Solía venir a buscarlo cada semana a calmar mis ansias en él. Sólo por la debilidad de mi cuerpo caía una y otra vez. Cuando me veía llegar, preparaba un dulce y apasionado beso, y al despedirme, un amargo y desdichado abrazo.
No éramos libres, esa era la cuestión. Aunque esto no impedía que voláramos juntos, que me fundiera en sus profundos labios.
Su piel era de satén y me estremecía el cuerpo de sólo rozarme.
Aquél martes, él esperaba ansioso mi llegada, yo, me retorcía acosada por las mariposas que revoloteaban en mi panza.
Me besó. Puso mi bolso sobre el sillón, desabrochó el abrigo marrón que traía puesto y lo dejó caer al suelo. Con la blusa a medio abrir, tomando su nuca con mis manos, le indiqué el camino que debía seguir para hallar a mis pechos impacientes de ser recorridos por su lengua de fuego y miel.
Mis dedos buscaban torpemente desabrochar su cinto de cuero negro, luego el pantalón de jean azul amarrado a su cintura por un cierre y un botón. Un minuto después, fue el turno de su camisa «¡Cuántos botones!», pensé; parecían eternos peldaños hacia el cielo de su pecho firme y caliente.
Despojados ambos de la inútil ropa que cubría nuestros cuerpos, nos recostamos en la cama, en total silencio nos miramos a los ojos sin pronunciar palabra. ¿Para qué? Éramos tan sinceros cuando no nos decíamos nada.
Salté sobre él robándole el control. Con mi mano derecha, tomé su miembro rígido y suave, y lo introduje dentro mío al tiempo que soltaba en un suspiro, todo el aire contenido en mis pulmones. Comencé a moverme encima de él como un gato sobre el tejado. Sigilosos y bruscos movimientos se alternaban al mismo tiempo que el corazón galopaba y las palabras sobraban.
Agarré sus manos que estaban entrelazadas con las mías y las puse sobre mis senos. Luego, una de ellas se escapó de mi pecho, recorriéndome el cuello, el mentón y los labios. Su dedo índice se introdujo en mi boca sin pedir permiso hasta que halló mi lengua y la acarició. En ese momento dejé caer mi torso sobre el suyo y pude sentir cómo su corazón se le salía del pecho por completo. En mis venas el torrente de sangre se hacía más ligero y más espeso.
Cabalgaba sobre él a pelo y sin montura, sintiéndolo muy adentro, tan viril, tan excitado, y yo, tan hembra, tan mujer.
Ambos queríamos prolongar ese momento de dicha hasta la eternidad, pero el calor irresistible amenazaba con arder, como si fuera lava de un volcán que se preparaba para hacer erupción y que finalmente explotó, en un gemido que se hizo eco en el silencio de la habitación.
Me quedé recostada sobre su cuerpo, escuchando sus latidos. Desde ese lugar, alcé los ojos, lo miré fijamente y le dije:
—Volveré a buscarte, como siempre, el próximo martes.
Elina Escudero. Joven escritora y poeta. Reside en la Ciudad de Buenos Aires.
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3 comentarios:
Inspirador. Imposible no arder en ese encuentro clandestino y deseado.
Me encantó! no dejes de escribir! ni dejes de inspirarte....
Muy bien Elina!
Tú sabes que hay alguien que te lee con atención desde muy lejos...
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