Sacó de su bolsillo un paquete arrugado de Malboro y prendió el último cigarrillo que le quedaba con el único fósforo que había encontrado en toda la casa y se acercó pausadamente hasta la ventana del living. Cerró las cortinas dejando sólo una hendija, tosió y escupió la flema que le molestaba en la garganta mientras miraba la vereda, esperando que algo sucediera. Pensó en la guerra, en las piernas que había perdido escapando de aquella emboscada, en los amigos caídos.
Vivía en un caserón antiguo con piso de madera y techos altos; las telas de araña se acumulaban en las paredes y las boletas de los servicios públicos hacía rato que se habían dejado de pagar.
Empujó su silla de ruedas hasta la cama, entre diarios viejos y revistas pornográficas baratas encontró su petaca de plata; la movió rápido, ansioso, esperando oír algo de líquido en su interior; era su día de suerte, aún quedaban unos pocos sorbos y los tragó sin pausa mientras pensaba en sus viejos camaradas, aquellos buitres que lo rodeaban cuando era exitoso, esos supuestos amigos con los que bebía los licores más finos cuando había tenido aquella mágica e histórica racha en el hipódromo... ¿Dónde estaban ellos ahora? ¿Los necesitaba? No. Con su pequeña botellita de alcohol puro rebajado con agua, era feliz; no necesitaba marcas caras de las bodegas más selectas, sólo algo que le llegue rápido al cerebro y se lo maltratara por un par de horas.
Miró el reloj, eran casi las 16:30 y se arrastró en su silla hasta la hendija que había dejado en la ventana. Fumó en silencio intentando controlar el rechinar nervioso de sus dientes. Sus ojos se reposaban en el asfalto, y sobre todo en la puerta de madera del edificio de la cuadra de enfrente.
Por fin aparecieron como todos los días, casi al atardecer y comenzó el show, su show. De un lado ellas, las dulces nenas del colegio católico, saliendo apuradas con sus polleritas minúsculas rumbo a sus hogares. Del otro lado él, borracho sin talento, abandonado por su familia, espiándolas desde una silla de rueda a través de la hendija de una ventana, con el cierre del pantalón bajo, su cigarrillos a punto de terminarse en la boca, olvidándose del pasado, sin pensar en el futuro y viviendo al ritmo de sus inquietas manos, un presente de fantasía.
3 comentarios:
Tuve acceso a este cuento a través de la revista del taller. Ahora tengo la oportunidad de poder decirte que realmente es muy bueno.
¡Oh!, si yo confesara o la rendija hablara...
OTRAMIRADA,gracias,besos.
SIGNATURIO,hable,confiese y escriba un relato al respecto...
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