martes, 14 de agosto de 2007

Los celos

-¿Qué te parece si invitamos a cenar a Marta y a Mario?
La pregunta híbrida de Elena tomó por sorpresa a Roberto.Ella estaba en el dormitorio, y él, sentado en el sofá del living, no podía verla. ¿Había preguntado con naturalidad, sin darle importancia, o acaso premeditaba algo?
Aunque faltaban todavía dos semanas, les gustaba preparar su cena de aniversario con antelación para que se convirtiese en una efeméride especial, y en los cuatro años que llevaban de casados jamás habían invitado a nadie, puesto que era una ocasión exclusiva e íntima para los dos con fantasías en ebullición.Durante los últimos años no habían gozado de buenas amistades con las que compartir el evento.Gradualmente se habían ido quedando solos, se aislaron socialmente. Un poco por comodidad y otro poco por desinterés habían ido descuidando a la barra de juglares de la juventud. No les agradaba salir de su confortable refugio cotidiano para hablar una y otra vez de las mismas vaciedades de siempre. Sus conocidos seguían estancados en bromas antiguas y no demostraban tener ningún interés en temas de actualidad limitándose simplemente a comentar el fútbol del domingo o a criticar a viejos vecinos. Elena y Roberto, no pretendían nada extraordinario, ningún prodigio, sólo un poco de conversación adulta de vez en cuando y como no eran personas abiertas a conocer gente nueva, cuando les presentaban a alguien, o coincidían forzosamente con otros en cualquier reunión, se limitaban a ser corteses, pero sin entreabrir jamás esa puerta que permite que vuelvan a llamarte, a invitarte e intimar, o lo que es aún peor, a que los demás se auto inviten e invadan tus espacios y costumbres.Pero meses atrás habían conocido a Marta y a Mario con gustos y aficiones parecidas a las de ellos. A Roberto le encantaba la idea de que asistiesen a la cena, sobre todo quería ver a Marta, pero no lo podía reconocer abiertamente delante de su esposa y cuando ésta lo sugirió, se limitó a murmurar una afirmación inconsistente.
Roberto conoció a Mario en su trabajo y desde el primer momento quedó gratamente impresionado. Él era una persona de trato exquisito. En la oficina era eficiente y siempre estaba de buen humor, dispuesto a ayudar a cualquiera; simpático y ocurrente nunca cruzaba la frontera para convertirse en un molesto chistoso. Tenía además un aspecto agradable que le daba un aire relajado a todo lo que hablaba o hacía. Pronto comprobaron ambos que eran muy parecidos en casi todo y comenzaron a congeniar, salían juntos a tomar café y cada vez que se cruzaban en los pasillos se paraban un rato a charlar. Un día Mario le presentó a su esposa, Marta, que había pasado por la oficina a saludarlo. Era bellísima.Tenía el pelo corto, moreno, no era muy alta y sí deliciosamente proporcionada. Vestía jeans y una camisa roja ceñida y su rostro era de un encanto tan sencillo y natural que desarmó a Roberto y lo dejó hipnotizado. No aparentaba ser sofisticada, no llevaba maquillaje ni joyas.Roberto se preguntó si una persona tan bella podría llevar una vida normal, porque él estaba seguro de que, con esa cara, esa manera de moverse, tan libre, tan juvenil, tan sexy podía hacer lo que quisiera, desde enamorar a reyes y emperadores hasta transformar a un guapo en cobarde o destruir a medio mundo si le viniera en gana. A él ya había empezado a destruirlo…
El haber conocido a Marta hizo que Roberto quisiera reforzar su amistad con Mario.Por primera vez en mucho tiempo podía mantener una conversación con alguien sin sentirse forzado o incómodo, pero por sobre todo, deseaba volver a encontrar a la mujer de su amigo.No se la podía quitar de la cabeza. Así, una noche, salió a tomar algo con su esposa y se las ingenió para coincidir “casualmente” con la pareja en el bar donde sabía que iban a estar. Era el segundo encuentro con ella y parecía aún más hermosa. Tras las correspondientes presentaciones a Elena, comenzó lo que se convirtió en una maravillosa velada regada con buen vino.A los cinco minutos ya reían como viejos amigos, eran cuatro espíritus mancomunados que se encontraban descubriendo aficiones comunes. Roberto, feliz, se pasó la noche como un sabueso, mirando a los ojos de su reciente amiga Marta.Lo que no imaginó es que esa madrugada, su mujer soñó con Mario. Si a él le había gustado Marta, a Elena la había encandilado Mario.Ella nunca había sido una mujer interesada en otros hombres, ni se le había pasado por la cabeza mirar a otros, ni siquiera como curiosidad o para seguir las bromas de sus antiguas amigas. Mario había estado muy atento toda la noche con ella, pendiente de que no le faltara nada y que no quedase fuera de la conversación en ningún momento. Su personalidad le atrajo, y su físico aún más. Aunque su rostro era agudo y sus facciones marcadas, los ojos caídos y melancólicos le restaban rudeza y le añadían una pincelada de ternura. Poseía una elegancia serena que irradiaba bienestar en torno a él. Y Elena, un poco achispada por el alcohol, no podía dejar de mirarle el trasero cuando se levantaba para ir a la barra a pedir más bebidas. En el sueño de aquella noche su subconsciente fue un poco más lejos…
A partir de aquella ocasión, tanto Roberto como Elena buscaron excusas para verse con sus nuevos y deseados amigos. Comenzaron a salir, en contra de sus antiguas costumbres, varias noches por semana, y a merodear por los bares que frecuentaban Marta y Mario hasta que los localizaban. Pronto se consolidó la unión entre los cuatro.
Con el pasar de los años, la comunicación entre Elena y Roberto había seguido una línea descendente sin interrupción que les llevaba a un punto en el que hablaban lo indispensable para no perderse el respeto o para guardar las formas. Quedaron atrás los primeros tiempos, cuando eran la envidia de todos, siempre los dos juntos, enfrascados en conversaciones íntimas, indiferentes al universo que los rodeaba. Se seguían queriendo y se habían habituado a la convivencia, se deslizaban sobre ella confortablemente, pero sin los altibajos que la hacen jugosa y fructífera. No podían recordar la última vez que habían hablado de ellos mismos, de sus ilusiones, de sus intereses o de sus miedos. Ya ni se les pasaba por la cabeza emprender nuevos retos juntos, descubrir músicas fascinantes, sabores embriagadores o viajes encantados. Ya ni siquiera discutían. Por eso, estos nuevos hábitos en su, hasta ahora, aburrida vida social, empezaban a preocupar a Roberto. Se preguntaba si su esposa habría notado ese súbito interés que él mostraba por Marta. A veces, estando en el bar, hasta él mismo se sorprendía mirando embelesado durante largo rato los hombros desnudos de ella y se avergonzaba de no haber prestado atención a lo que se hablaba; o cuando salían a caminar los cuatro, él siempre procuraba situarse junto a Marta.Estaba casi convencido de que esos detalles tan burdos no podían habérsele pasado por alto a su mujer. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Elena no reparaba en absoluto en lo que hacía su marido. Bastante trabajo tenía ella con que no se le notara su ansia por estar junto a Mario y al igual que una colegiala ilusa con su primer amor, le parecía reconocerlo en cualquier hombre que se le acercaba por la calle. Un pellizco le oprimía el estómago hasta que descubría que no era quien soñaba, pero ya no podía evitar que el resto del día sus pensamientos estuviesen dedicados a él.
La vida de ambos fue llenándose de nuevos detalles. Elena comenzó a comprarse ropa interior más moderna y provocativa. Aunque sabía que su idolatrado Mario no iba a saberlo, ella se sentía mucho más segura y confiada, incluso comprobaba que en las conversaciones, era como si las sugerentes y minúsculas tangas le otorgasen alas liberadoras, y se aventuraba mucho más en sus juegos de seducción.Por su parte, Roberto, se anotó en un gimnasio y se excusaba ante su mujer, suspirando aliviado al ver que ella no indagaba demasiado en las verdaderas causas de ese súbito interés suyo por el spinning, los bancos de abdominales o los aparatos de step. Tampoco Elena manifestaba curiosidad cuando Roberto llegaba a casa y bebía unos extraños brebajes de avena, condimentaba ensaladas de algas o tragaba comprimidos de hígado de pescado.
Era indudable que la compañía de Marta y Mario los estimulaba en todos los sentidos.La actividad sexual mejoró considerablemente entre ellos. En los últimos meses, a partir de las salidas nocturnas, llegaban a su casa y se enmarañaban en juegos eróticos inusuales para ellos, con la avidez propia de una pareja de recién casados. Claro que ambos ignoraban que la mente de su respectivo cónyuge estaba pensando en otra persona.
Sin embargo, los plácidos y encantadores días que se auguraban a sí mismos en compañía de Marta y Mario se nublaron con la aparición de Patricia.
Patricia se mudó justo al lado del piso de sus amigos. Era una joven española, estudiante de Historia del Arte aunque, según fueron enterándose después, esto no era más que un simple pretexto, puesto que la verdadera razón de su viaje era superar la muerte de sus padres en un accidente de tránsito y poner un poco de distancia entre ella y el resto de la familia, con la que no estaba muy bien avenida. Todavía no tenía amistades en la ciudad y Marta y Mario, sin consultarlo con Elena y Roberto, se ofrecieron encantados a invitarla a salir con ellos. Patricia parecía diseñada para gustar a todo el mundo. Era alta y rubia (pese a su hispanidad), con una larga melena lisa, y tenía los ojos claros, todo lo que la convertía en una criatura bastante atractiva, aunque con una belleza que, al no ser exuberante ni llamativa, gustaba a los hombres y no molestaba a las mujeres. Se sorprendía, o aparentaba sorpresa y rubor, cuando alguien le mencionaba su encanto. Era desenvuelta, natural, simpática, hablaba con todos, su suave acento embelesaba a cuantos la oían y a todos escuchaba con atención. Una noche, Marta y Mario se la presentaron a Elena y a Roberto y se unió al grupo que habían formado las dos parejas, aunque estos últimos, tras la obligada cortesía inicial, la aceptaron no de muy buen grado. No deseaban que nadie se interpusiera entre los cuatro. ¿Para qué hacía falta otra persona? Ahora venía una intrusa a estropearlo todo.Este recelo fue alimentando un descontento mayor a medida que Patricia iba ganándose la confianza de Marta y de Mario. Ya no podían disfrutar a gusto de sus amigos, siempre estaba ella de por medio. Cuando Elena trataba de mantener esas charlas “especiales” con Mario, éste hacía participar a Patricia de la conversación, y a los pocos minutos terminaban ellos dos hablando emocionados y Elena pasaba a un segundo plano hasta casi desaparecer. Mario ya sólo tenía ojos para Patricia. Marta también había sucumbido al hechizo de ella, y le solicitaba continuamente su opinión sobre cuadros o esculturas, lo que impedía a Roberto explayarse a solas con su amiga e intentar deslumbrarla, con su profunda y cínica visión del mundo. Incluso alguna vez que Patricia acaparaba a Marta y a Mario a la vez, se habían quedado los dos esposos desplazados al mismo tiempo, viéndose obligados a forzar algún dialogo entre ellos, algo a lo que ya no estaban acostumbrados. En esos incómodos momentos, sin ellos saberlo, los unía la misma rabia que iba naciendo en sus entrañas y luego lanzaban a través de las miradas que dirigían de vez en cuando a Patricia.
Los días fueron pasando con odiosa monotonía. Se había acabado la ilusión y Elena y Roberto se acicalaban sin demasiado esmero, sin esperar nada de los encuentros con Marta y Mario, nada que no fuese la insoportable y omnipresente Patricia, abarcándolo todo.
Cuando faltaban algunos días para la cena de aniversario, decidieron invitarlos. Cada uno estaba convencido en su fuero interno, de que sería una ocasión excelente para recuperar los vínculos perdidos con sus codiciados amigos y lograrían deshacerse, siquiera por unas horas, de la fastidiosa Patricia. Les volvió a nacer un atisbo de esperanza y dedicaron su esfuerzo a conseguir una velada del agrado de sus platónicos amantes.
Elena se ocupó durante varios días de elegir un menú original y exótico con el que sorprender a Mario y adquirió los desacostumbrados ingredientes en la delicatessen más exclusiva de la ciudad, siempre con la inquietud de que, en cualquier momento, Roberto le preguntara el motivo de tamaño despilfarro; pero su marido sólo se dedicó a visitar como un loco todas las bodegas intentando descubrir los vinos más exquisitos y costosos con los que apabullar a Marta. Sonó el teléfono y cuando Roberto lo atendió, Mario le dijo que Patricia también iba a acompañarlos en la comida de esa noche. Roberto, doliente, ya no pudo continuar oyendo las palabras que salían del auricular.Sólo escuchaba un murmullo confuso que le golpeaba las sienes al ritmo de los latidos de su corazón. De pronto, los deseos, las expectativas y los anhelos depositados en esa noche se desvanecieron. En lo más hondo de su ser se había abierto una herida y un doloroso odio hacia Patricia empezaba a consumirlo. Sin fuerzas ni argumentos para rebatir a Mario, colgó el tubo y trató de recomponerse para darle la noticia a Elena. Cuando ésta lo supo, apretó los dientes y sin decir nada se limitó a seguir eligiendo música para ambientar la cena. El mal humor fue creciendo en ambos, y sin hablar fueron colocando la mesa, las sillas y los cubiertos con gesto serio y ademanes bruscos. Roberto se pasó un buen rato agachado intentando arreglar sin éxito un enchufe; consiguió así que las piernas se le agarrotaran y se dió un fuerte golpe en el hombro con una estantería al levantarse refunfuñando para atender el timbre que había sonado.
Era Patricia que aburrida en su casa, había decidido adelantarse para ayudar.Sin preguntar lo que tenía que hacer, con su habitual desenvoltura, empezó a modificar la disposición de los cubiertos y las copas, ante la mirada estupefacta de Elena que llevaba todo el día dedicada a ello. Después se metió en la cocina y comenzó a husmear y a remover el contenido de las cacerolas y sartenes. Elena no daba crédito a lo que veía. Al igual que a su marido, le había brotado una angustia profunda en su interior, producto de la envidia y la ira contenida. Respiró profundamente porque notaba que le faltaba el aire y el corazón le latía agitadamente. Una hora después llegaron Marta y Mario impecablemente vestidos para la ocasión, pero a Roberto y a Elena ahora les molestaba que fuesen tan atractivos, pues hacía más grande el tormento de no poder disfrutar de ellos a solas.
La cena resultaba extraña, con unos invitados alegres y desenvueltos, y unos anfitriones callados, tensos, a punto de reventar. Roberto movía nerviosamente una pierna golpeando la pata de la mesa y Elena no pudo evitar derramar su copa de vino.Al final de la interminable noche, Marta y Mario se despidieron afectuosamente, pero Patricia se ofreció para quedarse a limpiar y recolocar los muebles que se habían movido. Roberto y Elena, con un abatido gesto la dejaron en el living y se fueron al dormitorio por un momento.Desde allí escucharon un gemido y un fuerte golpe; corrieron hacia donde estaba Patricia y la vieron en el suelo, agitándose convulsivamente, parecía que se asfixiaba; su mano derecha estaba negra, quemada, aferrada a un enchufe roto desde donde asomaban los cables pelados que Roberto no había podido arreglar.Un olor a neumático quemado invadía el ambiente.
Elena y Roberto se quedaron de pie, quietos, mirando cómo Patricia se encogía y se estiraba.
-Deberíamos ayudarla –dijo Roberto.
-Sí, deberíamos –dijo Elena.

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