Las sombras de la tarde, como un difuso telón, acarician el terreno entristecido. Otra jornada ha terminado y, como sucede últimamente, ellos no vinieron.
No sé por qué tiene que ser así, después de todo fue nuestra única derrota, vergonzosa, pero la única. Por algún motivo se dio como se dio. Y quizá esté bien que así sea.
Hoy, no me quiero ir tan pronto. Me imagino que sucederá algo especial. Lo percibo en el aire. Son como extrañas sensaciones de alegría y angustia, una simbiosis difícil de explicar.
Me siento en el añejo tronco donde lo hice la primera vez que llegué aquí. Era una tarde de sábado y hacía un calor insoportable. Cómo olvidarlo. Tenía la tristeza adosada a mi piel, como si fuera una ventosa hambrienta. Mis padres se acababan de separar y el día siguiente era mi cumpleaños. ¿No podían esperar un poco? Mi razonamiento de niño feliz se desmoronaba como un castillo de arena y el odio temprano se hacía cargo del espacio vacío.
Mientras me debatía entre el llanto incontenible o el desparpajo de no importarme nada, lo vi llegar. Era un pibe muy gordo. Estaba desaliñado y ferozmente transpirado. Traía bajo su brazo, como un tesoro, una pelota número cinco.
—Me llamo Juan —me dijo como si me interesara, para agregar:
—¿Jugamos a la pelota? Yo voy al arco y vos me pateas lo más fuerte que puedas —y se quedó mirándome con un gesto de súplica.
Acepté. Había logrado sacarme de mis nefastos pensamientos.
Hicimos un arco marcando los postes con cualquier cosa que encontramos. Mis primeros tiros fueron tímidos y el gordito se enojaba. Me gritaba e insultaba sin parar.
—Pegále fuerte o sos maricón —vociferaba totalmente descontrolado.
Me hizo enojar. Acomodé el balón y le pegué, de puntín, una furibunda patada. Salió disparado como un bólido y se estrelló en la panza de Juan que cayó al piso como si estuviera muerto. Por un instante pensé lo peor, hasta que lo sentí reír a carcajadas. Corrí y lo abracé, como pude, en un gesto de amistad y comprensión. Al día siguiente vino a mi opaco cumpleaños.
Como aquel primer sábado, todos los siguientes nos encontramos a jugar. El siempre de arquero, lo que nos comenzó a aburrir un poco. Muchas veces nos sentábamos en el pasto a pensar sobre nuestros pequeños y complicados mundos. Por largas horas nos envolvía el silencio. Intuíamos muchas cosas de nuestras vidas con sólo mirarnos a los ojos. Éramos como una hermandad religiosa, de dos, que parecía de miles. Nos necesitábamos, y eso quedaba en claro.
Voy a ser honesto. El gordo mucho no me agradaba. En algunas oportunidades hasta sentía repulsión. La hermana sí, me volvía loco. No puedo decir si de verdad era bonita, pero su tierna cadencia al caminar le otorgaba un toque de dulzura y despertaba mis íntimos deseos púberes. Sus ojos claros y sinceros horadaban mi piel hasta llegar al fondo de mi alma. El solo hecho de verla en la puerta de su casa, a nuestro regreso, hacia soportable la presencia de su hermano.
—Me voy a casar con Sofía —le dije una tarde.
El gordo se detuvo de golpe y comenzó a respirar con fuerza, como si fuera un caballo enloquecido. Esto le sucedió muchas veces, sin mediar motivos. En alguna oportunidad pensé que esa situación lo llevaría a la muerte.
Cuando se repuso a medias, giró toda su enorme humanidad para observarme. La transformación de su rostro logró que por primera vez le tuviera miedo. No necesitó decirme nada. Sin mucho esfuerzo comprendí sus pensamientos. Sofía pasó a ser para mí un sueño imposible. En alguna oportunidad me acerqué hasta su casa, y sólo me conformaba con verla en la ventana e imaginarme su manos apretadas en las mías y robarle un beso deseado. Así de simple, así de complicado.
Una tarde gris de otoño, conocimos a los mellizos López. Altos y flacos, sin gracia alguna. Eran la salvación para acabar con nuestro aburrimiento. Los invitamos a jugar y aceptaron si hacerse rogar.
Fue difícil armar un juego de cuatro, pero nos las ingeniamos para divertirnos. El gordo Juan, siempre al arco. Atajaba todo. Una verdadera muralla.
Después de incansables horas de juego, los cuatro nos íbamos abrazados. Atrás quedaba la tarea cumplida y el deseo del encuentro futuro. Adelante nos esperaba quizá una nueva desazón. Como siempre.
El potrero era nuestro mundo; pequeño, pero importante. Representaba algo más que el encuentro futbolero. En él lográbamos, por apreciables momentos, olvidar las miserias. En nuestros hogares, en la mayoría de los casos, no sufrían por nuestras ausencias. Cuando regresábamos para descansar no había muestras de afectos ni de sorpresa. Quizá se habían acostumbrado a nuestra rutina. Y nosotros a no ser importantes.
—Algún día lo lamentarán —pensé más de una vez. Una amenaza mental, que no dejó de ser más que eso.
Pronto fueron llegando muchachos desconocidos y lográbamos jugar partidos interminables de fabulosas goleadas. El potrero comenzó a poblarse de un gentío bullicioso. Empezábamos por la mañana temprano y nos íbamos con la puesta del sol.
—¿Por qué no fundamos un club? —dijo el mellizo Pedro.
Ninguno dudó un solo instante. Lo nombramos “Razón de ser” de acuerdo con una brillante idea del gordo. Algo más que un simple nombre, dado que simbolizaba muchas cosas que cada uno conocía a la perfección. No teníamos sede, ni comisión directiva, ni camisetas, sólo nuestro potrero y nueve fervorosos jugadores. En raras ocasiones lográbamos reunir once, pero no faltaban los eternos desconocidos que se unían para querer ocupar alguna posición y lucirse.
El gordo Juan, nuestra muralla. En la defensa, los mellizos López y el loco Eduardo.
El loco Eduardo, qué personaje. Malísimo jugando al fútbol. Pero tenía dos particularidades: era grandote y fornido. Cada vez que avanzaba un jugador contrario, pegada unos gritos, como bramidos, con lo que lograba hacer desistir cualquier ataque.
Los tres del medio eran buenos, pero nunca los conocimos lo suficiente. Llegaban para los partidos y luego se iban sin entablar ningún diálogo. Adelante, mi primo Rafael y yo. Dos goleadores natos.
Pronto, sin que pudiéramos manejarlo, nuestra popularidad traspasó las fronteras de nuestro barrio. Equipos de otros lugares llegaban para desafiarnos. El potrero, nuestro potrero, se transformó en la cita obligada de los sábados. Y hasta Sofía llegaba para mi deleite. Trataba que me observara. Hacía verdaderos esfuerzos para lucirme, pero nada era suficiente para lograr el objetivo.
—Seguro que el tarado del gordo se lo prohibe —razoné por lo bajo.
El tiempo pasó muy rápido. Crecimos sin darnos cuenta. A pesar de ello, no dejamos de jugar. Hubo deserciones de jugadores. Pero el pilar siempre se mantuvo. El gordo, los mellizos y yo. También el loco Eduardo. Seguíamos ganando. En verdad ya nos creíamos invencibles.
Nuestro equipo no estaba formado por figuras exquisitas, sólo poseíamos algunas «virtudes especiales». Nuestro arquero estaba compuesto de una materia grasa que atajaba cualquier pelota y si no, rebotaban en él. Los mellizos se complementaban a la perfección, pues la extrema delgadez de ambos les permitía moverse con velocidad increíble; además ayudados por los alaridos de Eduardo que asustaban a cualquiera. Más de un rival pensó que este personaje podría romperle una pierna. Algo que jamás sucedería. El loco no era capaz de matar una mosca. Mi primo y yo, pequeños y huidizos, avanzábamos por cualquier espacio reducido para dejar al contrario buscándonos como a una moneda perdida.
Una tarde alguien nos ofreció jugar contra otro equipo, supuestamente invencible. Era nuestra oportunidad de demostrar quién era el mejor. Aceptamos sin vacilar.
En lugar de sábado, se planificó para un domingo. Y en el potrero de ellos. Si queríamos ser los únicos, no podíamos negarnos.
—Vendrá Sofía, entonces, será mi mejor partido —me dije para darme ánimo.
Llegó el gran día. Nos encontramos con la sorpresa que lo de ellos no era un potrero. Tenían una hermosa cancha y arcos con red. Lucían camisetas iguales y calzado impecable. Nuestras camisetas eran todas de distintos equipos y las zapatillas sucias y rotosas. Un verdadero bochorno. Nos miramos acongojados mientras nos invadían unas tremendas ganas de huir. Nos desconcentramos, pero decidimos poner el pecho a las balas.
Pronto nos dimos cuenta de algo importante. No estaba nuestra muralla. Y Sofía tampoco. Yo no podría ser el mismo.
No pudimos esperar más y buscamos un arquero en la tribuna. En los primeros instantes comenzó a notarse la superioridad de ellos. Nos dejaban parados como postes. Se divertían a nuestra costilla.
En mi mente solo estaba el rostro de Sofía. No podía pensar en otra cosa.
Habían pasado quince minutos del encuentro y tocamos la pelota sólo tres veces. No nos querían ganar. Todavía. Sólo burlarse. Se produce el primer avance serio de los contrarios. Eduardo sale gritando, como siempre, pero el delantero contrario no se detiene. Se lleva al loco por delante, que cae aparatosamente al piso. Nuestro arquero, en dudosa actitud, no puede atajar y se produce el primer gol.
Nos quedamos con un hombre menos porque el loco, muy asustado, no quiso jugar más. Perdimos cinco a cero, porque abandonamos antes de tiempo.
Volvimos al potrero los mellizos y yo, nadie más. Con la bronca y la vergüenza sobre los hombros.
—Menos mal que no vino Sofía —pensé a modo de consuelo.
Fue nuestro último partido. El potrero quedó solitario y, nunca supe por qué, la casa del gordo también. Cuando uno es joven, no indaga en muchas cosas. Solo hay espacio para vulgaridades.
Cuando pensé que ya era tiempo de partir, alguien posa su mano sobre mi hombro.
—¡Gordo, volviste!. ¿Qué te pasó? ¿Y tu hermana?
—Ya te dije que mi hermana…
—Si, ya sé. Que no es para mí, que ella merece algo mejor. Estoy cansando de escucharte siempre lo mismo. Ya está, en verdad no me interesa.
El gordo me mira con lástima por un largo rato. Me recuerda al silencio de nuestros antiguos encuentros, pero esta vez no logro comprender nada. Luego dice:
—Nunca asumiste la realidad —hace una pausa y prosigue—: Para qué seguís viniendo si ya no queda nada, ni el potrero.
—Cómo que no, si está ahí, esperando por nosotros, como siempre. Dále gordo, ponéte al arco que te pateo con todas mis fuerzas, a ver si hago el gol de mi vida.
Oscar Vicente Conde. Es narrador y poeta. Nació en Lanús Oeste (Prov. de Bs.As.), localidad en donde, en la actualidad, reside.
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1 comentario:
Un excelente cuento que me remitio a mi niñez. Me dio mucho placer leerlo. Jony
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