viernes, 27 de febrero de 2009

El viaje (de: Ricardo Fabián Rosa)

Bajo del ómnibus. La terminal está irreconocible. Por supuesto que no es tan majestuosa e impersonal como las de las grandes ciudades, pero es moderna y funcional. Me resulta extraño ubicar un lugar semejante en mi pueblo.
Camino hacia la salida, arrastrando parsimoniosamente mi valija con rueditas, “otro elemento extraño en este pueblucho”, pienso. Recorro toda la plataforma, el hall y llego a una puerta de vidrio presidida por un cartel verde con letras blancas: salida. Al acercarme, la puerta se abre sola, dejándome ver la calle y los autos que transitan por ella. “Que gentiles, ni siquiera tengo que empujar el vidrio”, reflexiono; “tampoco tuve que decir ábrete sésamo”, sigo divagando; “o es la forma más sugerente de indicarme que ya llegué y que no hay vuelta atrás”.
Pongo un pie en la vereda y a pesar del calor del ambiente, siento un escalofrío recorrer mi espalda. Un muchacho me hace señas con la mano, mientras me abre la puerta del primer taxi de la fila. No le hago caso, camino hacia la esquina.
Decido seguir a pie hasta mi hotel, total está cerca y quiero volver a ver las viejas calles y la plaza y la peatonal.
¿Por qué vuelvo? O mejor dicho: ¿por qué me fui?
Me fui porque se fueron todos. Yo, uno de los últimos, pero al final me fui. Recuerdo haber sufrido mucho, no quería irme. Supongo que hubiera sido feliz aquí, trabajando en la fábrica o en el campo, o de mozo o vendedor en el pueblo, pero quedarse no estaba bien visto. Era de tontos o de fracasados. Había que irse. Como si fuera un legado de todas las generaciones. Irse a otro lado. A la ciudad, a cualquier parte, pero fuera de aquí.
De buena gana me hubiera quedado. A pesar que ya me había separado de mi mejores amigos. Funes fue el primero en dejarnos. Después lo siguió el mayor de los Viñas, después el Ruso Cohen, y así, uno a uno, me fueron dejando solo. Claro que yo tenía a Mercedes que era a todo lo que aspiraba, vivir con ella para siempre, pero una tarde, sentados en el banco de la plaza, con las manos entrelazadas, me dijo con ojos vidriosos: “yo también me voy”.
Entonces sí, ya no quedaba nada para mi en el pueblo, y yo también me fui.
Llegué a la ciudad, desterrado, apátrida. Con una dulce melancolía por el pueblo que dejé, pero también con rencor por no haber podido crecer en mi lugar, por haber abandonado mi sitio para ser uno más entre tantos otros.
En el pueblo yo era Romancito, el hijo tardío de Don Marcos y Doña Ana. Mis viejos ya eran mayores cuando llegué al mundo. “Es una bendición, un regalo del Señor”, repetía mi madre hasta el cansancio. Siempre me sentí querido, por mis padres y por mi gente. Pero aquí, en mi pueblo, se crece muy rápido. Y cuando dejé de ser Romancito para convertirme en Román, ya nada fue igual.
Ahora vuelvo. Sólo por el fin de semana largo. Mientras mis compañeros de oficina viajan a la costa o a sus casaquintas, yo me vine a este pueblito de mala muerte. “El sábado es la fiesta del geranio en mi pueblo”, les dije a modo de explicación.
Y aquí estoy. Otra vez en el pueblo. Ya no están los viejos, que se fueron para siempre, ni los amigos que quién sabe dónde estarán, ni Mecha, ni nadie que yo conozca. Igual aquí voy, cruzando nuevamente la plaza. La recuerdo más grande y con más verde. Ya no está la calesita, el bebedero está roto, los juegos están cercados por rejas. Qué distinto está todo.
Quiero llegar rápido a mi hotel, darme una ducha, dormir una horita, y después irme a la peatonal a disfrutar de la fiesta del geranio.
La fiesta del geranio. Nunca me gustó cuando era parte de este pueblo y ahora que soy un desconocido vengo a verla. Durante ésta época, en mis tiempos, el pueblo se convulsionaba. Hoy, ahora, parece un día más.
Recuerdo cuando a Mecha la eligieron reina del geranio. ¡Qué orgullo! Ese día todos los de la barra quedamos prendados de ella. Sin embargo me eligió a mi. Pero duró poco. Al poco tiempo empezó el éxodo, y ella también se fue.
Qué distinto está todo. ¡Hasta hay semáforos en la Avenida!
Ya no parece mi pueblo, todo está tan cambiado que cuesta reconocerlo.
Quiero llegar pronto al hotel, éste paseo me está haciendo mal. No sé qué vine a buscar —no voy a mentirme con que realmente vine a la fiesta—, pero seguro que aquí no lo voy a encontrar.
Ya estoy cerca, doblando la esquina, son dos cuadras y llego. Aunque si camino para el lado del río, paso por la puerta de mi vieja casa. ¿Qué hago? ¿Por qué me martirizo?
Es sólo curiosidad, quiero ver mi casa.
Está distinta. Le agregaron al jardín un toldo de lona que queda horrible, la pintaron de amarillo, construyeron otra planta. Y bueno, todo cambia. ¿Y allá enfrente? ¿Ese baldío? Ahí vivía Mercedes. Parece como en el tango: “nada, nada queda en tu casa natal, solo telarañas...”. ¿Eh? ¿Quién me toca el hombro?
—¿Román?
—¿Mecha? —no lo puedo creer.
La miro a los ojos. Los tiene húmedos, como aquella vez en la plaza. Le tiembla la mandíbula, me sonríe. Me toma las manos. Me observa de arriba a abajo. Está emocionada.
—¿Cómo estás, tanto tiempo? —pregunto.
—No tan bien como vos —responde.
La veo flaca, tal vez demasiado flaca. Tiene arrugas. Se nota que pasó el tiempo. Está distinta, ella también está distinta.
—¡Qué alegría Román! ¿Viniste a la fiesta?
—Claro, no podía faltar —agregué.
La miro. Me mira. Sonríe. Intento sonreír también. Ni una palabra. Sólo miradas.
Por fin ella habla:
—¿Nos vemos ésta noche en la peatonal?
—Seguro —le digo.
—Chau —se despide.
—Chau —me despido.
Ni una mención al pasado. Ni un comentario. Ni un recuerdo. A ella que fue la reina de la fiesta. No se lo recordé. ¿Fui descortés? ¿O tuve piedad?
Ahora si, me voy para mi hotel.
Estoy muy cansado. Confundido. Abrumado.
Entro a la recepción. El conserje me da las llaves. Subo un piso por la escalera hasta mi habitación. Un botones de unos quince años me lleva la valija. Le doy dos pesos. Cierro la puerta. Otra vez solo.
Voy hacia el baño, abro la ducha. El agua cae fuerte, me meto debajo. Giro la canilla de la fría para regular la temperatura.
Ahora me afeito. Mojo mi cara y antes de esparcirme la crema por ella, me miro al espejo.
Me veo por primera vez como nunca antes me vi.
¿Realmente soy yo?
Me sigo mirando en el espejo. También han pasado los años para mi.
Termino de arreglarme. Abro la valija y saco ropa limpia. Me visto rápido. Si me apuro en llegar a la terminal, tal vez pueda cambiar los pasajes y volverme esta misma noche.
Creo que voy a aprovechar el fin de semana para adelantar trabajo en la oficina.


*Ricardo Fabián Rosa. Narrador. Nació en Buenos Aires.
Es contador público nacional. Vive en Parque Chas (Bs.As.)
Libro publicado: Pandemónium (cuentos). 2004

1 comentario:

Anónimo dijo...

muy bueno, ricardo, pero me parece que tendrias que publicar un libro de memorias, como por ejemplo: ser contador publico y no morir de un infarto.