Comenzó a recorrer las calles del pueblo. Tantos años hacía que se había ido, que aquellas imágenes no parecían formar parte de su vida. Cargaba en sus espaldas una pesada mochila y se sentía solo. Respiró el olor de su infancia y una dulce melancolía lo envolvió.
Notó algunos cambios, casas nuevas, calles asfaltadas; pero esencialmente seguía siendo el mismo tranquilo y polvoriento pueblo, ajeno a la problemática del mundo. Era mediodía y los olores recorrieron velozmente el enmarañado laberinto de la memoria y los recuerdos aparecieron, uno tras otro, frescos y actuales. La vuelta de la escuela, el guardapolvo arrugado, las medias caídas, el portafolio que volaba por encima de las cabezas y caía siempre en el mismo rincón, el apetito pantagruélico, las manos limpias, las rodillas sucias.
Se detuvo frente a la casa de doña Otilia. Estaba igual, los rosales en la entrada y la dama de noche trepando por el balcón, donde los malvones se asomaban, erguidos como centinelas, mudos protagonistas del remanso de la siesta. Ahora había una casa al lado, donde antes estaba el potrero. Se preguntó dónde estarían aquellos pibes del equipo del barrio de las ranas, camisetas descoloridas y alpargatas deshilachadas, cuando las zapatillas eran un lujo y el mate cocido con pan un manjar.
Qué sencillo era todo entonces. Ahora el mundo se derrumbaba en una crisis financiera y moral, y él era un hombre con responsabilidades que había llegado al centro del laberinto y su deber era encontrar el camino correcto, mientras un coro de cipayos obsecuentes le daban indicaciones falsas, al tiempo que le lamían los pies.
Seguía parado allí, paralizado en el grito de un gol de media cancha, cuando la puerta de la casa se abrió y la vio salir a doña Otilia, con su batón floreado atado a la cintura, las caderas anchas y los ojos achicados tratando de adivinar quién era. Sonrió como un perro que reconoce a su amo, se arregló el pelo con las manos y caminó hacia él, y con la simple sabiduría de una tarde de verano, le dijo:
¡Ramoncito! Yo sabía que ibas a volver algún día, te veo siempre en la televisión, eso de ser Presidente te tiene muy preocupado, lo leo en tus ojos y en las canas de tu cabeza. Venga m´hijo tómese unos mates y cómase unos buñuelitos, que seguramente en la Casa Rosada no se los hacen.
Desanduvo los senderos y volvió a las autopistas, a ocupar su lugar, habiendo dejado parte de su mochila sobre el mantel de hule enharinado, a la sombra del parral de la casa de doña Otilia.
Emilia Lopo. Narradora y poeta. Nació en Florida (Bs. As.). Es profesora de italiano. Reside en Munro, Prov. de Buenos Aires.
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