amiga no lo soportó, agarró sus cosa y salió a tomar aire puro, el de la calle. Y cuando salió, se fue derecho al barsucho, donde yo estaba. Pobre, estaba destruida. Pidió unas cerveza y empezó a largar el rollo. Fue tremendo escucharla, un dolor te salía del pecho. Loco, una es laburante y quiere cobrar. Y no es que uno pone el cuerpo y listo. No loco, hay que seducir, hay que calentarle los motores a los chongos y eso consume tiempo y neurona. Sí loco, hay que pensar, y eso es todo un arte que no cualquiera lo hace. Vo capá que decí sí, es re fácil y hasta yo lo puedo hacer, pero no loco. Y ni hablar de la inversión en ropa, maquillaje y esas boludece que no son tan boluda. Si uno tuviera que considerar todo eso, el precio sería otro y bastante careta por cierto. Pero bueno, hay que adecuarse a la situación, vite. Y la trola lloraba, tomaba y gomitaba su discurso. Y a vo se te partía el alma al escuchar su voz tan angustiosa. Y mientra hacía su número, los choborra del bar se cagaban de risa. Se burlaban del viejo, de su penal y de su cagada. Y mi amiga lloraba todavía mucho más. Nada la consolaba, ni siquiera el diente de oro que le había afanado al viejo. Ojo que la tipa no es chorra, es laburante. Y el diente es parte del trabajo. Lo traía mascando como si fuera un chicle; yo pensé que era eso y le pedí uno. No, me dice, es el diente del puto ese. La guacha se lo engatusó cuando se iba y lo mascaba para ver si era de dieciocho quilate y no como el oro de mierda y berreta que venden los negro eso que están con el paragüita y las cadenita, arito, anillito y pulserita. Pero bueno, el diente estaba en la mesita y algo tenía que salvar, loco. La honra por lo meno, la honra de la profesión, vite. El resto vaya y pase, pero la ética y la moral ante todo. Eso es la "Honra" con mayúscula y entrecomilla. Puta no, laburante sí. Puta y chorra son las dominicana, esas que te muestran la mercadería y punto. Una no, una en cambio trabaja, no sólo mueve el culo y las teta. Hay que saber vender con la capocha, ofrecer la mercadería sin regalarse por unos mango. Eso se llama laburar decentemente, ganarse el chori diario con sacrificio y honra sobre todo. Y bueno, entonce estábamo ahí y en eso viene el viejo, así todo serio y con el culo paspado moviéndolo sobre las gamba que hacían pasito corto, como cuando te meá o cagá en la calle y tené que volver a tu casa así, con la vergüenza de que todo el mundo te observa y te putea o se burla. Entonce se acerca a nosotra y la mira a ella, vite. Y ni bien entró el pajero ese, todos los que estaban en el bar cerraron bien el orto. Se lo cocieron con el hilo y la aguja de matambre. Y entonce agarra y le dice: "dame el diente". Mi amiga, no, a ella nadie la basurea ni la acusa de nada. "¿Qué decís viejo pelotudo?" "Que me des el diente que me robaste putita". "Primero yo no soy chorra, segundo no soy putita y tercero, no tengo tu diente". Y los do casi se van a las piña si no era porque los paramo, vite. La honra, eso es la honra, el tener las mano limpia de sangre. Que te las ensucié con la grasa de un chori no es nada, pero con la sangre no, eso sí que no. Pero lo peor de todo vite, era que el viejo no contaba lo del penal. Y te da bronca, porque el turro se hacía el muy macho para pedir su diente de mierda, pero cerraba el ojete y no largaba nada sobre el partido. Y entonce ahí con el bar entero nos acoplamos a mi amiga. Loco, la amistad no se larga nunca y vo tené que ir hasta el final. Y el viejo no, no quería irse sin su diente. Y el guacho se fue a buchonearle al yuta de la esquina. Y entonce agarra el rati y se ríe. Se caga de risa. Pero el viejo insistió tanto, que el yuta hijo de puta vino, mostró su chapa y sacó a la calle a mi amiga para chamullar sobre el asunto. Ni que fuera delincuente se trata así una dama. Sacarla a la calle de esa manera no es de hombre, es de cana reprimido y pajero. Sí de esos que tienen una pistola y la usan porque no pueden usar la otra, la de carne. Y el viejo dale que su diente y su puto diente. Y mi amiga no, que ella no tenía el diente. Pero el viejo se seguía guardando bien en el culo lo del penal. Hasta que el rati le preguntó cómo se lo robó. Y con el bar estábamo escuchando todo y nos empezamo a cagar de risa. El viejo se hacía el pelotudo, y se puso rojo no como un tomate sino como un semáforo. Y se cagó encima de vuelta. Y uh, no sabé. No, era impresionante. El pajero del yuta se fue a la mierda, rajó para la esquina con arcada. Mi amiga entró con náusea al barsucho. Y los que esperábamo adentro nos cagábamo de risa, no de mierda como el viejo. Y el pobre choto entró al bolichito a los grito. Que lo que cagó era lo que comió ahí y estábamo comiendo nosotro, que el penal lo erró por culpa de no se qué y que algún día todos vamo a estar en el mismo lugar que él. Y ahí se hizo un silencio de la puta madre. Nos miramo y bajamo la mirada al piso. Igual nos reíamo, pa nosotro era una joda bárbara. Pero el viejo conchudo tenía razón, algún día todo vamo a llegar. Pero qué mierda importa, si todavía falta mucho y eso es cosa de hombre vencido por los año. Y el viejo se fue con su pelotita colgando, desinflada y sin vida. Había pateado mal el penal y bueno, no pudo embocar en la cajeta y que se joda, que se vaya a cagar a otro lado, o que aprenda a no cagarse en público.
Y el diente, ese puto diente está ahí en la jaula junto con la pelota número cinco del viejo que encontraron al día siguiente, tirada a un par de cuadra. Y el diente se tuvo que quedar loco, semejante sacrificio merecía un lugar entre los santo. Entonce vo si pasá por el barsucho, lo ve en la jaula rodeado por las Vírgene, el San Jorge y el Gauchito Gil. A mi amiga le costó dejarlo, pasa que no tenía guita con qué pagar por culpa del viejo pajero, que no le había garpado un sope. Y lo tuvo que dejar con mucho dolor, loco. Y el diente de oro entonce está ahí, intercediendo por todo y por cada uno de nosotro. Mi amiga no podía quedarse en la jaula y el viejo tampoco, pero algo había que dejar en conmemoración de ese día. Un signo, una señal, cualquier pelotudé. Y no quedó otra que entregar el diente, el puto diente de oro. Pero mirá que no lo dejó por voluntad propia sino porque no tenía otra opción y el dueño del bar no aceptaba ni fiado ni otro tipo de pago. Y los choborra estuvieron mal, vite, no largaron ni un mango pa salvar a la trola. Y bueno, a lo mejor Dios lo quería así. Los grande predicadore dicen que hay que dar hasta que duela, y la trola lo hizo. Y el viejo también, sino le habrá dolido perder su diente y su último partido.

jueves, 31 de mayo de 2007

El Teléfono

“Cinco grados bajo cero, se pronostica alerta meteorológica para esta madrugada, fuertes tormentas de nieve azotarán la ciudad…” Apagó el televisor.
El gélido invierno, no lograba atemperar la sangre que bullía por sus venas, caldeando sus huesos, músculos, órganos, cerebro, hasta dejarlo turbado.
Se recostó en el sillón, frente al hogar; una brisa que filtraba vaya a saber de que recóndita ventana, agitó la llama hasta apagar el fuego; mejor, la transpiración ya había cubierto todo su cuerpo transformándolo en una masa resbaladiza y maloliente, gotas de sudor ácido corrían por su rostro desencajado.
En la habitación, sólo la tenue luz de ese día gris chusmeaba entre las cortinas. Sus ninfas, en eróticas coreografías bailaban, lamían su cuello, su frente y se habrían de piernas, en una sensual danza clásica sobre su vientre distendido por la pantagruélica cena que, de a ratos, le daba unas nauseas inmundas dejándole un gusto amargo en la boca.
Ahora debía mitigar el otro apetito, el que siempre saciaba de la misma forma, el que también le dejaba un gusto amargo, ¿nunca existiría otra posibilidad?, ¿cómo sería hacer el amor con una mujer?
El teléfono lo esperaba como una hembra de ébano abierta a sus más bajos instintos. Su mano húmeda y temblorosa se resistía a ese final, pero era tal la excitación que el oxígeno apenas rozaba sus alvéolos, haciéndolo sentir enfermo. Tomó el auricular, marcó el número de memoria. El “hola”, una vez más, le abrió el camino al cielo, una erección rápida y dolorosa le arrancó un gemido, las palabras licenciosas, obscenas penetraron directo a su sistema límbico; cerró los ojos y antes que pueda llegar a tocarse, como siempre, su sexo erupcionó abruptamente en un desparramo de simiente sobre sus piernas contraídas; el teléfono cayó al piso, la voz de turno seguía ensimismada en su lujurioso discurso; por la comisura de su boca corrió una baba pegajosa, le dio asco, quiso limpiarse, pero la orden no salía de su cerebro que recién registraba el postorgasmo.
Y quedó ahí, tendido por horas, con sus doscientos treinta kilos desparramados en el único sillón de la casa que lo podía contener.

El Debut

Mi vieja decía: -En esto tenés futuro, por ahí te pasa como en El lado oscuro del corazón y se te enamora un poeta -a lo cual contesté: -¡Poeta!, ¡quiero un multimillonario!, no soy boluda, además, te tengo que mantener a vos, o ¿te olvidabas? Y me vine solita a Buenos Aires, hice mis conexiones, y aquí me ven aprendiendo de lo que creí que sabía todo. Tengo que confesar que estoy un poco nerviosa; ¡no, no soy virgen!, tengo dieciocho años y tuve alrededor de… no sé, treinta novios, pero con todos lo hice “por amor” o al menos a ninguno le cobré, ¿cómo será esto de que te paguen por dar placer? ¿se sentirá igual? -Hacé todo lo que sepas, el cliente se tiene que ir satisfecho, por supuesto, de acuerdo a lo que paga -me dijo la madame- y ahí me mandó una lista de precios y servicios, que ya no me acuerdo nada. La vieja; una genia, de la vida, la cama y de hacer gozar a los hombres sabe todo. -Tenés buen lomo -me decía- mientras me tocaba por todas partes. Me tiró algunos datos de poses, como mirar, donde acariciar, que me resultaron interesantes, lo mío no era de libro y dijo: -Vos, creo que sabés más de lo que parece, ya me van a chusmear, cualquier cosa después hablamos ¡a trabajar! Quedé sola en una habitación con un teléfono, algunos espejos en las paredes, unos preservativos y un baby doll rojo y unos zapatos taco aguja de película porno; me miré al espejo, la verdad, buen lomo, unas piernas espectaculares, no me gustan mucho mis tobillos, pero ¿quién me los va a mirar con las gomas que tengo? Me empezó a quemar la cabeza, ¿cómo será mi primer cliente?, viejos no me gustan, tampoco muy pendejos, estaría bueno una mezcla de Brad Pitt, Leonardo Di Caprio y David Beckham… una carcajada retumbó en la habitación mezclándose con el timbre del teléfono que empezó a sonar, ¿serán ellos?; atendí: -Ahí va uno, completo, ya sabés, buena suerte y ¡a gozar mamita! Me senté en la cama con mis piernas cruzadas, dejando ver la mínima tanga, bajé más el baby doll hasta dejar la mitad de mis pezones a la vista, puse cara gatuna, los brazos estirados hacia atrás y la espalda tan curva, que me dolía. Golpearon, aclaré la voz y dije: -Pasá, amor; la vieja me había dicho, que nunca pregunte el nombre, siempre llamalos vida, cariño, a ellos les gusta el anonimato, además te podes equivocar y nombrar algún viejo amigo.
Se abrió la puerta… y ahí frente a mí, apenas a dos metros de distancia, estaba el hombre, mi primer cliente. Se elevaba a escasos noventa centímetros del piso, un enano, sí, como los de circo, cabezón, brazo corto, mirándome con la boca entreabierta y babeante, los ojos desorbitados. En tendí todo en un segundo, me estaban haciendo pagar el derecho de piso y no arrugué, cambié de inmediato mi cara de asombro por la de gato caro. Se acercó y sentada lo empecé a acariciar y sacarle la ropa; el hombre estaba muy bien armado, demasiado diría yo, incluso comparándolo con otros mortales normales; eso me sobreexcitó, cerré los ojos y el enano fue una mezcla de Brad, Leo y David, me tiró en la cama y la verdad sabía más que todos los hombres que conocí hasta ahora. Mis orgasmos se multiplicaban hasta volverme loca, no hice absolutamente nada, se dedicó a hacerme gozar, es más, hasta le hubiera pagado yo. Cuando quedamos extenuados en la cama le encajé un beso de agradecimiento, el pobre no entendía nada.
Se fue y me quedé dormida. Las campanadas de una iglesia me despertaron. Me levanté y me miré al espejo, ¡qué debut!, lástima que el enano haya sido producto de un excitante ensueño. Mi cara distendida y mi cuerpo húmedo y agitado delataban una noche lujuriosa que recién culminaba, las campanas volvieron a sonar, me puse la ropa de novicia y salí corriendo, ya estaba llegando tarde a misa.

martes, 22 de mayo de 2007

El abanico

Las aspas del ventilador movían un aire pesado en esa hora en que la tarde estalla en colores vivos previos al crepúsculo. Y esa luz caía sobre su cuerpo adormecido formando destellos en la superficie húmeda.
Se movió. Abrió los ojos y un calor líquido le abrasó la piel. Un ruido llamó su atención y se incorporó; el movimiento hizo que la bata se deslizara dejando al descubierto un hombro y sin saber por qué, se lamió la piel, un estremecimiento la recorrió y, decidida, se dirigió al cajón donde lo guardaba.
Lo sacó de entre sus pliegues de papel de seda y de inmediato se aromó en su fragancia penetrante. Una vez más se quedó maravillada contemplando la intrincada belleza de la filigrana de sándalo.
Se paró frente al espejo y jugó con el abanico semiabierto sobre los labios, bésame.
Lo abrió y escondió sus ojos detrás, te amo.
No, eso no es cierto, sólo te deseo, pensó.
Miró su reflejo, la vestidura a medias abierta dejaba ver el hombro, un pezón oscuro y erguido, la suave curva de su cadera, los rizos negros de su sexo. De un golpe cerró el abanico y con la punta tiró de la bata que cayó silenciosa a sus pies. Inclinó la cabeza al tiempo que lo abría y lentamente recorrió su cuerpo dejando trazos fragantes y el deseo a flor de piel.
Y cerró los ojos y te convocó con su pensamiento y acudiste a darle cálida sustancia a los haces de madera, y el abanico fue tu lengua bailando en su sexo y tus manos salvajes dejando tu marca.
Y en esa pequeña muerte que es la arrasadora culminación de la pasión ella sintió que ya es hora de verte.

lunes, 21 de mayo de 2007

Millie

Millie se miró en el vidrio de la puerta de entrada del aparthotel. Se acomodó el jean destacando sus caderas un poco más, bajó la blusa para que sus sintéticas tetas salieran generosamente, sonrió para sí misma sin importarle que el viejo de traje parado en el lobby la observara libidinosamente, y, con decisión, entró.
Cuando pidió las llaves de la habitación trescientos ocho, el joven conserje la comió con los ojos mientras le informaba que un caballero ya estaba allí esperándola.
Giró hacia el ascensor, y dentro de sí misma, explotó una carcajada. Si se demoraba un momento más para tomarlo, tendría que pedir un quirófano para sacar los ojos del muchacho de sus nalgas… y mientras la puerta se cerraba, lo miró provocativamente, pasándose la lengua por los labios perfectamente pintados y dejándola sólo un instante afuera, simplemente para gozar del efecto que sabía provocaba, pero quería reconfirmar. Él se sonrojó.
_­­­­­­­­­­­­Como todos, pensó. Un mirón…
Ya frente a la habitación, golpeó la puerta con firmeza. Raf la abrió acomodándose su melena por reflejo.
Millie le dió un beso húmedo en la boca, le acarició la cabeza y tiró su cartera en una silla mientras se sacaba las sandalias dejando sus pies al desnudo y sacudía su pelo sensualmente desordenado por el viento que tuvo que enfrentar en las dos cuadras que recorrió desde el colectivo al hotel y lo miró sumisa y agresivamente a la vez.Mientras, el televisor dejaba oír las voces archiconocidas de los personajes de Los Simpson.
Raf le contó que había salido antes del trabajo para esperarla.Estaba incómodo, de golpe tomó conciencia que había dado un gran paso y ahora no sabía como proceder con el hembrón que tenía enfrente, evidentemente decidida a todo.No pensó que aceptaría una cita con él.Se aproximó y la miró sonriendo. La besó. Un beso suave, húmedo, incitante, al que Millie respondió con todo su cuerpo, entregada y deseosa. Le quitó la blusa y se percató de que no tenía corpiño. Mientras la besaba y acariciaba, ella hacía lo propio con su joven y firme aunque tembloroso efebo; y pronto el temblor se transformó en fiereza, en una contienda silenciosa de cuerpos entregados y sin aire.
Quedaron enredados, el abrazo se transformó en una mezcla de piernas, bocas, humedades que iban creciendo y ganas que se dejaban hacer.A un ritmo intenso pero suave, Millie podía sentir cada milímetro del sexo de Raf entrar y salir de su cuerpo volviéndola loca. Acariciaba con las uñas el pecho lampiño, con la boca los brazos fuertes aunque delgados, con los ojos ese rostro de niño travieso que por fin se había soltado. Lo separó suavemente de sí y sin que Raf pudiera siquiera sospecharlo, empezó a besar su sexo, a lamerlo lentamente; lengua, dientes, saliva, todo en la boca, mientras lo acariciaba con ambas manos, como a un cachorro manso, sin dejar que se escape de sus labios esa parte tan íntima, esa piel tan joven, suave y caliente que se inflamaba y contenía, ante los mordiscos y las quejas gustosas. Raf se sentía en el paraíso, jamás había tenido esa sensación.
Cuando abruptamente, Millie se puso boca abajo, él pareció enloquecer. Esas nalgas eran su obsesión y las fue lamiendo lentamente hasta hacerlas sacudir de ganas.Ella no podía ver la cara de su amante, pero si sentir sus manos bajar desde su cuello, donde la besaba y lamía, hasta su espalda y se fue acomodando para empezar a sacudirse en espasmos frenéticos y placenteros, explotando en un gemido gutural, mientras seguía moviéndose suavemente para sentirlo más y dejarse llevar también por sus propios goces.
Un “no puedo creerlo” fue lo único que escuchó del muchacho mientras, completamente exhausta, se levantaba para ir a la ducha.Cuando salió se quedaron fumando y hablando de tonterías…
_No te enojás si te digo que te tenés que ir porque vienen mis viejos?
_Pero no, nene, no te inquietes, entiendo… no me imaginaba saliendo a caminar y cenando juntos… pensarían que llevo a mi hijo de paseo…
Cuarenta y ocho años.Hembra y secretos íntimos e insospechados. No estaba mal permitirse una cita con pendejos de vez en cuando. Respiró satisfecha.Mientras enfilaba hacia la puerta supo que no volvería a verlo y se alejó del lugar con la certeza de que pronto otro inexperto pajero imberbe caería en su telaraña…