miércoles, 5 de septiembre de 2007

Crueldad

Todavía el sol dormitaba en esas mañanas frescas de invierno, cuando los obreros llegaban —enfundados en viejos, pero abrigados gabanes, gorros y guantes de lana— algunos en bicicleta, otros caminando, los restantes en tren.
Eran tiempos en que el trabajo no era un bien escaso, aunque como siempre, desde que el hombre es hombre y tiene memoria, era un instrumento de coerción.
Tiempos en los que las máquinas rugían voraces, echando humo y enormes llamaradas, como dragones mitológicos. Hasta que promediando la tarde el timbre de salida, renovaba las ilusiones de los trabajadores que, cual caballos desbocados salían en tropel a respirar el aire. Ilusiones cortas, efímeras.
Durante la jornada, el capataz recorría la planta, impartiendo órdenes, gritos e insultos por igual.
En la fábrica no había tiempo para hacer amistades, sólo era un lugar para trabajar y ganarse el pan del día. Existía sí, una suerte de camaradería, de compañerismo, aunque siempre se filtraban batidores y obsecuentes de la patronal.
El hecho es que fue en aquellas épocas de oro cuando Mario ingresó como peón. Con tan sólo catorce años, de pantalones cortos (ni se conocían los mínimos principios —o se conocían y no se aplicaban— de seguridad laboral), y su cara de bobalicón. Los brazos desproporcionadamente largos le daban un aspecto ridículo, complementado por unas orejas de Dumbo que resaltaban debido a su pelo cortado al ras, estilo militar. De una estupidez tan extrema como tierna e inofensiva.
Desde su llegada fue el blanco de chanzas y cargadas, pero él no se daba cuenta. Tenía algún tipo de retraso mental que le impedía dicernir la realidad de la fantasía.
Cuando en el mediodía paraban para comer y salían al patio a tomar un poco de aire, alguno solía decirle:
—¡Mirá Mario! ¡Una vaca volando! —y el pobre giraba la cabeza y miraba hacia el cielo, buscando el prodigio.
—Qué inocente —decían sus antiguos compañeros.
—Qué imbécil —dirían los últimos, pero esa es otra historia a la que ya vamos a llegar.
En él solían descargar su bronca y sus miserias los obreros que antes habían sido denostados por el capataz y también el capataz, cuando no podía contra algún trabajador rebelde pero de contextura fornida.
Durante los años de esplendor de la fábrica, Mario trabajó siempre como peón, alcanzando herramientas, pasando el lampazo, limpiando de grasa las máquinas. Nunca le dieron mayores responsabilidades porque nunca demostró tener cualidades para asumirlas y a él parecía no importarle: siempre en su mundo abstracto e irreal.
Años de trabajo. De personajes pintorescos. Como el Negro José Luis que se cortó la mano derecha con una sierra sin fin y a los tres o cuatro meses ya estaba trabajando nuevamente, con un gancho unido a su muñón y dejó de ser el Negro para convertirse en el Pirata José Luis. O como Alí, el argelino, del que se burlaban por su castellano primitivo, hasta que un día dijo: "Basta de cargada, a mi no importa meter cuchillo en panza de cualquiera" y así se ganó el respeto de sus compañeros. O el Alemán, encargado de la grúa, que subía por la mañana temprano a las alturas, escondiendo unas cuantas botellas de cerveza entre la ropa, y bajaba con el sonido del silbato de fin de jornada, totalmente borracho, pero con el trabajo realizado en forma increíblemente impecable, hasta el día en que un cable se desprendió del guinche y unos tubos de acero cayeron al vacío sin golpear milagrosamente a nadie, aunque le valió un despido con causa.
Esos años pasaron. El trabajo fue mermando. Algunos trabajadores murieron de viejos, otros por sindicalistas en épocas difíciles y todavía no digeridas. Los más, fueron despedidos.
Y quedó la fábrica. Como un elefante agonizante. Triste vestigio del pasado.
Los horarios cambiaron. Ya no era necesario comenzar tan temprano con la producción. Los trabajadores eran pocos, no llegaban a la veintena. De aquellos, de los antiguos, solo uno, Mario. De pantalones largos, claro, pero con las orejas tan grandes como siempre. El pelo ahora lo tenía un poco más largo y más blanco. Siguió siendo objeto de burla, pero ya no eran inocentes bromas. Algunas veces llegaban hasta el escarnio. Pobre Mario y su mundo mágico.
En una tarde de aburrimiento y hastío, sin trabajo y sin ganas de limpiar la mugre que se juntaba por cada rincón, los trabajadores, abúlicos, esperaban pacientemente la hora de salida, cuando vieron pasar una rata que salía por detrás de un torno, perdiéndose entre virutas y aserrín.
Decidieron construirle una trampera, enganchando un pedazo de queso para atraer al animalejo a la perdición.
Cuando sonó el silbato de salida, se retiraron hacia las duchas olvidándose de la rata y la trampera. Sólo Mario, se quedó observando el objeto con la mirada perdida.
Al otro día, llegaron los trabajadores a comenzar sus tareas, cuando repararon en que la trampera estaba sin el queso y sin su presa. Todos festejaron la astucia del roedor.
Uno de los muchachos, tal vez sin malicia, pero seguro que sin tacto, le comentó a Mario:
—Viste viejo, la rata se llevó la comida burlando la trampa que le pusimos.
Viendo la cara de Mario, mezcla de asombro y temor, otro de los obreros agregó:
—Yo la ví cuando se llevó el queso. No era una rata común, era como un bicho asqueroso vomitado desde el mismo infierno, con colmillos enormes y ojos de fuego. Y en el momento de llevarse la comida juró venganza a quienes quisieron atraparla y dijo que como éramos muchos, vendría a buscar al más viejo.
—¿Cómo? —preguntó Mario asustado.
—Sí, tené cuidado viejo, la rata te va a venir a comer —le decía el obrero muy serio, mientras el resto se descostillaba de risa.
—Pero si yo no hice nada; yo no armé la trampa, ni le puse el queso —imploraba Mario, lloroso.
—Ah, no sé; la rata dijo eso, no me preguntes por qué —insistió ya sin contemplaciones.
A partir de ese día la monótona vida de Mario cambió para siempre. Ya no podía dormir. Tenía horribles pesadillas donde una rata lo tomaba por el cuello impidiéndole gritar o pedir socorro, llevándoselo a la rastra a los confines del infierno. Se despertaba sofocado, con palpitaciones, transpirado y con mucho miedo.
Llegaba al taller con profundas ojeras. Los demás murmuraban a su paso: "ayer la rata dejó un mensaje: la hora se aproxima".
La crueldad de sus compañeros llegó a límites extremos. Un día le dijeron que la rata lo esperaba dentro del baño, armada con cuchillo y tenedor, con lo cual el pobre se aguantó durante casi toda la jornada, hasta que su vejiga hinchada no pudo más y terminó orinándose encima.
Con un lamparón entre los pantalones, Mario pasó el resto del día entre cargadas y bromas de mal gusto.
La paranoia llegó a tal extremo que Mario dejó de utilizar el baño de su propia casa por miedo a que una rata diabólica lo estuviera acechando del otro lado de la puerta. Caminaba por la calle como un autómata, mirando hacia el suelo, buscando a la rata que lo llevaría a la tumba.
Y en la fábrica las cosas iban cada vez peor. Todos se burlaban sin piedad. Su vida era una calamidad. Sus compañeros eran crueles, tanto como aquel antiguo y olvidado capataz de tiempos pasados.
Un buen día, Mario no apareció a trabajar, ni al día siguiente, ni al otro.
Los otros obreros lo echaron de menos los primeros tiempos, porque no tenían de quien burlarse. Para los patrones fue una excelente noticia, ya que se ahorraron una jugosa indemnización por antigüedad a un trabajador que no les reportaba ningún beneficio. Luego fueron olvidándolo.
El hecho es que nadie se preocupó por él.
Tampoco nadie se enteró de ese pobre loco que ingresó a la guardia del hospital, con el estómago reventado, lleno de veneno para ratas y que gritaba como un poseído:
—¡Si me vas a comer, no te la vas a llevar de arriba!

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Un cuento muy logrado. Se nota una buena mano de cuentista. Es curel, pero muy real como la vida misma.

Alicia Marzzochini

Anónimo dijo...

Muy lindo cuento. Me emocioné.

Heidi

Signaturio dijo...

Muy bueno, che. Por un momento imaginé que los obreros hallaban a nuestro héroe sin vida en la improvisada trampa.

Anónimo dijo...

Me gustó mucho tu cuento, Ricardo. Gracias por compartirlo.

Marcelo