lunes, 11 de junio de 2012

La violación (Cuento de Angela Martínez)


   Eran tres muchachotes. Estaban apoyados en un auto viejo. Ella pasó y los miró provocativamente. Llevaba una falda corta y apretada que le marcaba las nalgas al ritmo de sus pasos; la blusa, medio transparente, dejaba entrever un abultado interior y dos guindas achocolatadas. Se miraron entre los tres y resolvieron que ella sería la víctima.
    —Está buena la guacha. ¿Viste cómo nos miró?
   —-Parece una buena monta —le respondió el otro, rozándose la bragueta,
    —Vamos —dijo el tercero—; ¡no la perdamos de vista!
    Entre dos la agarraron y el tercero le tapó la boca para que no gritara, aunque a esa hora, a la siesta, no pasaba nadie por la calle. La metieron en el auto viejo, a ella, su cartera y un sobre marrón, que tenía bajo el brazo junto a otras carpetas y la llevaron al  galpón que servía, entre otras cosas, para esos fines “non-sanctos” de service a toda hora.
   Durante el trayecto la estuvieron manoseando como un anticipo de lo que le esperaba. Le subieron la falda, le sacaron las medias y así en tanguita se la mostraron al que manejaba, que parecía que era el que mandaba, quien hizo con los dedos el gesto de tijeras, de cortar. Ella sacudió la cabeza negándose ya que no podía hablar por el pañuelo dentro de  la boca. Pero uno de sus acompañantes, viendo sus gestos de desesperación, le dijo:
    —No te asustés. Te vamos a cortar nada más que la chabomba para que quedes en bolas y así se nos facilita el trabajo. ¿Está claro, boluda?
    Ella tenía la boca amordazada, las manos atadas en la espalda, la blusa a medio salir de la falda y semidesabotonada, lo que impulsó al más calentón a terminar de desabrocharle la camisa y a tocarle la carne así expuesta. Una tasa del corpiño se le había salido en los forcejeos al entrar al auto y le dejaba ese seno al aire, que fue convenientemente manipulado. Las piernas descansaban una en cada rodilla de sus captores, lo que le dejaba el sexo totalmente abierto y expuesto.
    Así se la presentaron de nuevo al que manejaba, quien acomodó el espejo retrovisor para captar todos los detalles y dio su aprobación.
   De vez en cuando le pasaba el dedo índice húmedo con saliva por su parte más saliente dentro de los labios escondidos y olía su olor de mujer dispuesta a ser copulada. Toda la situación hizo que ella, si bien su papel era el de víctima, sintiera un perverso nerviosismo.
    La bajaron del auto —siempre atada— y la colocaron sobre la mesa de trabajo, esta vez totalmente desnuda. Los senos, rotundos, ya sin la compresión del corpiño, se desparramaban libremente ocupando mayor superficie, pero conservando los pezones erguidos y expectantes.      Uno detrás del otro fueron desfilando, haciendo su descarga de macho en brama, manoseadas y palmaditas incluidas. Ella en ningún momento cejó en sus intentos por liberar manos y boca, y esos movimientos cimbreantes agregaban su cuota de calentura a la penetración.      
    Durante la primera vuelta se sintió confundida. ¿Qué era esa sensación de plenitud que experimentaba? Aquello era algo bárbaro, salvaje, eran como animales en celo, allí no había amor, sólo sexo y sin embargo... Con su pareja era todo tan romántico, tanto cariño premoldeado, tantas frases hechas, tanto amor previsible... Allí con esos bestias se sintió hembra, se despertó su instinto de cría y sintió el deseo animal desatado. Se sintió deseada, poseída por una brutalidad desconocida. Y lo disfrutó. Sexo puro, sin compromiso, entrega carnal, fusión de ansias como debía darse en la naturaleza, una necesidad saciada.
   Dos y hasta tres rondas hicieron, en distintas posiciones. Se sacaron el gusto con una hembra tipo modelo de tapa de revistas y no con esas señoronas que a veces pescan, con la bolsa de la feria. Finalmente ella se dio por vencida y los dejó hacer: Total, la suerte ya está echada, pensó.
   Tenía moretones en todo el cuerpo, marcas, chupones, los labios sangrantes, su sexo gastado, en algunos lugares hasta en carne viva y, como última humillación, le orinaron encima, La vistieron como pudieron y la llevaron en el montacargas hasta el subsuelo: allí le liberaron las manos y la boca.
     —Acá podés gritar todo lo que quieras, que nadie te va a escuchar ni va venir en tu auxilio.
   Ella los miró despreciativamente y alcanzándoles el sobre, sólo dijo:
     —Sida..., tengo sida.

Angela Martínez. Narradora y poeta. Nació en el barrio de Caballito. Es traductora pública nacional. Forma parte de la troupe del Taller Literario "El Enjambre Azul"




jueves, 7 de junio de 2012

Volar (cuento de Roberto vera)


         Entonces, creí que podía hacerlo. Me estiré todo lo que pude y efectivamente estaba volando. Veía las casas del barrio, muy chiquitas allá abajo, y los pobladores que parecían hormigas. Fue una experiencia increíble.
Después quise hacer lo mismo, repetir esa la visión onírica conmovedora. Me dirigí al peñón del pueblo, y desde la cima, mirando el agua verde, me largué a volar.
Lógicamente fui a parar al fondo del mar. Todavía no se cómo pude salvarme.
        Si no fuera por el pulpo, que ahora es mi padre...

lunes, 28 de mayo de 2012

Sábado por la noche (Cuento de Emilia Lopo)


El sábado por fin había llegado. Después de trabajar toda la semana bajando y subiendo cajones de soda del camión, Esteban se preparaba para salir con su novia. Se había bañado minuciosamente, se pondría la ropa que a ella le gustaba y el perfume que le había regalado. 
Alejandra trabajaba de recepcionista en una productora de televisión, estudiaba teatro y tenía ínfulas de llegar a ser una gran artista. Era bonita y poseía un hermoso cuerpo. Esteban estaba muy enamorado y no quería perderla, por lo que accedía a todos sus caprichos. Fue por ella que se anotó en la nocturna para completar la secundaria; no quería terminar su vida como sodero o despachante de mercaderías, como solía ella presentarlo. 
Pasó a buscarla por su casa. Lo esperaba con un vestido negro de gran escote; el largo cabello carmesí le caía sobre los hombros. Al besarla, el aroma sutil de su perfume lo embriagó y sitió deseos de poseerla. Fueron a cenar a un elegante restaurante de la costa. Después irían  al hotel de siempre. 
Uno de los jefes le había regalado a Alejandra una invitación para un hotel alojamiento nuevo que se había inaugurado recientemente, por lo que decidieron ir allí.
Al entrar a la habitación, una luz rojiza amalgamó sus cuerpos al resto del mobiliario. Un perfume a rosas inundaba el aire, y una música suave brotaba de las paredes. Sobre una mesa, una botella de compaña y dos copas invitaban al brindis. El pudor se ahogó en las  burbujas y el deseo se desató. Esteban comenzó a desvestirla al mismo tiempo que  la recorría con sus besos. Las manos acariciaban los pechos voluminosos y su lengua se movía rápida entre los pezones erguidos. En segundos, los cuerpos desnudos se entrelazaron encendidos en figuras caprichosas y las bocas buscaron jadeantes los refugios  más recónditos del placer. 
Esteban se despertó. Con cuidado deslizó su brazo por debajo de la cabeza de Alejandra. Estaba sediento, se levantó, se sirvió un vaso de agua y, a través de los vidrios de la ventana, se puso a espiar. Estaba oscuro. De pronto unos focos de luz intensa lo enceguecieron, iluminando toda la habitación. Su novia se despertó sobresaltada e intentó cubrir su escultural cuerpo con las sábanas. Vieron entonces que los vidrios se extendían por todo el recinto, incluso el techo. No había ventana ni puerta. Cientos de cámaras y micrófonos los apuntaban. Afuera la multitud aplaudía y gritaba enloquecida, pidiendo más. 


Emilia Lopo. Narradora y poeta. Reside en Munro (Bs. As.). Es integrante del Taller Literario "El Enjambre Azul", dirigido por  el profesor Roberto Vera 

domingo, 20 de mayo de 2012

La otra (Cuento de Norma Beatriz López)


En dos oportunidades, mientras tomaba un café en el bar de siempre, la había visto pasar entre el gentío, como la imagen de mi imagen, copia fiel, duplicado exacto de mí.
Primero fue extrañeza que paraliza, y luego curiosidad que me impulsó a buscarla entre la multitud que avanzaba por la avenida, donde finalmente se perdió, sin que pudiese alcanzarla, aunque sabía que volvería a verla.
A partir de entonces, día tras día y en el mismo horario, esperé pacientemente sentada en el bar, hasta que la vi llegar cruzando con rapidez la calle. Y fue  verla y verme, de manera tal que si yo no supiese que en ese momento estaba sentada junto a la ventana del café, pensaría que era aquella mujer que con pasos ligeros pasaba junto a mí sin percatarse de mi presencia.
Rápidamente salí tras ella, sin tener muy claro qué actitud adoptar. La fui siguiendo desde una discreta distancia, y desde allí la observaba buscando descubrir algún detalle que me diese la pauta de que estaba equivocada y que esa mujer no era tan idéntica a mí, hasta el punto de provocarme tal confusión.
Sin embargo su andar era el mismo, al igual que su cuerpo, el color y corte de su cabello, la forma que movía sus brazos al caminar, la posición de su cabeza, la curvatura de su cuello, y su rostro, que era de una  similitud angustiante. La única diferencia estaba dada por su aspecto cansado, lo ajado de la piel de sus manos y su rostro, y el humilde vestidito blanco que llevaba.
Mientras por mi mente cruzaban alocadas ideas, historias de hermanas perdidas, separada por quién sabe qué extraña circunstancia, fuimos alejándonos del ruido del centro y adentrándonos en los suburbios, mientras anochecía.
La gente que circulaba por la calle cada vez era menos y sentí temor de ser descubierta persiguiendo o persiguiéndome.
Nos internamos por una callejuela solitaria y oscura, que separaba modestas casas, de las que salían voces, música y gritos. La mujer ingresó a una de ellas y yo me quedé sola en medio de la oscuridad. Sin saber qué hacer, regresé al centro.
Pasó más un mes desde el día que descubrí a aquella mujer y el encuentro no se había vuelto a repetir. Sentía cierta inquietud pensando que alguien con tanta similitud conmigo se desplazaba libremente por la ciudad haciendo quién sabe qué. En realidad, el conocer su existencia me turbaba y se había transformado en una obsesión por querer saber de sus movimientos.
Llevada por estos pensamientos, decidí volver a su barrio y tratar de saber algo de ella. Repetí todo el trayecto de la vez anterior, bajo una persistente llovizna, hasta llegar a la casa donde la había visto entrar.
Me sorprendió el silencio, que daba una característica distinta al lugar, y sin pensarlo golpee la puerta Esperé unos minutos y al no tener respuesta insistí. Finalmente la puerta se abrió. Una anciana se asomó y , al verme, un grito ahogado escapó de su garganta y retrocedió murmurando algo, que sonaba como una maldición o un conjuro.  
Avancé hacia el interior de la vivienda, que estaba atestada de velas, imágenes paganas y de santos. En un rincón, una mesa oficiaba de altar y sobre ella había velas encendidas, flores, frutas y un recipiente conteniendo un líquido rojizo  rodeaban una fotografía, en la que se podía observar de cuerpo entero a la mujer a quien yo había ido a buscar.
Pasados los primeros momentos de estupor, pude hacer que la vieja me contara que la mujer de la foto había muerto un año antes, pero que alguien aseguraba haberla visto en la zona del centro, sentada por la tarde a la mesa de un bar.
Al día siguiente se cumpliría el primer aniversario de su muerte y la anciana le había prometido a la familia de la difunta que ella regresaría para estar con los suyos; que en eso había estado trabajando, y que yo era la respuesta.
No quise escuchar más. Me eché a correr bajo la lluvia, sintiendo que la frontera entre la vida y la muerte, entre la realidad y lo imaginario, el aquí y el allá, entre ella y yo, formaba parte de un orden inexplicable, que no debía alterarse por nada ni por nadie.
Desde entonces no he vuelto al bar.

Norma Beatriz López. Escritora y poeta. Nació en la ciudad de Buenos Aires. Forma parte del Taller Literario "El Enjambre Azul". Resido en Barracas.

sábado, 12 de mayo de 2012


El juego    (Cuento de Inés Bianchi)

El bodegón quedaba en la esquina donde empezaba el caserío de chapas y cartones. El Juancho llegaba al atardecer con las manos ateridas en los bolsillos de su pantalón gastado. Cuando entró, el gordo José lustraba los vasos de vidrio grueso que luego llenaba de vino carlón, ése que raspaba la garganta y calentaba las tripas.
Detrás del mostrador los espejos reflejaban retazos de parroquianos; la mancha de la humedad y la falta de azogue en algunas partes formaban un rompecabezas difícil de armar.
El Juancho se abrió paso entre el humo que le hacía llorar los ojos, hasta el fondo del local. Se paró y miró en derredor a las mesas que ya estaban formadas para el juego. Los ocupantes de las mismas también lo miraron. Nadie se había sacado el chambergo y las caras se perdían en el gris del humo acidulado y espeso.
A un costado, sobre una mesa redonda, dos mazos de cartas, sobados y grasientos, parecían invitarlo. Miró hacia la ventana donde el farol callejero apenas se distinguía a través de los vidrios mugrientos.
En la mesa había lugar para un jugador más. Dudaba. Si perdía no tendría nada que llevar a su casa; como todos los días llegaría con las manos vacías y Juancito se dormiría otra vez en los flacos brazos maternos, con el vientre vacío y los ojos llenos de lágrimas.
Alguien desarrimó una silla y le hizo una seña. Avanzó despacio y se sentó, “el poroto vale un mango”, le dijeron. Compró tres y empezó el truco. Las horas pasaron sin darse cuenta. Ganó, perdió, volvió a perder. La ansiedad lo hacía transpirar. Sobre la mesa las apuestas habían subido. Con los ojos vidriosos contó veinte porotos. Sus dedos nerviosos tocaron el último que le quedaba. Como general de una batalla de ambiciones y necesidades, lo tiró sobre la mesa y pidió cartas. Las orejeó despacio. No podía creer lo que veía: la espada, única, azul, haría vencedor al general. Juntó toda la plata y se fue en silencio, como había llegado.
La calle de tierra tenía espejos oscuros donde se reflejaba la luna. Sus pies los iban saltando, apurado por llegar a su casa. Entró lentamente en el único cuarto. El pibe dormía. La mujer, sentada frente al brasero, tenía los ojos fijos, agrandados de miedo y osadía. Fumaba callada, su respiración levantaba la blusa a medio abrochar.
El sacó la mano del bolsillo del pantalón y mostró la plata. Con voz entrecortada por la alegría “mañana comemos”, le dijo, “hay para varios días”. La mujer no dijo nada. El silencio golpeó el pecho del hombre. Se acercó al camastro, donde unas sábanas grises y zurcidas formaban un nido abandonado. Agachó la cabeza y comprendió. Allí, sobre el cajón de manzanas forrado en cretona que servía de mesa de luz, al costado de una vela encendida, había un billete de veinte pesos, nuevo, junto a un atado de cigarrillos rubios.

Inés Bianchi. Poeta y narradora argentina. Nació en Adrogué (Bs.As.). Sus trabajos han sido publicados en libros y revistas de la Argentina y España. Reside en Cap. Federal

martes, 8 de mayo de 2012

Encuentro (Cuento de Roberto Vera)


  1. Encuentro (Por Roberto Vera)


    Fue entonces cuando la vi. Estaba acurrucada en un rincón del cuarto. Menuda, simple, asustada, como una criatura huérfana.
    No tardé en hacerme entender. Al poco tiempo, fuimos amigos. Me tomó confianza. Le di de comer un pedazo de pan, que era lo único que tenía a mano. Y me miró con ojos muy dulces.
    Cuando la llevé para el dormitorio parecía que su cara se achicaba, me decía algo así como que no me merezco, por qué hacés esto por mí…
    La tomé de su cabecita y la besé con ternura. Me pasó su lengüita por mi mano.
    —Debemos dormir. Es tarde —le dije.
    —Ella asintió moviendo la cola.

lunes, 16 de abril de 2012

  1. EL PIROPO (Cuento) Por Elina Escudero)

    Como al pasar soltó una sonrisa. Estás cada día más linda, dijo él. Tengo una cara de dormida tremenda, pensó ella, cómo puedo gustarle.
    La piropeaba siempre que pasaba por la esquina de Corrientes y Rodríguez Peña, camino al trabajo
    Al principio creyó que era un baboso más del montón, un degenerado, pero debía reconocerle talento para los halagos. Se reinve...ntaba a diario para sorprenderla. Mi amor, por vos mataría una ballena a chancletazos, fue lo más original que le escuchó decir, sin embargo, por alguna razón no se creía capaz siquiera de mirarlo, la sola idea le provocaba tanta vergüenza que sus mejillas se encendían al rojo vivo.
    Esmerándose por tapar las imperfecciones de su rostro trasnochado, comenzó a levantarse un poco más temprano todos los días.
    A principio de mes, ni bien cobró el sueldo, fue corriendo al Shopping para renovar un poco el guardarropa. Una vez por semana, entraba a algún negocio a comprarse accesorios que combinaran con su nuevo look.
    Él tenía razón, después de todo, ella estaba cada día más linda.
    Luego, decidió anotarse en el gimnasio. La actividad física no era su fuerte, pero quería deshacerse de algunos kilitos de más y creyó que cuidarse un poco con las comidas más las clases de aerobics daría resultado rápidamente.
    Entonces se animó y caminando por la avenida Santa Fe entró a un negocio, se probó ese pantalón blanco que le encantaba y que antes no se hubiera puesto ni loca. Pero al sentirlo sobre la piel, luego de algunos consejos de la vendedora para ocultar los rollitos en la cintura, tomó la decisión de comprarlo.
    No pudo esperar y quiso estrenarlo al día siguiente.
    En camino hacia la parada del 37 para ir a trabajar, al llegar a mitad de cuadra, sintió una mirada penetrante.
    Tampoco en esta ocasión se atrevió a mirarlo o tan siquiera darle una señal. Él le hacía el amor con los ojos. No hacía falta comprobarlo, la prueba irrefutable era la excitación que ella sentía al pasar por la puerta del bar, donde siempre baldeaba la vereda a las siete de la mañana. Estaba provocándolo descaradamente, lo sabía; ¿se sentía una pecadora por eso? No, ya no. Él despertaba en ella un instinto felino que dormitaba en la profundidad de su alma.
    Jamás lo confesaría, pero fantaseaba con sus manos cada vez que tenía oportunidad. Se las imaginaba regordetas, ásperas, pero calientes y ávidas. La lengua recorriéndola al tiempo que escucharía palabras dulces, algo intimidantes, esas mismas que cada mañana le soltaba al pasar.
    Parecía que iba a llover, pero por suerte acaba de salir el sol, dijo él, mientras barría la vereda mirando al cielo.
    La tomó por sorpresa, no esperaba encontrar sus ojos, los había visto perdidos entre las nubes y por eso lo miró.
    Buen día, dijo él, haciéndole una reverencia como si saludara a un miembro de la realeza. Hola, pensó ella, pero sólo pudo esbozar una leve sonrisa y seguir caminando.
    Al llegar a la esquina, arrepentida por la oportunidad perdida, decidió volver y saludarlo. Nunca le había hablado de manera directa, simplemente, se limitaba a piropearla impunemente mientras ella fingía no escucharlo. Pero esta vez fue distinto, la había saludado sin obtener una sola palabra de su boca, pero qué maleducada, pensó ella.
    Tenía la excusa perfecta, le diría algo así como: discúlpeme, no quise ser grosera con usted, se ve que es una persona muy atenta y yo, faltando a los modales que tanto me inculcaron en mi casa, ni siquiera le contesté el saludo. Un poco exagerado, pensó, pero más o menos esa era la idea.
    Antes de echarse atrás respiró, desandando el camino que la llevaría a pasar nuevamente por la puerta del bar.
    Comenzó a andar hasta que una voz hizo que detuviera el paso. Se la escuchaba a mediana distancia. Era la voz de alguien a quien ella conocía. Ubicándose a centímetros de la esquina asomó sólo parte de su rostro, lo suficiente para espiar.
    ¡Qué hermosa! Estás cada día más linda, decía la voz.
    ¿Es quien creo que es?, se preguntaba mientras debatían dentro suyo el impulso por desenmascarar el misterio y las ganas de hacer como si nada hubiera pasado.
    Decidió sacar el torso entero para ver mejor, sin importarle si desde la puerta del bar él la vería.
    ¡Uy! Disculpame, dijo al chocarse con una rubia que no vio venir y que siguió su paso murmurando “está todo bien”.
    Él permanece deslumbrado, parado en mitad de la vereda, con la mirada clavada debajo de la cintura de la rubia, mordiéndose el labio inferior en un gesto casi obsceno.
    A lo lejos se dibuja un cartel luminoso de color verde, ella apura el paso mientras busca las monedas en la cartera, extiende la mano y el 37, atestado de gente, frena automáticamente.

    Elina Escuedro. Joven narradora y poeta, pertenece a la troupe

lunes, 9 de abril de 2012

TALLER LITERARIO EL ENJAMBRE AZUL: Noche // Poema de Roberto Vera

TALLER LITERARIO EL ENJAMBRE AZUL: Noche // Poema de Roberto Vera

Noche // Poema de Roberto Vera

Noche

Manos de arena
serpentinas de la noche
en esta ciudad descalza y fría
jaula de almas y mentes indecisas
que esperan sentadas
amapolas y chirolas
ennegrecidas de cansancio

Palomas y trompetas
en los escaparates
de tiendas vacías
insectos / serpientes
veredas congeladas.

Un policía lleva
en sus manos las pizzas
careta de hombre puro
proxeneta

Las luna siempre atenta
esta noche no mira
las sombras se escurren hacia el río

Roberto Vera

Vivian // Cuento de Cecilia Di Cenzi

Aquella tarde llegó temprano a su casa, ya no tenía la necesidad de quedarse en el trabajo hasta última hora. Al entrar tuvo la sensación de encontrarse en otro lugar, diarios viejos, platos sucios, polvo y papeles tirados traslucían en la atmósfera un aire de abandono. Caminó hacia su cuarto con paso ciego y se detuvo ante la puerta destartalada. Su habitación estaba más desordenada aún que el resto de la casa y sobre la cama estaba ella, dormida, las sábanas dejaban entrever sus piernas y pensó en acercársele y robarle unos momentos de amor, pero unas manchas de sangre seca a su alrededor lo frenaron.
—Mierda —dijo.
Hacía tres meses que la conocía, se encontraron por casualidad en el bar que frecuentaba; estaba sentado en la barra conversando con el barman cuando sintió una mirada quemándole la espalda. Tenía unos treinta años, alta y delgada como una espiga, algo simple tal vez para sus gustos (le encantaban las mujeres con sobrepeso, algo groseras, con aire de matronas, pechos tambaleantes como gelatinas), pero ella estaba allí y era peor que nada, cualquier cosa era preferible a irse solo a su casa. Se le acercó y le preguntó su nombre. Vivian. Alguna vez había conocido a otra Vivian, pero era gordísima y con una boca capaz de zambullirse en lo más profundo de su ser. Sonrió al recordarla y sintió un cosquilleo en el vientre. Empezaron a conversar ante la mirada indiscreta de quien atendía la barra,el que de a ratos soltaba unas risitas hipócritas y confidentes. Ella le contó cosas de su vida, su trabajo, gustos, el motivo por el cual se encontraba en ese bar en donde casi todas las mujeres parecían desagradables y putas; le dijo que se sentía sola, perdida, vacía. El miraba sus ojos negros de animal herido, sus delgados y casi inexistentes labios, sus pechos, sus piernas y le importaban un carajo todos sus problemas. Luego sintió una sensación de vértigo y algo que le quemaba el estómago, el recuerdo de la gorda lo había afectado.
—Ya es hora —le dijo.
A eso de las tres de la mañana salieron del bar, ella de manera enérgica no paraba de hablar; hubiera querido ponerle un tapón en la boca. Fingía interesarse por todo cuanto ella decía, cuando realmente en lo único que pensaba era en esa quemazón que ahora recorría de arriba a abajo todo su cuerpo.La llevó a su casa, luego a su cuarto y ella se dejó llevar sin decir palabra. Fue algo rápido, con no más sobresaltos que los gritos de ella y los espasmos de él.
—¡Fue un buen polvo! —le dijo mintiendo, y ella asintió sin más.
Desde ese día regresó cada noche, y cada noche se repitió la misma escena. Le jodía su voz, su cuerpo, su vida, sin embargo siguieron juntos; le parecía vana, hueca, pero no podía estar sin ella. La esperaba desde que la veía partir en la mañana, la añoraba en el trabajo y al llegar a su casa en la tarde. No hacía más que pensar en su regreso y en su anoréxica y lastimera figura; no podía soportar su ausencia ni un par de horas. Y comenzó a desvariar entre un universo abstracto y otro real y el miedo al abandono, a quedarse solo y sin ella lo fueron torturando cada vez más.
Vivian llegó más tarde que nunca esa noche, y él había pensado que no regresaría. Cuando se abrió la puerta y la vió entrar,se puso a llorar desconsoladamente. Hicieron el amor como nunca antes lo habían hecho y se dió cuenta entonces de que la amaba, sin dudas amaba a esa mujer que conocía hacía tres meses.
En la madrugada se despertó sudando, los miedos volvían a él como herencia. Nadó en la oscuridad de su cerebro y esa necesidad de no ser abandonado lo obsesionaba, tambaleaba en un mar de dudas, sintió que iba a reventar, que le faltaba el aire,que se ahogaba y ya no pudo controlarse; tenía que retenerla para siempre…
Y ahora ella estaba ahí, sobre su cama, tan tranquila como siempre, era temprano todavía. Empezó a tirar los papeles y demás cachivaches que cubrían casi todo el suelo, barrió cada rincón de la casa. El sol entraba fuertemente por las ventanas llenándolo todo con su luz, y ella continuaba allí sobre la cama; se sintió feliz, la quemazón había pasado junto con esa sensación de desamparo y miedo…
—¡Desde hoy todo será diferente! —se dijo.
Mientras, el olor que salía del cuerpo de Vivian, empezaba a invadir con sus garras toda la casa.

Cecilia Di Cenzi
Narradora y poeta. Reside en La Recoleta. CABA