sábado, 27 de octubre de 2007

Escrito un día a la mañana // Liliana D. Mindurry


Cuando entré al cuarto de mi tío, estaba pintando. Suele pintar de noche algunas veces si no está muy cansado. O si está nervioso.
Eso dice. Que cuando está nervioso, pinta. Entonces no quiere contarte ninguna historia, nada de nada, sólo pintar y pintar. Ni siquiera te ve.
Le dije: ¿Estás enojado conmigo?
Me dijo: No, no estoy enojado.
Nos quedamos sin hablar. Cuando pinta es raro que hable. Él miraba su pintura o miraba algo que yo no veía, algo que estaría en el aire. Yo le miraba la cabeza.
Estaba Minos presente, suele seguirme a todas partes. Si uno lo acaricia se duerme. Yo lo acariciaba y se dormía.
Le pregunté a mi tío algo sobre los huracanes y me dijo que no quería hablar más de eso. Que estaba harto de eso.
Le pregunté por la flor y me dijo que lo dejara en paz.
Le dije que sí estaba enojado. Me dijo que no y basta. Cuando pinta es así. Cuando pinta lo odio.
Le dije : Merce tiene pesadillas todas las noches. Sueña con algo que no sabe qué es. Me dijo: Yo también sueño. Le dije: ¿Qué soñás? No supo decirme qué soñaba. Le dije: Debés soñar con la Cosa, lo que sueña Merce. Hace meses yo también soñaba con la Csa. Que se metía, que estaba acechando detrás de la puerta, que me tocaba los pies, que me subía por las piernas. Que yo cerraba la puerta y la Cosa empujaba y entraba. Le conté a Merce. Ahora la Cosa se le metió en los sueños a ella.
Entonces me hizo la pregunta de todos los grandes.
Por qué los grandes repiten lo mismo. No se cansan.
¿Qué es la Cosa?
Le dije: Si se supiera, no sería la Cosa. Nadie lo sabe.
Siguió pintando, cuando pinta lo odio. No se entendía mucho lo que pintaba. Era todo amarillo, naranja y marrón con alguna gama del verde oscuro. Sería la Cosa.
En una parte salía la cabezota enorme de Josecito pero podía ser una calabaza o no sé qué.
Era como si en el cuadro pasaran muchos acontecimientos, pero había que descubrirlos. Había que mirarlo mucho para entenderlo. Mirarlo y que te ardieran los ojos de tanto mirarlo, y te cansaras y quisieras dormir. Entonces te dormías y soñabas con el cuadro, con lo que escondía el cuadro. Era mi cabeza, ahora resultaba más nítida. Uno la podía reconocer. Era mi cabeza.
Era yo adentro del cuadro.
Después hizo unos remolinos como los de Dante. Remolinos adentro de un desierto blanco o amarillo muy pálido. Un desierto como ese lugar donde hay camellos. O un lugar que no es: vacío, creo que se dice.
Me dijo: Sacate la ropa. Le dije: ¿Toda? Me dijo: El vestido solamente. Le dije: Me da vergüenza. Pero me la saqué. Me senté en bombachas sobre los talones.
Me dijo: Así no.
Le vi los dedos amarillos y pensé en mi mamá que siempre le dice que no fume. No me importó que fueran amarillos.
Me hizo arrodillar. Me pintó arrodillada. Me escondió en el cuadro. Pintó encima como para que no me viesen. Pintó algo que no entendí.
Le pregunté qué pintaba.
Estaba muy enojado, no respondió. Cuando pinta se enoja, no habla. No quiere contar historias. Cuando pinta parece un viejo, más viejo de lo que es. Cuando pinta lo odio.
Volví a preguntar para que se fastidiase.
Me respondió: Una grulla. Como si me hubiera respondido: un jarrón. Le pregunté: ¿Qué es una grulla? Me respondió: Un ave. Le dije: Ya sé. Y sé que Dante dice que tiene el canto triste como la gente que vuela en el viento o, al revés, que la gente recuerda a las grullas. Me dijo: Es un ave zancuda. Parecía la hermana Rosa cuando habla de zoología. Le dije: No es una grulla. Las grullas cantan en tu cuadro, pero no se ven.
Entonces dejó de pintar, me miró, pero no el cuerpo sino la cara. Me miró la cara. Me dijo: Lo que yo pinto es una esencia que no se ve. No tiene que verse sino sugerirse. Lo de las grullas que decís está bien. Está el quejido de las grullas. Y no preguntés más porque me distraigo. Ponete el vestido y andate a dormir que es tardísimo.
Le dijo que no.
Que no me iría a dormir. Que no me iría nunca más. Que deseaba meterme en el cuadro, entender el cuadro.
Entonces él se abrió el pantalón.
Yo había visto a Josecito desnudo, pero era distinto. Era grande, enorme. Esto es lo que pinto, me dijo. Puso mi mano allí donde florecía duro, tenso y suave. También muy suave.
Fue veloz. Me hizo arrodillar como en el cuadro y me hizo poner lo tenso y suave en la boca. Me la abrió y toqué la punta con la lengua. Miré la pared, el muro donde él se apoyaba.
Dejé de mirar.
Tenía un gusto levemente salado. Me aferró la cabeza con violencia, con el mismo enojo que cuando pintaba y me la hizo mover y él también se movió. Bailaba. Eso tocó cerca de mi garganta. Me hizo lamer y volví al gusto salado. El gusto como cuando te tragás las lágrimas. Se parecía a la lengua, pero era distinto. Me dijo que aspirara, que absorbiera y empecé a sentir el remolino.
Era como una prueba de circo. Eso se metía, era un animalito vivo que deseara ser tragado. Era el gusto de la flor, aunque no un girasol, sino una cala, esas flores de muertos que son blancas y están llenas de vida. Sería la flor de la adormidera que dicen que es roja.
Tenía el ritmo de una ceremonia de esas de las películas con tipos raros y tribus. Una música nocturna. Imaginé a Francesca sobre los huracanes tragando a Paolo.
En un momento pensé que debería comer o que me devoraría el animalito que se movía entre mis dientes. Mi tío se quejaba con la tristeza de las grullas. Era una grulla.
Pensé en Dios, en Dios deforme. Se me hacía difuso.
Después sentí en la lengua un agua blanca y mi tío gritó como si le sacaran la vida. Tragué el agua blanca, la vida.
Mi tío se acostó en el piso. Parecía desmayado. Quizá muerto. Yo no sabía. Quizá la policía viniera a buscarme y me encerrarían.
No le hablé.
No le dije nada.
Él tampoco. Podía estar muerto. Vendría la policía.
Miré el desierto del cuadro.
Me fui. Llamé a Minos y me siguió.

sábado, 6 de octubre de 2007

La guerra de los paraguas // Celeste Ambrosi


El tren Roca estaba hasta las bolas de gente y hacía un calor de la puta madre, a pesar que llovía. La mayoría tenía la cara del diario La Razón y el que no, miraba lo que se le antojaba: algún culo o teta —en el caso de los hombres o mina también, porque a veces hay cada lesbi—, alguna una novela best seller, la cara de algún boludo boludeando, o bueno, lo que venga. Y entre tanto, se apareció como si se tratara de un sueño, mi payayo con sus muñecos y piedritas anti estrés. Y yo ya no supe si estaba soñando con mi amado o él conmigo.
Cómo me gusta el guacho ese, es un viejo choto. No es que sea viejo, pero está tan hecho mierda... A mi me gusta su melena enrulada, su gracia barata como los perros que vende a un peso. Cómo me calienta cuando pasa por al lado y empieza con su discurso humorístico y me roza con el sudor, que me salpica como el agua bendita. Y su inglés explícitamente estrafalario, uh, cómo me divierte ese chabón. Se caga en todo y en todos. Y yo también, cuando lo veo aparecer entre las cabezas grasientas, después de la jornada laboral, me elevo por sobre la multitud para verlo a mi payayo. Pero el guacho nunca me da pelota, por más que le compre todos los días lo mismo al mismo precio.
Al final, me puse a vender yo lo que le compraba a él. No tengo gracia para hacerlo, pero por lo menos el viaje se agiliza. Y encima no garpo boleto porque me subo a bondis y trenes como vendedora ambulante.
Viste, algunos tienen el cartel que te lo prohíbe, pero mis gomas son rápidas, más que las del colectivo y la Fórmula 1. El otro día me subí al bondi y le mostré mis nenas al chofer. Y ploin, al toque ya revendía los perritos que mueven el culito, las piedritas anti estrés y unas muñequitas checkaslavaquia. Así las llama mi payayo, que según él, así lo dice otro amigo que vende agujas. Y todos reproducimos lo que otros reproducen.
Cómo le daría a mi payayo. Se aparece y soy agua, catarata. Y él nada. Ni un beso gracioso me regala. Pero es chistoso, me afana sonrisas a rolete, aún cuando tengo ganas de repartir piñas. Porque yo a veces me enojo con el mundo por pelotudeces y me dan ganas de romperle el culo a patadas a quien sea.
Es tan seductor... detrás de ese disfraz de taceta berreta, amarilla y roja, de esa nariz colorada y esos labios remarcados con una brocha gorda, hay un gran hombre, un león con bigotes sin estilo. Qué bueno está... y el día en que lo vi en la Plaza de Lomas... me quedé embobada, observándolo descansar sentado sobre unos de los canteros... Guacho ahí voy para darte, pensaba para mis adentros. Pero no, no podía. Las flores son lindas en el jardín y él era un copete entre los demás. Silvestre, agraciado, un cocoliche con gambas.
Y entonces esa vez, se apareció reluciente como todos los días.
Hoy no pasás guachito lindo. Hoy sí que me vas a dar pelota, quieras o no. Saqué mi paragua y lo reté a un duelo ni bien estuvo a mi lado.
—Si sos macho, tirá todo a la mierda —le dije, mientras desenvainaba mi paragua.
—Andá a cagar loca —me respondió.
—Dale, no seas cagón, larga los perros de mierda y peleá si tenés guevos.
—Quién te conoce, aparte, para qué quiero pelear con una mina como vos, una puta barata, más fácil que no se qué. Hasta mis “perros de mierda” tardan en venderse más que tu bombacha. Primero aprendé a lavarla.
—Encima te la creés, bien que morís por ser dueño de estas gomas.
—Andá, más que gomas, son la cámara de mi bici pinchada. Andá a laburar. No estoy para pendejadas.
Y ahí se me cayó el mundo. Yo, tan yegua, tan adelantada para todo. Y él, viejo choto, me rechazaba y ofendía. Entonces agarré y dije má sí, esto no va a quedar así.
—Ayyyy... que hacés pendeja de mierda —me dice, sacándose el paragua del orto.
—O peleás o peleás —le digo.
—Está bien, querés piñas, vas a tener piñas.
Y chan. Nos dimos con los paraguas. Yo le revoleé el mío y él lo esquivó. Un sapucay se escuchó de fondo. Mi payayo me tiró con sus muñecos y me dio en la cabeza. Y paragua acá, paragua allá, el tren quedó en silencio. Ya no tenía más paraguas con qué darle, hasta que suena un celular y un tipo atiende.
—Bae —dice a los gritos.
Y con mi payayo nos miramos y al toque rajamos para donde el paragua. El se adelantó y yo me le encimé y le puse la traba, logrando que cayera al suelo. Pero cuando yo empezaba a correr, él me agarró del tobillo y me caí a la mierda. Y en eso el paragua seguía hablando para todo el mundo, como si estuviera en el campo.
—Che nontendei, a la puta, moó ojo Néstor Aguilera... —seguía el tipo.
Y nos levantamos los dos a la vez y a los santos pedos. Y cuando ya estábamos por agarrarlo, trastabillamos y nos volvimos a caer a la mierda.
—Paraguayo de mierda —le grito imitando su tonada—, andá a comer mandioca, chorro puto. Dejá de afanarno el laburo a nosotro.
—¿Qué e lo que te pasa a vo? —me responde, acercándose como un gallito—. ¿A quién le dijite “paraguayo de mierda”?
—Aprendé a hablar primero. Pasa que no me gustan los paragua y por eso los revoleo a la puta madre, o sea a tu tierra miserable.
—¡A la pucha! Yu Ñandeyara Jesucristo y enseñale a esta cuñá jhecó vaí tu amor como le enseñaste a la Magdalena.
—Eh payayo, vamo a romperle bien el culo. Es el último y la victoria será nuestra.
—Pará resentida. Acá somos todos iguales —me dice el puto.
—Uh loco, qué vendido. ¿Así defendés la patria? Yo pensé que tenías los guevos de un ñandú y no los de un gorrión. Andá a cagar.
Y ahí nomás se reincorporan todos los paragua del suelo. Sacaron sus mandiocas y las sacudieron en el aire al grito de “chipá chipá, aña menby”. Y el malón se me vino encima. Ni mis gomas sirvieron para protegerme. Volví a mi casa con mandiocas hasta en el orto. Todos se cagaban de risa cuando me veían pasar con el culo roto. Algún día les va a tocar, pensaba.
Y mi payayo se fue con sus perros moviendo el culo y sus muñecas checkaslavaquia. Qué hermoso era, qué gran hombre. Después de todo, era poca cosa para mí. Los guevos de un gorrión no son nada para una mina como yo. Un mísero peso salían las pelotudeces que vendía, solamente un peso de mierda; lo que vale un billete de La Solidaria.

martes, 2 de octubre de 2007

La esquina

Samantha se acomodó con disimulo el corpiño de encaje luego de apostarse en su esquina favorita. Los senos siliconados asomaban punzantes a punto de explotar. La breve pollera dejaba entrever unos muslos bien torneados y blancuzcos que se elevaban por encima de unas botas altísimas. Unos labios furiosamente pintados de granate y un exceso de purpurina acentuaba lo grotesco del cuadro. Esa noche, la calle del laberíntico barrio apenas si estaba iluminada. Un cuarto de hora más tarde no tardarían en llegar otras chicas de la noche. Los bocinazos rompían los oídos de los pocos transeúntes que acertaban a pasar por allí. Desde hacía varios meses la cuadra se había convertido en una suerte de palestra donde convergían personajes de dudosas procedencias. Muchas veces había peleas. Las prostitutas odiaban a los travestis porque estos se alzaban con una mayor cantidad de clientes. Se armaban así violentas escaramuzas de las que, invariablemente, salían perdiendo las profesionales de sexo femenino, al no poder con las fuerzas físicas de sus rivales. Samantha tenía como acérrima enemiga a la Turca.
Un sueño recurrente opacaba desde hacía varios días las siestas de Samantha, haciéndola despertar en forma brusca. Cada vez que lo recordaba un feo presentimiento se apoderaba de ella. Unos hombres con capucha la violaban reiteradamente en un baldío lleno de tierra, hasta que de improviso se alzaba un hacha por encima de su cabeza. Verdad es que en el momento culminante, Samantha reaccionaba cubierta de sudor. Se encontraba rememorando la pesadilla cuando una voz la volvió a la realidad.
—¿Subís? ¿Cuánto cobrás? —le preguntó desde el auto un hombre con una cicatriz que le surcaba el lado izquierdo de la cara.
—Cuarenta pesos el servicio completo.
—Hecho, subí.
A unos diez metros se encontraba la Turca con otras compañeras contemplando la escena.
—¡Mirá que suerte tiene el trava de mierda ese! Ya se levantó uno.
—No sé qué tienen los tipos en la cabeza. Los eligen a ellos y a nosotras que somos mujeres con todas las letras nos dejan pagando.
—Dicen que cobran más barato, tiran mejor la goma. Vamos a tener que mejorar el servicio o nos vamos al tacho. O nos ponemos en bola como ellos o...
—A cada santo le llega su San Martín. Siempre hay un loco que reacciona mal cuando se encuentra con la sorpresita —alegó la Turca.
Tres días más tarde la policía encontró el cuerpo semi decapitado de Héctor Gómez (a) Samantha en un zanjón. El crimen aún hoy en día sigue impune y la esquina que por derecho propio le había pertenecido al infortunado travesti pasó a tener desde entonces como dueña absoluta a la Turca.