- EL PIROPO (Cuento) Por Elina Escudero)
Como al pasar soltó una sonrisa. Estás cada día más linda, dijo él. Tengo una cara de dormida tremenda, pensó ella, cómo puedo gustarle.
La piropeaba siempre que pasaba por la esquina de Corrientes y Rodríguez Peña, camino al trabajo
Al principio creyó que era un baboso más del montón, un degenerado, pero debía reconocerle talento para los halagos. Se reinve...ntaba a diario para sorprenderla. Mi amor, por vos mataría una ballena a chancletazos, fue lo más original que le escuchó decir, sin embargo, por alguna razón no se creía capaz siquiera de mirarlo, la sola idea le provocaba tanta vergüenza que sus mejillas se encendían al rojo vivo.
Esmerándose por tapar las imperfecciones de su rostro trasnochado, comenzó a levantarse un poco más temprano todos los días.
A principio de mes, ni bien cobró el sueldo, fue corriendo al Shopping para renovar un poco el guardarropa. Una vez por semana, entraba a algún negocio a comprarse accesorios que combinaran con su nuevo look.
Él tenía razón, después de todo, ella estaba cada día más linda.
Luego, decidió anotarse en el gimnasio. La actividad física no era su fuerte, pero quería deshacerse de algunos kilitos de más y creyó que cuidarse un poco con las comidas más las clases de aerobics daría resultado rápidamente.
Entonces se animó y caminando por la avenida Santa Fe entró a un negocio, se probó ese pantalón blanco que le encantaba y que antes no se hubiera puesto ni loca. Pero al sentirlo sobre la piel, luego de algunos consejos de la vendedora para ocultar los rollitos en la cintura, tomó la decisión de comprarlo.
No pudo esperar y quiso estrenarlo al día siguiente.
En camino hacia la parada del 37 para ir a trabajar, al llegar a mitad de cuadra, sintió una mirada penetrante.
Tampoco en esta ocasión se atrevió a mirarlo o tan siquiera darle una señal. Él le hacía el amor con los ojos. No hacía falta comprobarlo, la prueba irrefutable era la excitación que ella sentía al pasar por la puerta del bar, donde siempre baldeaba la vereda a las siete de la mañana. Estaba provocándolo descaradamente, lo sabía; ¿se sentía una pecadora por eso? No, ya no. Él despertaba en ella un instinto felino que dormitaba en la profundidad de su alma.
Jamás lo confesaría, pero fantaseaba con sus manos cada vez que tenía oportunidad. Se las imaginaba regordetas, ásperas, pero calientes y ávidas. La lengua recorriéndola al tiempo que escucharía palabras dulces, algo intimidantes, esas mismas que cada mañana le soltaba al pasar.
Parecía que iba a llover, pero por suerte acaba de salir el sol, dijo él, mientras barría la vereda mirando al cielo.
La tomó por sorpresa, no esperaba encontrar sus ojos, los había visto perdidos entre las nubes y por eso lo miró.
Buen día, dijo él, haciéndole una reverencia como si saludara a un miembro de la realeza. Hola, pensó ella, pero sólo pudo esbozar una leve sonrisa y seguir caminando.
Al llegar a la esquina, arrepentida por la oportunidad perdida, decidió volver y saludarlo. Nunca le había hablado de manera directa, simplemente, se limitaba a piropearla impunemente mientras ella fingía no escucharlo. Pero esta vez fue distinto, la había saludado sin obtener una sola palabra de su boca, pero qué maleducada, pensó ella.
Tenía la excusa perfecta, le diría algo así como: discúlpeme, no quise ser grosera con usted, se ve que es una persona muy atenta y yo, faltando a los modales que tanto me inculcaron en mi casa, ni siquiera le contesté el saludo. Un poco exagerado, pensó, pero más o menos esa era la idea.
Antes de echarse atrás respiró, desandando el camino que la llevaría a pasar nuevamente por la puerta del bar.
Comenzó a andar hasta que una voz hizo que detuviera el paso. Se la escuchaba a mediana distancia. Era la voz de alguien a quien ella conocía. Ubicándose a centímetros de la esquina asomó sólo parte de su rostro, lo suficiente para espiar.
¡Qué hermosa! Estás cada día más linda, decía la voz.
¿Es quien creo que es?, se preguntaba mientras debatían dentro suyo el impulso por desenmascarar el misterio y las ganas de hacer como si nada hubiera pasado.
Decidió sacar el torso entero para ver mejor, sin importarle si desde la puerta del bar él la vería.
¡Uy! Disculpame, dijo al chocarse con una rubia que no vio venir y que siguió su paso murmurando “está todo bien”.
Él permanece deslumbrado, parado en mitad de la vereda, con la mirada clavada debajo de la cintura de la rubia, mordiéndose el labio inferior en un gesto casi obsceno.
A lo lejos se dibuja un cartel luminoso de color verde, ella apura el paso mientras busca las monedas en la cartera, extiende la mano y el 37, atestado de gente, frena automáticamente.
Elina Escuedro. Joven narradora y poeta, pertenece a la troupe
martes, 6 de agosto de 2013
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