lunes, 11 de junio de 2012

La violación (Cuento de Angela Martínez)


   Eran tres muchachotes. Estaban apoyados en un auto viejo. Ella pasó y los miró provocativamente. Llevaba una falda corta y apretada que le marcaba las nalgas al ritmo de sus pasos; la blusa, medio transparente, dejaba entrever un abultado interior y dos guindas achocolatadas. Se miraron entre los tres y resolvieron que ella sería la víctima.
    —Está buena la guacha. ¿Viste cómo nos miró?
   —-Parece una buena monta —le respondió el otro, rozándose la bragueta,
    —Vamos —dijo el tercero—; ¡no la perdamos de vista!
    Entre dos la agarraron y el tercero le tapó la boca para que no gritara, aunque a esa hora, a la siesta, no pasaba nadie por la calle. La metieron en el auto viejo, a ella, su cartera y un sobre marrón, que tenía bajo el brazo junto a otras carpetas y la llevaron al  galpón que servía, entre otras cosas, para esos fines “non-sanctos” de service a toda hora.
   Durante el trayecto la estuvieron manoseando como un anticipo de lo que le esperaba. Le subieron la falda, le sacaron las medias y así en tanguita se la mostraron al que manejaba, que parecía que era el que mandaba, quien hizo con los dedos el gesto de tijeras, de cortar. Ella sacudió la cabeza negándose ya que no podía hablar por el pañuelo dentro de  la boca. Pero uno de sus acompañantes, viendo sus gestos de desesperación, le dijo:
    —No te asustés. Te vamos a cortar nada más que la chabomba para que quedes en bolas y así se nos facilita el trabajo. ¿Está claro, boluda?
    Ella tenía la boca amordazada, las manos atadas en la espalda, la blusa a medio salir de la falda y semidesabotonada, lo que impulsó al más calentón a terminar de desabrocharle la camisa y a tocarle la carne así expuesta. Una tasa del corpiño se le había salido en los forcejeos al entrar al auto y le dejaba ese seno al aire, que fue convenientemente manipulado. Las piernas descansaban una en cada rodilla de sus captores, lo que le dejaba el sexo totalmente abierto y expuesto.
    Así se la presentaron de nuevo al que manejaba, quien acomodó el espejo retrovisor para captar todos los detalles y dio su aprobación.
   De vez en cuando le pasaba el dedo índice húmedo con saliva por su parte más saliente dentro de los labios escondidos y olía su olor de mujer dispuesta a ser copulada. Toda la situación hizo que ella, si bien su papel era el de víctima, sintiera un perverso nerviosismo.
    La bajaron del auto —siempre atada— y la colocaron sobre la mesa de trabajo, esta vez totalmente desnuda. Los senos, rotundos, ya sin la compresión del corpiño, se desparramaban libremente ocupando mayor superficie, pero conservando los pezones erguidos y expectantes.      Uno detrás del otro fueron desfilando, haciendo su descarga de macho en brama, manoseadas y palmaditas incluidas. Ella en ningún momento cejó en sus intentos por liberar manos y boca, y esos movimientos cimbreantes agregaban su cuota de calentura a la penetración.      
    Durante la primera vuelta se sintió confundida. ¿Qué era esa sensación de plenitud que experimentaba? Aquello era algo bárbaro, salvaje, eran como animales en celo, allí no había amor, sólo sexo y sin embargo... Con su pareja era todo tan romántico, tanto cariño premoldeado, tantas frases hechas, tanto amor previsible... Allí con esos bestias se sintió hembra, se despertó su instinto de cría y sintió el deseo animal desatado. Se sintió deseada, poseída por una brutalidad desconocida. Y lo disfrutó. Sexo puro, sin compromiso, entrega carnal, fusión de ansias como debía darse en la naturaleza, una necesidad saciada.
   Dos y hasta tres rondas hicieron, en distintas posiciones. Se sacaron el gusto con una hembra tipo modelo de tapa de revistas y no con esas señoronas que a veces pescan, con la bolsa de la feria. Finalmente ella se dio por vencida y los dejó hacer: Total, la suerte ya está echada, pensó.
   Tenía moretones en todo el cuerpo, marcas, chupones, los labios sangrantes, su sexo gastado, en algunos lugares hasta en carne viva y, como última humillación, le orinaron encima, La vistieron como pudieron y la llevaron en el montacargas hasta el subsuelo: allí le liberaron las manos y la boca.
     —Acá podés gritar todo lo que quieras, que nadie te va a escuchar ni va venir en tu auxilio.
   Ella los miró despreciativamente y alcanzándoles el sobre, sólo dijo:
     —Sida..., tengo sida.

Angela Martínez. Narradora y poeta. Nació en el barrio de Caballito. Es traductora pública nacional. Forma parte de la troupe del Taller Literario "El Enjambre Azul"




4 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué lindo cuento! Con un logrado final inesperado. Muy bien escrito!

Pedro R. Valenzuela

Anónimo dijo...

Es una temática brava, muy bien encarada por la narradora. Felicitaciones.
Amanda Ruiz Díaz

Anónimo dijo...

Muy lindo cuento, con una gran intensidad dramática. Sobre un hecho muy creíble. Felicitaciones a la autora.
José M. Escandia

Anónimo dijo...

Muy bueno! El final totalmente inesperado pero muy merecido para ellos