“Cinco grados bajo cero, se pronostica alerta meteorológica para esta madrugada, fuertes tormentas de nieve azotarán la ciudad…” Apagó el televisor.
El gélido invierno, no lograba atemperar la sangre que bullía por sus venas, caldeando sus huesos, músculos, órganos, cerebro, hasta dejarlo turbado.
Se recostó en el sillón, frente al hogar; una brisa que filtraba vaya a saber de que recóndita ventana, agitó la llama hasta apagar el fuego; mejor, la transpiración ya había cubierto todo su cuerpo transformándolo en una masa resbaladiza y maloliente, gotas de sudor ácido corrían por su rostro desencajado.
En la habitación, sólo la tenue luz de ese día gris chusmeaba entre las cortinas. Sus ninfas, en eróticas coreografías bailaban, lamían su cuello, su frente y se habrían de piernas, en una sensual danza clásica sobre su vientre distendido por la pantagruélica cena que, de a ratos, le daba unas nauseas inmundas dejándole un gusto amargo en la boca.
Ahora debía mitigar el otro apetito, el que siempre saciaba de la misma forma, el que también le dejaba un gusto amargo, ¿nunca existiría otra posibilidad?, ¿cómo sería hacer el amor con una mujer?
El teléfono lo esperaba como una hembra de ébano abierta a sus más bajos instintos. Su mano húmeda y temblorosa se resistía a ese final, pero era tal la excitación que el oxígeno apenas rozaba sus alvéolos, haciéndolo sentir enfermo. Tomó el auricular, marcó el número de memoria. El “hola”, una vez más, le abrió el camino al cielo, una erección rápida y dolorosa le arrancó un gemido, las palabras licenciosas, obscenas penetraron directo a su sistema límbico; cerró los ojos y antes que pueda llegar a tocarse, como siempre, su sexo erupcionó abruptamente en un desparramo de simiente sobre sus piernas contraídas; el teléfono cayó al piso, la voz de turno seguía ensimismada en su lujurioso discurso; por la comisura de su boca corrió una baba pegajosa, le dio asco, quiso limpiarse, pero la orden no salía de su cerebro que recién registraba el postorgasmo.
Y quedó ahí, tendido por horas, con sus doscientos treinta kilos desparramados en el único sillón de la casa que lo podía contener.
El gélido invierno, no lograba atemperar la sangre que bullía por sus venas, caldeando sus huesos, músculos, órganos, cerebro, hasta dejarlo turbado.
Se recostó en el sillón, frente al hogar; una brisa que filtraba vaya a saber de que recóndita ventana, agitó la llama hasta apagar el fuego; mejor, la transpiración ya había cubierto todo su cuerpo transformándolo en una masa resbaladiza y maloliente, gotas de sudor ácido corrían por su rostro desencajado.
En la habitación, sólo la tenue luz de ese día gris chusmeaba entre las cortinas. Sus ninfas, en eróticas coreografías bailaban, lamían su cuello, su frente y se habrían de piernas, en una sensual danza clásica sobre su vientre distendido por la pantagruélica cena que, de a ratos, le daba unas nauseas inmundas dejándole un gusto amargo en la boca.
Ahora debía mitigar el otro apetito, el que siempre saciaba de la misma forma, el que también le dejaba un gusto amargo, ¿nunca existiría otra posibilidad?, ¿cómo sería hacer el amor con una mujer?
El teléfono lo esperaba como una hembra de ébano abierta a sus más bajos instintos. Su mano húmeda y temblorosa se resistía a ese final, pero era tal la excitación que el oxígeno apenas rozaba sus alvéolos, haciéndolo sentir enfermo. Tomó el auricular, marcó el número de memoria. El “hola”, una vez más, le abrió el camino al cielo, una erección rápida y dolorosa le arrancó un gemido, las palabras licenciosas, obscenas penetraron directo a su sistema límbico; cerró los ojos y antes que pueda llegar a tocarse, como siempre, su sexo erupcionó abruptamente en un desparramo de simiente sobre sus piernas contraídas; el teléfono cayó al piso, la voz de turno seguía ensimismada en su lujurioso discurso; por la comisura de su boca corrió una baba pegajosa, le dio asco, quiso limpiarse, pero la orden no salía de su cerebro que recién registraba el postorgasmo.
Y quedó ahí, tendido por horas, con sus doscientos treinta kilos desparramados en el único sillón de la casa que lo podía contener.
1 comentario:
Esta tan bien narrado, que el teléfono se humaniza y por un instante, podemos ver y hasta escuchar a esa mujer anónima. Excelente relato.
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