La semana anterior, mientras acomodaba unos apuntes sobre el mantel de hule en la mesa de la cocina, le prometió a Clarita que la plata del préstamo la iba a emplear en la refacción de la casa. O parte de la refacción, porque para todo no iba a alcanzar. En el baño iba a cambiar los azulejos y los artefactos, pero lo más probable era que la cocina quedara para más adelante. Pero por lo menos hasta que se casaran podría quedarse tranquilo a arreglar la vivienda de sus padres, sobre todo la habitación matrimonial, que comenzarían a utilizar cuando regresaran de la luna de miel. Tenía que rasquetear las paredes y darle unas manos de pintura, reparar el placard y engrasar las bisagras de las puertas.
Y como iba a haber polvo por todas partes, le pidió que esperara para llevar el Wincofon y los discos de vinilo de rock nacional, encima ella tan cuidadosa que a los de Almendra y Pescado Rabioso sólo faltaba que los pusiera dentro de una caja de cristal.
La conocía de toda la vida, porque vivían en el mismo barrio. Pero recién en un asalto que hicieron sus compañeras de 5º comercial, se animó a encararla. Desde entonces comenzaron un noviazgo que fue afianzándose cada vez más hasta que llegó la propuesta que a ella casi la deja muda: el casamiento.
Cuando llegó al bar se acordó que al otro día debía llevar la seña por el juego de muebles del comedor.
Hacía rato que el Ford Falcon estaba estacionado sobre la calle Gavilán; pero Manuel no lo vio. De haberlo visto tampoco le hubiese llamado la atención. Desde que veía camiones del ejército apostados en las esquinas parando a los colectivos y haciendo una minuciosa requiso de los pasajeros, ya nada le llamaba la atención.
Desde que había comenzado a trabajar en la empresa nunca le manifestaron nada por su aspecto personal, pero hacía unos días que le habían "sugerido" que se cortara el pelo , para que sus cabellos castaños luciesen lo más prolijo posible.
Le pidió al mozo lo mismo que todos los días. Se le vinieron a la mente las palabras que no se atrevió a decirle a la madre cuando la encontró en el patio regando los malvones y hablando con los canarios: "Tengo el presentimiento de que hoy va a pasar algo importante". Pero para qué. No fuera que, con la situación que se estaba viviendo, la vieja pensara cualquier cosa y se hiciera mala sangre.
De hecho no era un día cualquiera, cientos de cordobeses habían llegado al barrio porteño de la Paternal para ver a su amado Talleres, ese Talleres fino y exquisito de Valencia, Ludueña, Galván, Bravo y Bocanelli.
Manuel, acodado en la superficie de madera y con los dedos de la mano entrecruzados, los veía pasar caminando a través del ventanal. Siempre tardaba bastante el gallego para traer un simple café con leche y tres medias lunas. Igual tenía tiempo para entrar a la cancha para ver a su querido Argentinos Juniors, y de paso ver si ese pibe al que vio jugar un par de partidos en la tercera podía soportar la presión y las patadas en primera división. También lo había visto tiempo atrás en el programa de Pipo Mancera haciendo malabares con la pelota, cuando su primo Rafael invitó a toda la familia para mostrarle el nuevo televisor blanco y negro que había comprado y costado un ojo de la cara. Pero lo que más le llamó la atención fue la estampa y la personalidad de ese pibe al que ahora le faltaban diez días para cumplir los dieciséis años.
Como en su casa el fútbol importaba poco y nada, no se sintió presionado para ser de determinado equipo. Le gustaba Independiente, porque le atraía la camiseta roja. Pero quizá sí haya tenido influencia eso de querer ser distinto, de pensar de otra manera, porque de Boca, de River y hasta de Independiente eran todos. Entonces no dudó en hacerse hincha de otro que también tenía la divisa roja y el nombre que ya lo hacía sentir orgulloso: Argentinos. Claro que para eso también debía soportar el mote de equipo chico y los sinsabores de magras campañas.
Alguna vez lloró por su cuadro, era chico pero recordaba bien que había sido allá en el sesenta. Hicieron una brillante campaña, pero perdieron tres a uno con Lanús, en La Paternal. Con esa derrota terminaron segundo, a dos puntos del campeón, Independiente. Pero nunca en su vida había llorado con tanta angustia y dolor, como dos años antes, cuando aquel 1º de julio falleció el General. Igual se puso contento cuando en el 73 los diablos rojos vencieron a Juventus con el gol antológico de Bochini.
Durante su adolescencia se enteró que los fundadores de Argentinos eran de ideas socialistas y que por eso no era un club sino una asociación atlética y de ahí el color rojo de las casacas. Cuando no lo iba a ver de visitante, le gustaba escuchar al gordo José María, en la Oral deportiva. Muñoz. Porque de tanto en tanto interrumpían la transmisión para informar desde las otras canchas y así se enteraba de la suerte de su equipo. Por eso el bichito colorado era algo especial en su vida, era una alegría ir a la cancha. Pero desde aquel 24 de marzo lo que menos tenía el pueblo era alegría.
Se le escapó una sonrisa irónica con eso de "Proceso de reorganización nacional". Hacía poco que había estado con otros compañeros en La Plata, reclamando por el boleto estudiantil cuando sucedió lo que más tarde se conocería como "La noche de los lápices".
Linda manera de reorganizar el país, a palazo limpio, pensó.
Cuando salió del bar, se dirigió rápidamente al estadio y se ubicó en la colmada platea que daba espaldas a Boyacá. El campo de juego estaba en muy malas condiciones y no daba pie con bola Argentinos cuando empezó el partido, y como era de suponer, a mediados del primer tiempo, Talleres se puso en ventaja con gol de Ludueña. Cuando terminó la primera etapa, todos se preguntaban por el pibe que estaba sentado en el banco de suplentes.
En el entretiempo, Manuel desvió sus pensamientos hacia otras cuestiones. Pensó en sus viejos y sus hermanos, en el sueño de compartir con Clarita toda la vida, en el sueño de que sus hijos crecieran en un país mejor, sin miedos, sin ataduras, con la libertad de expresarse y de elegir, en un país sin tantas desigualdades sociales. Maldijo la hora de haberse metido en la facultad, estaba jodida la mano en Filosofía y Letras. Maldijo la hora de pensar distinto.
Ese zurdito que la descosía en los potreros de Villa Fiorito y se preparaba para ingresar en el segundo tiempo, lo hizo volver a la realidad, La melena enrulada, la camiseta roja con la banda blanca cruzada en diagonal, el número 16 en la espalda y los botines Adidas, era el centro de atención de todos los presentes. Era el mismo que Manuel había visto llegar a la cancha vestido con camisa blanca y pantalón de corderoy turquesa con botamangas —se había preguntado si el pibe no tendría calor con la temperatura que hacía—.
Años después el pibe contaría casi con gracia que ese pantalón era el único que tenía.
El árbitro Maino autorizó el cambio que todos esperaban que hiciera el técnico Montes por Giacobetti, y Manuel se acordó de sus presentimientos: "Va a pasar algo importante".
El nunca le podría contar a nadie que en la primera jugada el pibe recibió el balón a espaldas de su marcador, se dio vuelta al tiempo que hacía pasar la pelota pintier por entre medio de las piernas del número ocho, Cabrera, y mientras bajaban los aplausos de las tribunas, sin saber muy bien por qué, Manuel tuvo la sensación que comenzaba a escribirse una nueva historia y que a partir de ese instante muchas cosas iban a suceder..
Para la historia quedará que Talleres se llevó la victoria por la mínima diferencia. Para los archivos también quedará que esa no fue una tarde más.
Al salir de la cancha no tuvo mucho tiempo para pensar lo que había presenciado. A pocos metros de la parada de colectivos los cuatros tripulantes del Ford Falcon se bajaron y lo increparon al tiempo que le pedían documentos. Eran todos iguales, peinados a la gomina, con camperas de cuero y lentes oscuros. El que tenía cierto aire de jefe le inmovilizó los brazos y lo metió a los empujones en el asiento trasero del auto, que aceleró bruscamente. Sus ojos marrones se vieron por última vez con un brillo de resignación y desconsuelo. Nunca más se supo de él. Por supuesto, nadie vio nada.
En ese momento, en un rincón oculto del deteriorado vestuario, el pibe estaba sentado en un banco de madera, cubierto con una toalla, contestando las preguntas de algunos cronistas.
Lástima que Manuel y miles de compatriotas más no podrán contar jamás la historia que comenzaba a escribirse aquel caluroso miércoles del 20 octubre de 1976.
Rodrigo Gaite. Escritor y poeta. Nació en Buenos Aires. Es
Maestro mayor de obras. Vive en Ciudad Evita (Prov. de Bs. As.)
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