sábado, 12 de mayo de 2012


El juego    (Cuento de Inés Bianchi)

El bodegón quedaba en la esquina donde empezaba el caserío de chapas y cartones. El Juancho llegaba al atardecer con las manos ateridas en los bolsillos de su pantalón gastado. Cuando entró, el gordo José lustraba los vasos de vidrio grueso que luego llenaba de vino carlón, ése que raspaba la garganta y calentaba las tripas.
Detrás del mostrador los espejos reflejaban retazos de parroquianos; la mancha de la humedad y la falta de azogue en algunas partes formaban un rompecabezas difícil de armar.
El Juancho se abrió paso entre el humo que le hacía llorar los ojos, hasta el fondo del local. Se paró y miró en derredor a las mesas que ya estaban formadas para el juego. Los ocupantes de las mismas también lo miraron. Nadie se había sacado el chambergo y las caras se perdían en el gris del humo acidulado y espeso.
A un costado, sobre una mesa redonda, dos mazos de cartas, sobados y grasientos, parecían invitarlo. Miró hacia la ventana donde el farol callejero apenas se distinguía a través de los vidrios mugrientos.
En la mesa había lugar para un jugador más. Dudaba. Si perdía no tendría nada que llevar a su casa; como todos los días llegaría con las manos vacías y Juancito se dormiría otra vez en los flacos brazos maternos, con el vientre vacío y los ojos llenos de lágrimas.
Alguien desarrimó una silla y le hizo una seña. Avanzó despacio y se sentó, “el poroto vale un mango”, le dijeron. Compró tres y empezó el truco. Las horas pasaron sin darse cuenta. Ganó, perdió, volvió a perder. La ansiedad lo hacía transpirar. Sobre la mesa las apuestas habían subido. Con los ojos vidriosos contó veinte porotos. Sus dedos nerviosos tocaron el último que le quedaba. Como general de una batalla de ambiciones y necesidades, lo tiró sobre la mesa y pidió cartas. Las orejeó despacio. No podía creer lo que veía: la espada, única, azul, haría vencedor al general. Juntó toda la plata y se fue en silencio, como había llegado.
La calle de tierra tenía espejos oscuros donde se reflejaba la luna. Sus pies los iban saltando, apurado por llegar a su casa. Entró lentamente en el único cuarto. El pibe dormía. La mujer, sentada frente al brasero, tenía los ojos fijos, agrandados de miedo y osadía. Fumaba callada, su respiración levantaba la blusa a medio abrochar.
El sacó la mano del bolsillo del pantalón y mostró la plata. Con voz entrecortada por la alegría “mañana comemos”, le dijo, “hay para varios días”. La mujer no dijo nada. El silencio golpeó el pecho del hombre. Se acercó al camastro, donde unas sábanas grises y zurcidas formaban un nido abandonado. Agachó la cabeza y comprendió. Allí, sobre el cajón de manzanas forrado en cretona que servía de mesa de luz, al costado de una vela encendida, había un billete de veinte pesos, nuevo, junto a un atado de cigarrillos rubios.

Inés Bianchi. Poeta y narradora argentina. Nació en Adrogué (Bs.As.). Sus trabajos han sido publicados en libros y revistas de la Argentina y España. Reside en Cap. Federal

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy lindo cuento. Escrito con gran maestría. Saludos
Oscar M. Fernández

Anónimo dijo...

Me encqantó el trabajo. Para cuándo tu libro?

Ana María Ezcurra